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jueves, 30 de junio de 2011

NADIA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina

Hubo una época en la que el pueblo se podía llamar próspero. Había empezado como un puñado de casas de los empleados del ferrocarril, pero llegaron los estancieros, deseosos de tener una casa en la ciudad para que sus hijos pudiesen ir a la escuela y sus hijas pasear del brazo por la plaza buscando novio. Después vinieron los comerciantes para ofrecer mercancías y servicios.
            Pero estaba el hastío. En el pueblo nunca pasaba nada. Sólo un tren que llegaba cansado y jamás traía novedades salvo el regreso de algún hijo pródigo que había ido a probar suerte a Buenos Aires y volvía  a contar sus triunfos. Estaban las matinés del cine y alguna que otra fiesta en la sociedad de fomento. Esa era toda la diversión para grandes y chicos.
            Hasta que apareció el circo. Pero antes llegaron mil historias de pueblos cercanos que lo describían. Hablaban de animales feroces, enanos pintorescos y muna mujer barbuda y atletas capaces de grandes proezas.
Igual no hacían falta las recomendaciones ya que muy pocos en el pueblo habían visto alguna vez un circo. Todos esperaron con deleite que el fabuloso circo del señor Karamazov levantase su carpa de lonas coloridas en un terreno baldío enfrente de la estación.
Al lado de las lonas que se fueron irguiendo se instaló un círculo de carromatos como un convoy en tierras indígenas. En él viajaba el más extraño grupo de seres que uno hubiese podido imaginar. Había un par de enanos que correteaban entrando y saliendo de la carpa y se probaban trajes de payaso. Uno de ellos tenía un aire inmensamente triste y respondía cada una de las órdenes y deseos de una mujer obesa, de barba tupida que parecía muy feliz de su aspecto bizarro.
También estaban varios jóvenes apuestos que parecían atletas y se entretenían exhibiendo los músculos ante las chicas del pueblo que llegaban a ver los preparativos y contando las maravillosas hazañas que sabían hacer en el trapecio. El domador ensayaba a sol y a sombra mostrarse implacable con el león, al cual, parecía que a fuerza de trabajar y vivir juntos, le había cobrado un gran afecto.
 El jefe de toda la troupe era un hombre mayor de cabello completamente blanco y aire eslavo que se hacía llamar señor Karamazov. Hablaba una suerte de español surcado de palabras en ruso, y llevaba en todo momento una librea roja con botones dorados. Era el dueño del circo y el presentador de las funciones ya que sabía desplegar las mejores cualidades y las mayores proezas de sus estrellas ante el público.
El Negro se entusiasmó en cuanto supo que llegaba la feria de acróbatas y personas bizarras. Nunca había visto un circo, ni siquiera en sus raras visitas a Buenos Aires. Dolly, su hermana mayor había estado en una función en Bragado cuando fue a visitar a sus primos  y había hablado  durante meses de las ferias y los trapecistas que surcaban el cielo en hamacas diminutas.
Por eso él llevaba años soñando con las maravillas que encerraba una carpa multicolor y había merodeado por el baldío cercano a la estación ni bien colocaron los carteles que anunciaban la llegada del maravilloso circo de Karamazov.
Durante varios días el Negro les convidó cigarrillos a los obreros y a los fenómenos que llegaron por adelantado. Después llevaba pan con chicharrones o algunas ensaimadas para prenderse en las rondas de mate que se armaban entre los carromatos. Antes de que arrancasen las funciones,  todos los artistas lo conocían.
En esos días llegó Nadia. Era una jovencita rubia, de pelo larguísimo y rostro de hada, la única hija del señor Karamazov. A pesar de su nombre no había en su voz ningún rastro de procedencia rusa. Nadia era más criolla que las tortas fritas y no había un solo rasgo de exotismo en su personalidad. Era simple, dulce y tenía una risa que al Negro le hacía acordar al repiqueteo de la lluvia del verano. Además estaban sus ojos inmensamente celestes, como dos lagos quietos…
Ni bien llegó el chico intensificó su presencia entre los fenómenos y no se cansó hasta que lo supo todo sobre ella. Tenía 14 años y era huérfana de madre desde los 2. Alina, su mamá, era trapecista pero a instancias de su marido se ocupaba de todo un poco en el circo. Había pescado una pulmonía después de pasar un buen rato alimentando a los animales bajo un chaparrón.
Tras su muerte Nadia vivió una existencia agitada y trashumante, a merced de los caprichos de su padre. Había sido la payasa más pequeña de la cual se tenga memoria y luego un suculento manjar que el domador colocaba en las fauces del león para que el público tiritase de terror y aplaudiese a rabiar cuando el animal no la comía y la acariciaba con su zarpa. A los ocho aprendió a cabalgar de pie sobre un caballo blanco, vestida con un traje multicolor.
Pero a los 13 Karamazov decidió que su hija estaba en condiciones de convertirse en trapecista. Durante meses, desde que clareaba el amanecer hasta la madrugada el hombre le enseñó los rudimentos del trapecio. Nadia aprendió primero con la pequeña hamaca a muy baja altura. Después con un enorme colchón que amortiguaba el impacto de las caídas pero no los gritos de impaciencia de su padre, y finalmente se integró al espectáculo de los muchachos musculosos  en la inmensidad del cielo de la carpa con la red que les daba seguridad allá abajo.
Sin embargo el circo llegó al pueblo con un show remozado. Mientras se conocían entre ruedas de mate y paseos alrededor de los fenómenos Nadie le contó al Negro que su padre había ideado una prueba diferente. Comenzaba con un arnés que sostenía su pelo rubio peinado en un rodete y la convertía en un trompo humano que giraba en el cielo de la carpa o iniciaba vuelos vertiginosos hasta quedar sobre las cabezas de los espectadores, mientras sus compañeros saltaban de hamaca en hamaca.
Escondido en el fondo de la carpa multicolor el Negro vio los ensayos del número una y otra vez. La chica parecía una saeta rubia capaz de las proezas más increíbles. El viejo Karamazov aplaudía orgulloso y durante los días previos a la primera función no tuvo más que elogios para su pequeña. El Negro sabía que Nadia iba a ser la sensación de aquel show. Su padre también por eso se le ocurrió aquello de la red.
Después de ver el número cientos de veces y de observar la perfección de los movimientos de Nadia, el hombre pensó que la red entorpecería la visión de los espectadores cuando ella se balancease sobre sus cabezas. Quizás, podría prescindir de ella y lograr que el hada rubia extendiese sus manos para que el público tuviese la ilusión de tocarla. Además un espectáculo de altura sin red le daría más renombre a su circo. Quien sabe cuanta gente querría verlo en los pueblos cercanos cuando se corriese la voz sobre aquella hazaña.
En pocos días y a un ritmo vertiginoso las calles del pueblo se llenaron de carteles anunciando aquel número nunca visto en la que una adolescente volaba una y otra vez a riesgo de caer al vacío. El Negro pensó que el ruso se aventuraba demasiado y le insistió a Nadia para que buscase una rutina más sencilla. Pero ella sabía que no podía contrariar los caprichos de su padre, y, al mismo tiempo, al chico no dejaba de fascinarle la idea de ver a la jovencita convertida en la reina de la función.
El día del estreno nadie quiso perderse la función. Estaban el intendente, los concejales, el cura y la directora de la única escuela del pueblo, sentados en primera fila. Detrás, según la generosidad de la propina que le habían dado al acomodador, se ubicaban los estancieros, los comerciantes  y las maestras. Con la promesa de colaborar con la alimentación de los animales el Negro logró que le pusiesen un banquito a un costado del escenario.
Aquel día Karamazov estaba más locuaz que nunca. Ponderó el humor de los payasos, las travesuras de los enanos y la extravagancia de la mujer barbuda. Como plato fuerte promediando la función presentó al domador y sus terribles fieras que hicieron aplaudir a rabiar a los presentes. Tras nuevas piruetas de enanos y payasos, y un deslucido número de una écuyer que se quejaba de dolor de cintura, llegó el número de Nadia.
La joven salió radiante en un traje azul diminuto que resaltaba su pelo rubio. Llevaba hebillas del color del atuendo que le sostenían el rodete y un collar con una piedra falsa que el Negro había comprado de apuro en la única tienda decente del pueblo. Su padre le ajustó el arnés y la mandó, con una palmada a recorrer el cielo. Comenzó el balanceo y chicos y grandes chillaron de terror.
Pero Nadia lo hacía parecer muy fácil. Sonreía y extendía sus manos como si el vuelo fuese lo suyo y mientras iba y venía colgada de su pelo, sus pies ensayaban un bailecito que enloquecía al público. Sonaba la música clásica y la chica se aprestaba a iniciar el giro final cuando algo falló en el arnés. Voló un mechón de pelo, alguna pieza metálica y la joven cayó al suelo, desde la altura.
Rebotó en el piso de lona con un ruido sordo y espectadores y artistas se abalanzaron para socorrerla. No hubo nada que hacer. La compañía se tomó varios días de descanso y le organizaron un lindo entierro en el cementerio del pueblo.  La mujer barbuda habló sobre las virtudes de la chica y Karamazov alabó a los artistas que mueren en medio de la función. Habló de que el show debe continuar y comunicó que el espectáculo iba a mudarse el fin de semana a los suburbios de Buenos Aires. El Negro abandonó el cementerio entre lágrimas.
Desde entonces, ningún circo quiso volver a presentarse en el pueblo. Decidieron borrarlo de la ruta de los carromatos. Argumentaron una cuestión de cábala.

3 comentarios:

  1. Me llevaste a conocer el pueblo y entré al circo, como todos, a disfrutar el espectáculo. Me reí, me asombré, aplaudí... y se me oprimió el corazón.

    Con tanta sensación junta en un solo cuento, me
    costó mucho, al final, contener el llanto. Pero me aguanté, y venía invicta... cuando surgió la voz de Carlitos desde la radio a mis espaldas, con "La muchacha del circo". Y ahí me desmoroné.

    Vos y El Mago, querida Eva, me dieron pie para una buena llorada.

    Un beso enorme,
    Eliza

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  2. Eli querida. Acabo de leer el comentario. Dejo partir mis cuentos y no les sigo el rastro. Qué suerte que te haya llegado. Era una historia que contaba mi papá que esl el "Negro" del relato.

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  3. Lo más interesante en elpueblo era la llegada del circo ...admirábamos a todos ...y nos hicimos amigos de una niña a la cual invitábamos a nuestra casa y colados de los árboles tratábamos de imitar algunas de sus destrezas ..Hicimos algo parecido a un circo..El Negro preparó un tiro al blanco con flechitas...yo..la función de Teatro..nuestro guía era Pepito de Lonquimay..familiar de Nena...con él preparamos...Fru Fru y En los bosques de la china...teníamos espectadores...Por otro lado estaban los que se colgaban de los árboles de los pies y hacían monerías...Todo muy creativo...No había televisión...Si queríamos circo..lo hacíamos...esa creación vino por La chica del circo ...Se fueron y no tuvimos más noticias...Fue un contacto con otro mundo...en un pequeño pueblo del oeste bonaerense...donde sucedían historias como ésta...

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