Nada hay más agradable, en el otoño, que dar un paseo, un domingo por la mañana, con un buen amigo. A ser posible por caminos solitarios, sin tráfico, a fin de que nada ni nadie interrumpa la conversación o los silencios. A lo lejos se ven las azuladas montañas con las primeras nieves en sus cumbres. Los bordes del camino están alfombrados por las marrones hojas de los plataneros, y un poco más hacia allá se oye el monótono correr del agua. Es un riachuelo pequeño, pero de aguas claras y limpias, frescas.
Es una mañana no muy fría, soleada, y por un camino similar al descrito, paseamos un domingo Azorín y yo. Fue él quien comenzó a hablar.
-He leído su artículo “La voz del difunto”.
-Un poco largo y tedioso, me parece.
-Sí, todos los artículos dejan insatisfecho al autor una vez los ha terminado. Y es que, querido amigo, todo lo humano es perfeccionable.
-Sí, pero la perfección tiene un límite: fatiga mucho estar siempre dándole vueltas al mismo argumento o artículo.
-Evidentemente. Así que convendrá usted en que hay que ir a otros artículos y plantear otros temas y utilizar otras técnicas.
-Sí, claro; en la variedad está el gusto.
-Exacto. Y también convendrá usted, imagino, en que no tiene porqué haber una sola estética.
-Por supuesto. Eso queda muy claro para cualquier persona que haya leído sus artículos.
-Un sola visión empobrece al hombre, ¿no le parece a usted?
-Sí, me parece; pero de ahí a aceptarlo todo...
-Todas las cosas, novelas o cuentos, tienen sus cosas buenas, su lado positivo. Hasta Cervantes lo dijo: no hay libro malo que no tenga algo bueno.
-Lo positivo que he sacado yo leyendo sus artículos es que usted, querido Azorín, tuvo que ser una excelente persona. Y lo sigue siendo.
-¿A qué se refiere usted?
-A que tuvo que ser una buena persona.
-¿Por qué dice eso?
-Pues por eso mismo, porque nunca critica a nadie, y siempre, a todos y a todo, le encuentra su lado positivo. Hasta a doña Emilia Pardo Bazán.
-¿No le gusta a usted?
-Digamos que la detesto amablemente.
-Hombre, no sea usted cruel. Doña Emilia...
-Doña Emilia, querido Azorín, conocía la teoría, pero no sabía ponerla en práctica. Como novelista, y perdone usted, es detestable... Los cuentos que tiene están muy bien. Y el ensayo La cuestión palpitante es digno de estudio.
-Me parece usted un poco extremista.
-¿Usted cree? ¿No leyó usted ningún libro que le dio ganas de cerrarlo a los pocos minutos o páginas?
-Yo siempre he confiado mucho en el lector inteligente.
-Yo no sé si merezco semejante calificativo. Pero, a veces, he creído leer entre líneas en sus artículos. Y a menudo cuando habla de la existencia de dos estéticas, me ha parecido ver una velada crítica a una de ellas. ¿Sonríe usted?
-Bueno, querido amigo, esa es una interpretación.
-Por supuesto. Claro que sí. Pero he creído notar, y si me equivoco usted me corrige, una gran diferencia de tono cuando habla de doña Emilia y cuando habla de Pereda.
-Y estoy seguro, y perdone por la sonrisa, que le parece más sincero el tono empleado con Pereda.
-Efectivamente. Me parece mucho más sentido y sincero. ¿Por qué cree usted que será?
-No lo sé, pero me temo que me va usted a culpar de ello.
-Dios me libre de culparlo de nada, Azorín. Usted tuvo que ser una buena persona.
-Vamos, no exagere. ¿Y por qué dice eso?
-Por la enorme facilidad que tiene usted para meterse en la piel de los demás. O si quiere, se lo diré con palabras de su estimado Baltasar Gracián.
-Me intriga. A ver, diga usted.
-Dice Gracián en Oráculo manual y arte de prudencia que “el sabio estima a todos porque reconoce lo bueno en cada uno y sabe lo que cuestan las cosas de hazerse bien.”
-¡Ah, el bueno de Gracián! ¡Tan agudo como siempre!
-¿No le parece a usted que donde pone sabio se podía poner “la buena persona”?
-¿Sabe? Eso nos llevaría a una vieja y ardua discusión. Aquel socrático diálogo de si el bueno es sabio y el malo quien está errado.
-Bueno, creo que se puede estar errado y no ser malo.
-Depende de qué cuestiones hablemos, ¿está usted de acuerdo con esto?
-Por supuesto. Según usted yo puedo estar errado con doña Emilia, pero no por eso soy una mala persona. Por lo menos no hasta el punto de no merecer su amistad.
-Por supuesto que no. ¿Cómo cree usted que le voy a retirar mi amistad por una cuestión de estética? Estoy seguro de que coincidimos en muchas otras cosas. Y en muchos otros autores.
-Sí, por supuesto. En Ramón Pérez de Ayala, por ejemplo.
-Me gusta. Un excelente escritor.
-A mí también. Es un verdadero placer leer obras de don Ramón. Las máscaras...
-¡Qué excelente libro!
-Mucho. Un gran libro. Por no hablar de sus novelas.
-Efectivamente. Bien, como usted ve coincidimos en un autor. ¿Y Pereda?
-¡Ah, Pereda, Pereda!
-No le gusta.
-El problema que he tenido releyendo sus libros, Azorín, ha sido que me he vuelto a cuestionar parte de nuestra ancha y profunda literatura.
-Eso está bien, ¿no le parece?
-Sí. Me he releído muchas cosas que ya tenía sentadas y juzgadas. Y he tenido que volver a reconsiderarlas.
-¿Y cuál ha sido el resultado?
-Que doña Emilia es una pésima novelista. Que don Ramón Pérez de Ayala es un excelente prosista...
-¿Y Pereda?
-No sea usted impaciente. Con Pereda, lo mismo que con otros muchos autores, tengo que darle a usted la razón.
-Es decir, que le ha gustado. Ya lo sabía. Lo sabía.
-No me refiero a eso, Azorín.
-¿Ah, no? Pues hable usted.
-Me refería a que tiene usted razón cuando dice que hay autores que caen en desgracia, más por motivos políticos que por su prosa, o sus novelas... De Pérez Galdós, lo mismo de que Pardo Bazán, actualmente puede encontrar todos los libros que usted quiera o desee.
-Eso está muy bien.
-Sí, pero libros suyos, Azorín, ya son más difíciles de encontrar, dos o tres como mucho. Y de Pereda, tras toda una tarde de búsquedas, preguntas y peregrinaciones por las librerías, sólo conseguí dos, y en todos los sitios eran los mismos: Sotileza y Peñas arriba. Y de Pérez de Ayala, exactamente igual. Del padre Nieremberg, ni uno.
-Pues sí que lo siento. Es una pena.
-Sí que lo es.
-Pero debe usted tener en cuenta que una editorial es un negocio, y que la venta de libros posiblemente no sea un negocio boyante...
-Ya salió la buena persona que lleva usted dentro. Pero no debe usted olvidar, Azorín, que tampoco la educación es un negocio boyante, ni el teatro...
-Sí, claro, en eso tiene usted razón. El Estado se debería encargar de ciertas cosas. Proporcionar una enseñanza de calidad, educar el gusto estético de las criaturas, hacer que los padres tuvieran libros en casa y que los leyeran. Tener unos teatros...
-Azorín, Azorín.
-Perdóne. Estaba soñando en voz alta.
-Es usted un pequeño filósofo. Y como usted mismo dijo los filósofos son hombres buenos y afables. Es una suerte poder estar con usted.
-Muchas gracias.
-Muchas gracias a usted, Azorín.
Habíamos llegado a la fuente de las afueras del pueblo. Su agua, según el maestro, era tonificante. Siempre que llegábamos allí, bebía un poco. Luego emprendiamos en regreso, en silencio, o hablando mucho menos que a la ida. Aquel primer paseo con el maestro Azorín por aquellos maravillosos paisajes, el camino bordeado de hojas marrones, los altos chopos, el río con su eterno glu-glu, y el silencio, fue una maravillosa delicia. Un perfecto regalo.
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