Enrique
se despertó esa mañana con un presentimiento ominoso. Nunca supo bien porqué,
pero algo andaba mal. Definitivamente.
Haciendo
caso omiso de los malos augures, desayunó como todas las mañanas, café negro y
pucho. Baño y traje. Cada día menos pelo, pensó mientras se peinaba y los pocos
mechones que le quedaban se enredaban caprichosamente en el peine de dientes
gruesos.