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viernes, 3 de junio de 2011

LA BICICLETA ROJA, por Elizabeth Oliver de Abalos, de Montevideo, Uruguay


A mis cinco años, cuando vivíamos en la calle Ponce, era poco común que alguien tuviera una bicicleta si no la usaba como medio de transporte. Por eso en mi casa no había, como tampoco la tenían los vecinos cercanos y ni siquiera mis primos. Eran carísimas en esa época, se vendían al contado y sólo la gente muy acomodada estaba en condiciones de gastar tanto dinero con el fin de destinarla a entretenimiento de los niños.
Sin embargo enfrente, en la casa de mi abuela materna, una bicicleta nueva y hasta empadronada, dormía en el garaje junto con todo lo que allí estaba en desuso. Alguien se la había entregado a mi abuelo para su hija menor, como pago de vaya yo a saber cuál de las genialidades exclusivas que sólo él era capaz de crear. A mi tía nunca le interesó, pero yo me quedaba horas mirándola… aun sabiendo que tendría que esperar muchos años antes que decidieran dejármela usar.
Así estaban dadas las cartas, y la única forma de sacarse el gusto de pedalear era esperando el sábado, cuando papá me llevaba al Parque Batlle y alquilaba un tándem en el que paseábamos toda la tarde.
La bicicletería de Dos Santos, en Avda. Italia y Albo, tenía cuantos modelos existieran en dos ruedas para ofrecer a sus clientes, expuestos prolijamente colgando de sus ganchos en una enorme pared. En la parte más alta había una bicicleta roja de tamaño mediano, tan bonita y reluciente como ninguna. Y yo… quería andar sola… y en aquella bicicleta.
Pasaron semanas antes que papá tomara la decisión que debe haber carburado conduciendo el tándem cada tarde de sábado ― mientras la bicicleta roja lucía su porte allá arriba, como esperando que él la alquilara para mí.
Pasábamos frente a la estatua de Garzón cuando me dijo que esa tarde, en vez del acostumbrado paseo, alquilaría la bicicleta para enseñarme a conducirla… con la condición de mantener el asunto en secreto entre él y yo. ¡Ni que pedirlo!, conocía bien las reglas del juego para que ambos nos divirtiéramos sanamente sin desencadenar una hecatombe familiar.
Cuando entramos al local… el sitio de la bicicleta roja que tanto me atraía estaba vacío… justo ese sábado, ya la habían alquilado. Papá eligió otra con tamaño adecuado para mí, y en la vereda ancha, por Ricaldoni, desde Avda. Italia hasta la fuente, empezó a enseñarme. Se quitaba el cinturón, lo enlazaba a mi cintura, y sujetándolo de la punta caminaba a mi lado mientras yo hacía pininos tratando de conservar el equilibrio, bien seguro de poder evitarme un buen golpe en caso de algún movimiento peligroso.
Así aprendí a andar en dos ruedas sin las auxiliares para niños, que según papá eran contraproducentes a la hora de dejar de usarlas. Cuando consideró que estaba en condiciones de largarme sola, alquiló otra bicicleta para él y andábamos juntos rodeando el parque por la vereda. Pero cada semana, ver el espacio de la bicicleta roja vacío ― alguien la estaba alquilando por sábado y domingo era lo único que me desdibujaba la sonrisa por unos instantes, y aunque nunca dije nada, papá se daba cuenta.
A todo eso se acercaba el Día de Reyes, y yo había pedido una bicicleta. Se me dijo que no sería posible, porque los Reyes no podían gastar tanto dinero. Papá intentaba convencer al resto de la familia de que yo podría conducir muy bien la bicicleta de mi tía, porque "ya está acostumbrada al asiento alto y los pedales del tándem… y que los Reyes le traigan lo que puedan". Tanto en casa como en lo de mis abuelos se discutía el asunto, pero mi viejo era uno contra todos y no hubo consenso.
La víspera de Reyes me acosté sin entusiasmo, a pesar que mi madre enumeraba todo lo que "posiblemente me dejaran los Reyes" para tratar de despertarme el interés por otras cosas que ya estaban previstas y que obviamente, habían costado dinero.
El 6 de enero, cuando desperté, vi en la penumbra algunos bultos a los pies de mi cama, pero no me levanté a mirar. En eso llegó papá, y un rayo de sol entró con él por la puerta, iluminando la bicicleta roja, apoyada sobre el ropero.
Contuvo mis saltos y gritos de alegría, se sentó a mi lado y me dijo: "Como yo sabía cuánto la quería, m'hijita, hablé con los Reyes y les pedí que aunque más no fuera, se la alquilaran en lo de Dos Santos… es suya por una semana".
Así era mi viejo, de quien aprendí siendo tan niña, a ser feliz sin tener plata.

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