No sabría calcular cuántos éramos. Cientos. Quizás miles. Los menos veníamos ilesos, pero con la vergüenza y el dolor pintados en el rostro. La mayoría traía heridas en la cara, un hombro, los brazos. Por eso íbamos a los tumbos, ayudándonos los unos a los otros para avanzar, reprimiendo el temor de encontrarnos con algunos de los de ellos que hubiesen salido de ronda para festejar la victoria.
Caminábamos en un silencio apenas interrumpido por los ayes de dolor de algún herido. De vez en cuando algunos de los habitantes de las casas que había en el camino salían a vernos pasar. Había quien tenía la burla pintada en el rostro y hasta se animaba a hacer alguna chanza. Pero ninguno de los nuestros tenía fuerzas para responderle. Otros mostraban compasión y ofrecían un vaso de agua o un lugar para recuperar el aliento a algún desfalleciente.
Habíamos perdido nuestras insignias y las que logramos defender, escondiéndolas o incluso luchando, estaban hechas jirones. Cualquiera hubiese considerado que aquello que llevábamos en la mano o sobre los hombros eran trapos mugrientos. Para nosotros eran el último resto de dignidad que nos quedaba.
Yo iba con mi hijo de la mano. Había tratado de protegerlo en todo momento, y a fuerza de cubrirlo con mi cuerpo en los instantes más violentos del combate había logrado preservarlo de cualquier daño. Pero no podía componerle el alma. Manuel me apretaba la mano con la suya polvorienta. De vez en cuando dejaba escapar un sollozo y las lágrimas dibujaban grandes surcos en su rostro.
Apenas habíamos comido pero el niño sólo se quejaba de la sed. Una mujer que nos miraba pasar en silencio le ofreció agua y creyó contentarlo ofreciéndole algunas galletas. Pero Manuel los rechazó alunado y ni siquiera se tomó la molestia de agradecerle el gesto. Pensé que no era momento de retarlo.
Llevaba el brazo herido pero no podía recordar en qué momento de la batalla comencé a perder sangre. Había intentado restañarla con un pañuelo mugriento y ansiaba llegar a casa para encontrar cuidado y consuelo en los brazos de mi mujer. Se veía que al niño también le hacía falta su madre porque preguntó varias veces si nos estaría esperando y si tendría noticias de la derrota. Le aseguré que a ella no le importaría vernos llegar vencidos. Que era feliz sabiendo que estábamos bien. Pero él no se convenció del todo y siguió mezclando sollozos e hipos.
Un hombre que caminaba a nuestro lado y había perdido una bota vaya a saber dónde comenzó a revivir los lomentos más aciagos del combate. Recordó la cobardía de algunos que se negaron a avanzar, la torpeza de los encargados de la defensa y la desbandada final, entre corridas y agresiones. Aquel soldado relataba con precisión, como si los estuviese viendo cada uno de los movimientos de los enemigos más habilidosos, y la sagacidad con la que lograron llegar a nuestro campo y batir a nuestros últimos guerreros. Una, dos , tres veces avanzaron, rojos de pies a cabeza. Y cada ataque fue una estocada en nuestro flanco y en nuestras almas.
Hacia Miserere sólo quedábamos unos pocos. La mayoría había elegido caminos laterales donde había menos gente. Ya no quedeban banderas y la vergüenza y el dolor nos nublaban los ojos. Pensé, y creo que no exageraba, que más de uno hubiese dado su alma por caer muerto allí, en el campo de batalla, y no retirarse derrotado. Pero no nos fue dado el alivio de la muerte. Nos estuvieron reservados la tristeza y el deshonor.
Cuando apenas éramos un puñado de hombres sin alma bajamos al subte. En la oscuridad de los túneles el niño se cubrió la remera azulgrana de San Lorenzo de Almagro con un buzo mugriento y se animó a hablar por primera vez. "Fue un desastre, papá. ¡3 a 0 con Huracán! Nos pasaron por arriba".
La Batalla del Desaguadero puede parecer una escaramuza de recreo escolar, comparada con las barras bravas de hoy.
ResponderEliminarMe tuviste en ascuas hasta el final, y eso en los cuentos me encanta. 10 puntos.
Un besote oriental,
Eliza