Un telón acuoso y nocturnal, permitía ver malamente desde el puesto central el ala Este del edificio. Dentro de “La chanchera”, casamata aislada en su primer piso asomándose sobre los tachos de desperdicios, la silueta apenas entrevista de un soldado, con su casco, capote y la punta del fusil.
El suboficial principal Faldutti, soportaba resignado los achaques de su edad poblada de incontables guardias en cuarteles, oficinas navales y algún que otro buque, juntando años en procura de jubilarse con la máxima remuneración posible.
A su lado entintado de rojo por el reflejo del calentador eléctrico, Lencina, el cabo de cuarto([1]) que le había tocado en suerte esa noche chupaba la bombilla silencioso y reconcentrado.
El cabo primero Lencina, como casi todos sus iguales, vieron el agua grande recién en el servicio. Venían de otros mares, de piedra, frío y silencio, o de salitre, calor y silencio, o quizás de vastedades de pastos verdes, viento y silencio.
Nunca dejaba de ser perturbador verlo recorrer los puestos de guardia con el fusil a la cazadora, pardo, chuzo y opaco, amenazante en su estatura.
La puerta de lata chirrió al abrirse.
--¿Y vos que hacés acá a esta hora Ferrari?
-- Estoy encanado suboficial.
--Vení, ya que estás al pedo, cebá mate. Y no me quemés la yerba que si no te hago seguir en cana. ¿Entendiste?
--Sí suboficial.
--¿Cuánto te dieron?
--Siete días.
--Tenés que haber hecho alguna cagada grande para comerte una semana adentro.
--Y sí... depende como se mire.
--Estos pendejos son todos iguales. Siempre le buscan la vuelta, quieren caer parados como los gatos. No depende un carajo. ¿Qué hiciste?
--Vacié un cargador de FAP([2]) sobre un tren, mientras estaba en instrucción.
--Estas loco. ¿Balas de guerra o de salva?
--De fogueo.
--Estás loco igual. ¿Te vio alguien?
--Todos. Cuando disparé desaparecieron todos de las ventanillas. Se deben haber tirado al piso.
--Seguro, los tiros de verdad son humo y plomo, impresionan más los de mentira que son puro fogonazo y ruido. Che, ¿eso no pasó la otra tarde, cuando mataron a Krapf?
--Delante de mí, justo delante. El michi([3]), perdón, el Guardiamarina Krapf venía derechito a levantar mi puesto, después del ejercicio y ahí justo cuando pasaba el tren, sonaron tres tiros y lo vi caer como un muñeco. Me puse loco y disparé.
[1] Suboficial de baja graduación encargado del relevo de los puestos de guardia.
[2] Sigla de Fusil Automático Pesado
[3] Mote despreciativo hacia el Guardiamarina (primer grado de la oficialidad de la Armada).
La cortina de agua repiqueteante y opaca amortiguaba los sonidos de la entrada a la dársena, donde dos marineros yankees, volvían de los piringundines aferrándose a objetos existentes en su alterada percepción de mamados. Después de dos meses de navegación, abstinencia heterosexual y abusos de autoridad varios, decían tener bien merecidas unas copas, que nunca dejaban de ser una botella por cabeza, con etiqueta verdadera de whisky falso, como las promesas patronales antes de embarcar, que de igual modo luego, quemaban las entrañas.
El sumbo([1]) con su experiencia de años en tantos puertos, había aprendido a diferenciar a los tripulantes.
Por ejemplo allí, si eran rubios, altos, vestían con ropa colorinche, invariablemente rellenaban un par de vaqueros y volvían en pedo, eran yankees. Los altos, rubios, casi siempre de ojos claros, mejor vestidos y algunas veces sobrios podían ser suecos o noruegos. Ahora, si eran morochos y menos pálidos, podían ser griegos o turcos, ambos putañeros y curdas.
Había sabido de más de un barco griego que hacía la travesía El Pireo – Buenos Aires, sin bajar a tierra. Al llegar a destino el primer oficial y hubo un caso que hasta el propio capitán, alquilaron por una noche un cabaret para ellos solos, con bebida y mujeres a voluntad. En todos los casos, la cosa terminó en grandes revueltas, con roturas, golpizas de hombres y mujeres e intervención de la Prefectura.
--Ahí van dos gringos. ¿Querés darles un susto Lencina?
--¿Le parece suboficial? Llueve mucho, y está pegajoso del calor, pero si usted lo manda...
--Tres tiritos, al aire Lencina... al aire. ¿Comprendido?
--Comprendido suboficial.
Se asomó al portón de rejas y en un solo movimiento puso rodilla a tierra y tiró de la corredera del arma, que con un ruido metálico y seco alertó a los borrachos.
Se detuvieron paralizados, giraron como monigotes gemelos y al verlo apuntándolos corrieron como galgos sin siquiera respirar, súbitamente lúcidos. Lencina gritó --¡Alto!-- Y obediente disparó al aire tres veces.
El retroceso fue menor que lo habitual.
--Como si fueran de fogueo-- pensó.
***** *****
En el cuarto contiguo a la caldera, sobre un colchón apelmazado y mugriento, cubierto apenas con una frazada decente, “El Rata” empezaba a separar los muslos morenos de una siervita apenas adolescente, que gemía y se contorsionaba al ritmo de su deseo.
--Decime que me querés— urgía la chinita.
--Te quiero como nunca quise a ninguna – mentía el soldado, embutiendo la lengua en su oreja, mientras con la mano derecha le sobaba un pecho.
Ella, sabiéndolo, quería escuchar esos engaños, eran la única justificación para lo que, también sabía, le podía arruinar la vida, o salvarla de aquella existencia breve y ya cansada del olor a lavandina que tanto odiaba, pegado como una costra a la piel de sus manos ya duras y ajadas; de las cartas escritas con letra de colegial, breves y contritas llorando su abandono en la Capital; de la lata chata y angosta en que guardaba dobladitos los billetes desteñidos que fantaseaba, eran el sostén de su futuro.
No pedía mucho. Un hombre, que no fuera borracho, que no le pegara y que le dijera cosas lindas y no la montara como a una perra. No era mucho pedir una casita, en cualquier lado, pero con cama y heladera, con cortinas en las ventanas y con hijos de guardapolvo blanco.
“El Rata”, la excitaba mordisqueando los pezones oscuros y granulosos, en tanto con una mano sostenía firme una nalga y con la otra acariciaba el clítoris desplegado. Ya no pudiendo más con su calentura, peló y tapándole la boca con un chupón intrusivo, penetró. Empujó suave y sostenido. Ya adentro, el roce húmedo lo colocó en la gloria.
Al rato, ya aquietada su urgencia recordó:
“Cuando Ferrari, me llamó aparte el otro día y me pidió tres 7.62, no lo pensé demasiado. Si le cobraba muy caro no había negocio, si muy barato no me alcanzaba para el telo, la pizza y la birra el franco que viene. La Susi no me va a durar si la sigo trayendo aquí.
Godoy, el sumbo Godoy, el suboficial principal armero Godoy, mi jefe, es un tipo cómodo.
--Pibe, tomá la llave de la reja. Todas las mañanas me barrés y me sacas la basura del detall([2]). ¿Comprendido?
--Comprendido suboficial.
--Pibe, cebá mate.
Y yo ya le sé los gustos. La temperatura del agua, la cantidad de yerba con el cachito justo de azúcar para matarle la acidez pero no endulzarlo demasiado...
El siempre se maneja con las planillas. Tantos cargadores de pistola, tantas balas calibre 11.25. Tantos de fusil, tantas 7.62 y así.
--Pibe, ¿hoy hay refuerzo de guardia?
--No, suboficial
--Entonces preparame dos cargadores de FAL([3]) por cada puesto.
Y anota en la planilla, no toca nada, anota y firma abajo.
Además, acá, en la guardia nunca pasa nada. ¿Quién va a revisar el cargador de un FAL? ¿Eh?
Fácil. Tres de veras por tres de salva.
Ferrari se jugó, me dio más de lo que le pedí, tiene suerte, pronto se va de baja. Yo creo que si esto sigue así me engancho.
Y mirando el vientre chato subir y bajar rítmicamente a su lado pensó --Está buena la Susi, y caliente.
******** *********
Usted se queda aquí Ferrari, me dijo el michi puto ese, y me dejó con lo puesto, dos cargadores y una caramañola de agua detrás del caballo muerto. Hedía, y en la mañana de febrero que empezaba a recalentarse, el mosquerío le ponía reflejos azules a la pulpa sanguinolenta que asomaba del vientre reventado. De las cuencas de los ojos asomaban de a ratos unos gusanos amarillos, gordos como cordones de borceguí.
--¿Aquí?
--¿Cómo dijo bicho?([4])
--¿Aquí Señor?
--Sí, Ferrari, aquí. Y espero que defienda bien su posición. Cuando termine el ejercicio, a la caída del sol lo vengo a buscar. ¿Comprendido?
--Comprendido Señor.
Y se fue el muy hijo de puta. Me dejó tirado ahí en el yuyal polvoriento. Minga de sombra, con los gusanos, las moscas, el olor y a doscientos metros el terraplén con la vía del tren y debajo la alcantarilla.
Pensé “pobre matungo pudriéndote al sol” Y yo igual que vos. Todo porque este turro me tiene entre ceja y ceja.
Me la tenía jurada. ¿Por qué? Porque yo nunca bajé los ojos, lo miraba de frente. Cuando el petiso ordenaba lo miraba fijo desde arriba, directo a los ojos. Seguro que era eso lo que le daba bronca, seguro.
Quiso ablandarme haciéndome correr echando los bofes una y otra vez al frente de los demás, decía que yo era un ejemplo para la Compañía. Al frente, media vuelta, cuerpo a tierra – siempre sobre ortiga o cardo - flexionado continuar. ¡Atención! Y yo firme, mirándolo fijo, desde arriba. Ultimo para el baño, ultimo para la comida, primero para limpiar letrinas, sin franco por sucio, por desprolijo, por…por lo que sea. Y yo firme, sin quejarme mirándolo fijo, desde arriba.
Lo primero que hice fue mojar el pañuelo y ponérmelo de barbijo. El olor hacía el aire irrespirable. Encima, ni una brisa. Empecé a sudar. Probé de sacarme la ballenera([5]) pero las moscas se me pegaban al pecho y la espalda. Me dejé sólo la camisa y con la camiseta intentaba espantarlas. Me saqué el casco de acero y seguí cubierto con el interior de plástico, no fuera cosa que también se me frieran los sesos.
A medida que el sol subía transpiraba más y más. Empecé a tomar agua de a sorbitos, por lo menos para poder tragar la saliva que ya amarga y pastosa no pasaba por el garguero.
Cada tanto tanteaba en el bolsillo izquierdo del pantalón. Sentir las tres 7,62([6]) de guerra allí, me reconfortaba, me hacía soportar todo. Metía la mano y jugueteaba con ellas, agradecido de sus cabezas sólidas, puntudas, no como las de fogueo, chatas, inofensivas.
Todo fue espantar bichos, sudar como un chivo, de vez en cuando mirar pasar un tren allá arriba, lejos y abrir bien los ojos al avance del “enemigo”.
Los vi desde lejos aplastando torpemente los pastos altos, reptando en su avance. Los dejé acercarse y cuando se detuvieron arrodillándose para apuntar, les disparé yo. El bípode del fusil bien apoyado en la grupa del caballo. Una ráfaga corta controlando la vibración para no errar el blanco, como me enseñaron Con eso bastó.
El sumbo que los mandaba agitó un pañuelo gritándoles:
--¡Atrás! Troncos navales, larvas de bichos verdes. Les dieron. ¡Atrás!. Si no fueran de salva estarían todos muertos. ¡Inútiles!
Esta misma historia se repitió con igual resultado, primero bajo el sol achicharrante de las dos de la tarde y después cuando había declinado por debajo del terraplén. Yo seguí firme en mi puesto, nunca dejé de estar alerta.
Haciéndose noche, calculé que el ejercicio había terminado. Agazapado fui hasta la alcantarilla que se adivinaba al pié del terraplén ensombrecido. Me paré sobre la rejilla de fierro y apoyé el fusil sobre una saliente del marco de cemento. Mi mente se ocupó solamente en la vuelta del “michi”. Él dijo que regresaría y yo esperaba que lo hiciera sólo. En la levantada de puestos el mío era el primero. Rogaba a algún Dios justiciero y benefactor que viniera sólo.
Al fin, paralelo a la vía, por el caminito que habíamos transitado a la mañana, como traído de la mano por ese Dios al que había invocado, se vino. Desprevenido, verde y chato como una chinche. Al tranquito, tranquilo. Seguro que silbaba.
Yo, calmo, saque las balas del bolsillo, las puse en el segundo cargador al que el Rata le había dejado tres espacios, lo monté en el arma, cargué sin ruido y apoyé firmemente la cantonera en el hueco del hombro. Si contaban los casquillos tendría la misma cantidad que cuando salí al campo. Apunté.
Ellos me habían enseñado que todo lo que está en la mira no es nada, es una silueta, un blanco a batir, nada más. Nunca les había creído, ahora sí.
A todo pitido se asomó un tren por la curva. Me descubrí sonriendo sin proponérmelo. Aguanté hasta que la luz de sus ventanillas iluminara mi blanco con una sucesión de flashes.
Tiré para no errar como me habían instruido. Ráfaga corta, tres tiros apuntando al torso. El primero le dio en el medio del pecho. El desplazamiento natural del arma llevó al segundo a la base del cuello y el tercero al centro de la frente.
Después avancé corriendo, giré de frente a la vía y aliviané el arma, disparando el resto de proyectiles a las luces del tren que con un silbido largo, solitario, huía.
[1] Suboficial
[2] Denominación militar de depósito o archivo
[3] Fusil Automático Liviano.
[4] Por “bicho verde” denominación despreciativa de los infantes de marina, debida al color de su uniforme de combate.
[5] Camiseta.
[6] Calibre de las balas de los Fusiles Automático Liviano y Pesado.
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