Graciela tenía ese persistente insomnio desde muy jovencita. Antecedentes familiares, había. Sin embargo se desató con toda crudeza cuando entró a la facultad. Dormía mal y salteado. Estudiaba de noche y dormía de tarde porque decía que la noche era el momento propicio del día para concentrarse mejor.
Termos y termos de café se preparaba para estar despierta en las horas donde los normales sueñan. Y así hizo arquitectura, entre planos, tiralíneas y cafés. El problema era cuando llegaba el alba y Morfeo no tocaba. Su mamá le alcanzó la primera pastilla. Un inocuo “Alplax”, en realidad medio. Para que pudiera dormirse a la mañana.
Graciela se recibió de arquitecta. Terminó siendo una excelente profesional a la cual la vida no le dio muchos placeres mundanos. Era reconocida en determinados círculos, pero jamás llegó a ser LA arquitecta. Con el tiempo conoció a apuesto médico de la zona norte, hoy devenido en obeso médico de la zona norte. Tuvieron buena vida, cuatro hijos.
Graciela comenzó con el Alplax, y un par de años después del nacimiento de su último hijo le detectaron una hipertensión asintomática, fruto del stress. Debía bajar un par de cambios, le dijo el doctor.
Y allí comenzaron los Valium y los Rivotril, primero tímidamente, con precaución. Luego la cosa se desmadró y los “cuartitos” ya no hacían efecto. No había forma. Incrementó las dosis, junto con la mediocridad de su matrimonio. Antes paseos, pubs, obras de teatro, largas conversaciones hasta la madrugada. Ahora Luis se tiraba a ver TV, a ver su Ríver del alma y la puta que lo parió, pensaba Graciela. A veces alquilaban películas para ver en el gigantesco plasma en las que él, invariablemente se quedaba dormido siempre.
Y las noches de Graciela eran interminables, eran torturas a las que ninguna pastilla le ponía fin. Ella trabajaba a sol y a sombra en el estudio de ingeniería “Cervini”, famoso por haber hecho el Edificio Kavanah, el más alto de Sud América. Y dejaba hilachas de su vida entre el estudio y los chicos. Había días en que llegaba a las 11 de la noche y los chicos estaban dormidos. En ese caso las pastillas servían para mitigar la culpa, que la atenazaba como una trampa adherida a su vientre.
Otros días las pastillas servían para soportar el tedio de su marido, otras para sobrellevar esa reunión con inversores, otra para ver a su madre, y así casi sin darse cuenta, las pastillas entraron en su vida como algo cotidiano, algo normal, algo implícito y sobreentendido.
Un día el estudio tuvo la malhadada idea de mandarla a un congreso sobre nuevas estructuras en Santiago de Chile. Volvió destrozada de esa semana. Con la tristeza consuetudinaria que ya tenía de años, pegada a su cuerpo como una lapa. Cocinaba sin ver lo que hacía, trabajaba sin prestar atención, los besos a Luis eran cada vez más espaciados, ni hablar de la “petit mort”, que hacía años no sentía en su piel.
A los seis meses el estudio le habló de recortes de personal, de maximización de recursos, de no sé cuantas cosas más, y Graciela se encontró sola en su casa sin saber qué hacer.
Estuvo un año tratando de sobrevivir con la indemnización, pero una arquitecta de cincuenta no consigue trabajo de un día para el otro. Ella se decía y repetía “no es soplar y hacer botellas”. Una amiga le consiguió un puesto de vendedora de una tienda de ropa cerca de la casa, en Belgrano. Y allí fue ella con sus pastillas y su sueldo de hambre para paliar las soledades. Se dijo que le dejaría más tiempo para los chicos, mientras se tomaba un Trapax.
Los ansiolíticos dieron lugar a los barbitúricos que a su vez dieron paso a los hipnóticos. Este año la sorprendió tomándose dos miligramos de Clonagin a lo largo del día para sobrellevar los nervios y dos “Dormicum” a la noche para conciliar el sueño. Ya nada hacía efecto y Graciela lo pagaba con sus nervios.
La mañana del 28 de octubre la encontró con la decisión tomada. Sacó un bol de vidrio y lo puso sobre la mesada. Allí abrió y vertió cerca de 100 pastillas, una mezcla extraña de todos los tipos de Valium, más todos los hipnóticos que encontró. Su vida ya no tenía sentido. Su trabajo no era el que solía ser, ella no estaba para ello. Su marido era un mediocre que le regalaba flores cuando cumplían años de casados. Sus hijos más pequeños estarían mejor sin ella. Como un acto mecánico y sin saber porqué espolvoreó azúcar y chocolate sobre las pastillas, para hacer de la muerte un lugar más dulce, tal vez. En eso sonó el timbre y era Sebastián que le venía a pedir de parte de la dueña de la tienda no se qué cosa. Fueron tres cuadras nomás y dejó todo como estaba, para hacerlo al volver.
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Su hija del medio tenía tan sólo diez años cuando suspendió la tarea y vio el bol sobre la mesada. Buena noticia se dijo, pastillas de azúcar de mamá. Y con avidez las comió una tras otra. Hasta el final.
¡¡¡Paaa...!!! ¡Qué final, Carlos! Cuando lo macabro es ARTE, hay que reconocerlo: ¡¡¡Te felicitoooooo!!!
ResponderEliminarUn abrazote uruguayísimo,
Eliza
Chas gracias, amiga. Pero creo que me sobrevaloras!!! Otro abrazo desde esta orilla. Carlos
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