Roberto estaba loco por Beatriz desde hacía años. Ella había terminado la primaria y empezó a trabajar en una oficina del centro. Salía temprano, a la mañana, con su melena enrulada y sus ojos clarísimos. Medio barrio la piropeaba al verla pasar.
El era compañero de correrías de José, el hermano mayor de ella. Andaban pegados desde que les tocó sentarse juntos el primer día de clases de primer grado, en la escuela 34. Entre los dos armaron el primer barrilete. Pero también habían estrenado el mismo día los pantalones largos y fumaron a medias el primer paquete de Particulares.
Cuando empezaron a trabajar; José, en una farmacia y él, en un estudio contable, no dejaron de verse. Reservaban el sábado a la noche para ir de traje bien planchado y mocasines lustrosos a los bailes de Leales y Pampeanos e incluso a algún salón del centro porteño. De ahí salían con nuevos teléfonos para la agenda y el recuerdo de unos ojos negros o una melena dorada. Pero Roberto seguía suspirando por Beatriz desde que tenían unos diez años y junto con José transportaban los baldes de agua a la terraza para mojarla a la chica en las tardes de Carnaval. De nada valía sus súplicas. O pasaba días y días sin salir, o se resignaba a recibir una catarata ni bien ponía un pie en la calle.
La joven no se daba por enterada de la pasión que despertaba. Cuando llegó a la adolescencia, ella caminaba la cuadra con un aire etéreo, si iba sola. O en alegre camaradería si paseaba con sus amigas. Roberto la encaró varias veces, pero ella apenas le llevaba el apunte. Siempre estaba ocupada. A veces, argumentaba que corría a su clase de corte y confección o a la de inglés. Otras, que andaba con el tiempo justo para llegar al trabajo. Alguien le secreteó que estaba enamorada del hijo de un dentista que tenía consultorio sobre la Avenida Mitre, pero él prefirió no creerlo.
Una tarde calurosa de febrero su mamá le comentó como al pasar que se había cruzado con Beatriz en la tienda donde la chica estaba eligiendo una tela para el vestido del baile de Carnaval del club del barrio. La buena señora creyó oportuno aclarar que la elección había recaído en un poplín violeta, al cual la vendedora ofreció complementar con terciopelo y plumas en el mismo tono, para confeccionar un antifaz.
Roberto creyó ver en el fortuito encuentro de su madre la obra de una deidad que quería favorecerlo. Reflexionó que había descubierto que estaba perdidamente enamorado de Beatriz una noche de Carnaval, en el corso de la Avenida Mitre. Ella llevaba un disfraz de colombina y arrojaba serpentinas a los conocidos y aún a los extraños que se cruzaba. Su belleza con ese traje y la desfachatez con que se sumaba a la fiesta lo dejaron prendado. Entonces creyó que la música romántica con que terminaban los bailes del club serían el marco ideal para una declaración de amor.
No se animó a confiarse a nadie, así que disimuló sus planes en la barra de amigos. Aseguró que tenía algunos balances que revisar y se quedaría en casa en la noche del sábado. José se burló durante varios días, pero al final armó una salida con los muchachos de la farmacia. Roberto dedicó las noches a alistar su mejor traje, elegir cuidadosamente las medias de hilo y lustrar sus mocasines para el baile de Carnaval.
El día del festejo la música invadió el barrio desde la hora de la siesta. Los tangos de Pugliese y Di Sarli se oían por los altoparlantes colocados en la vereda del club para que ningún vecino olvidase el festejo. Los carteles de la vereda anunciaban el primero de los “Ocho grandes bailes ocho”. Algunas horas más tarde Roberto entró solo al salón del club que era un mundo de gente. Buscó a Beatriz entre los grupos pero aún no había llegado. Al rato divisó en el otro extremo una melena enrulada y una figura grácil enfundada en un vestido violeta, con un enorme antifaz del mismo color que tapaba el rostro de su dueña. ¡Era ella!
Mientras caminaba al encuentro de la joven decidió que no arruinaría el comienzo de la noche con requerimientos y declaraciones. Iba a demostrarle lo bien que podían entenderse y lo mucho que ella le atraía a través del baile. Quien sabe a la hora de los temas románticos, al final de la fiesta, llegaría el momento de hablar de amor.
Hubo un cabeceo, un breve saludo y unos segundos más tarde ya se movían juntos al ritmo de los temas del Club del Clan. Los ritmos cambiaban, los intérpretes también, pero ninguno de los dos amagó con separarse o cambiar de pareja. En la mitad de la noche ella le pidió que la acompañase al buffet para tomar algo, y mientras salían le habló al oído, pero el estruendo era tal él no pudo escucharla. Ya acomodados en una de las mesas, ella quiso saber a qué se dedicaba y le contó que trabajaba en una oficina. A él le extrañó que su hermano no le hubiese contado detalles sobre la vida de su amigo, pero era hijo único y desconocía los tópicos de las conversaciones fraternales.
Sonó un tema de Palito Ortega y ella insistió en volver a la pista. Allí el volumen de la música les impidió seguir conversando pero a él no le importó. Hacía años que sabía todo sobre la vida de Beatriz. Así que se limitaron a intercambiar sonrisas y señas para coordinar los movimientos de los ritmos más movidos. El baile les demostró que congeniaban maravillosamente y cada tema los encontró más unidos.
Hasta que, intempestivamente, ella recordó que había prometido volver temprano y se despidió. El se ofreció a acompañarla a casa, pero ella se negó con recato. Mientras salía apurada, Roberto logró arrancarle una cita. Sería el viernes siguiente en una esquina de Avenida Mitre. “Sin antifaz no vas a reconocerme-- se rió ella--- Voy a llevar este mismo vestido violeta”. A él le hizo gracia la idea pero anotó mentalmente que debía llevar un ramo de violetas que combinasen con el atuendo de la dama.
La semana se le hizo interminable. Casi no comió y apenas pudo pegar un ojo. Prefirió no franquearse con sus compañeros de trabajo ni sus amigos. Ellos sospecharon que se trataba de un asunto de polleras, pero no pudieron sacarle palabra. Ni siquiera se animó a comentarlo con José, porque no sabía cuan sincera era su hermana con él. El viernes volvió a usar el traje del baile y compró las violetas. Mientras caminaba desde la parada del colectivo vio una figura parada en la esquina convenida de Avenida Mitre. Allí había una muchacha de vestido violeta y melena enrulada, pero ésa no era Beatriz. Caminó lentamente los pocos pasos que lo separaban de aquella desconocida y trató de entender la situación. Pensó en el enorme antifaz, el dato del color del vestido y su tonta certeza de que era Beatriz la primera chica de vestido violeta y rulos en el pelo que se cruzó en el club.
Pero la desconocida tenía una mirada sincera y una sonrisa contagiosa, y decidió dejarse llevar por el juego que le planteó el Carnaval. Aquella noche sí que se animó a hablar de amor aunque ella, que se llamaba Clara, se río de su prisa. El no se descorazonó y la acompañó a muchos bailes hasta que logró el sí. Se casaron en febrero pero ninguno quiso usar disfraz. Ella eligió una enagua ceñida y flores frescas para el ramo. El recicló el traje que mejor le quedaba y le pidió como regalo de bodas que le diese el antifaz violeta. No quiso explicarle el motivo pero aún lo tiene guardado en un cajón de la mesa de luz.
¡Qué bonitas vueltas da la vida! Después de tanto penar y así nomás, de un plumazo, el eterno e incomprendido enamorado viene a encontrar la felicidad donde menos la esperaba con la ayuda del destino, escondido sutilmente detrás de un antifaz.
ResponderEliminarMuy lindo, Eva, prcioso. Contaste esta historia de amor de una forma tan diáfana, tan emotiva. ¡¡¡Sos una genia!!!
Un besote enorme de allende el "charco",
Eliza