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lunes, 20 de junio de 2011

EL VIAJERO DE LA ALCARRIA, por Ramón Cabrera Naveiras, de España


Este cuento ganó el “Segundo premio del Certamen literario “Villa de Medellín 2005” (Badajoz).


“Le agradezco que mi libro le haya inspirado este relato” (C.J. Cela, Premio Nobel)

“La Alcarria es un hermoso país al que a la gente no le da la gana ir”
De Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela.

“Unos niños que están sentados en una cerca miran para el viajero…”

Esto es lo que escribió el viajero.
Luce el sol sobre Gárgoles. Andrés, con otros muchachos de su edad, baja corriendo por los pinos, estrechos y mal trazados senderos de la loma, entre tapias de adobe y viejas casas de pueblo. Sudorosos, inquietos por la curiosidad, todos se sientan en silencio a la sombra que ofrece la pared de una cueva. Desde allí pueden ver al desconocido que al otro lado de la calle se afeita, sin prisas, delante de un pequeño espejo que cuelga de un clavo en la puerta misma del parador. Es alto, delgado, de rostro triangular y frente amplia y despejada. Lleva los cabellos hacia atrás y están revueltos, como si a lo sumo se los hubiese peinado con los dedos. Va en camisa y los pantalones, anchos, grises, le cuelgan largos y arrugados.

“Por el espejo ve que lo contemplan, de lejos, quince o veinte personas…”

Esto también lo escribió el viajero a su regreso.
Lo que hace en realidad -la navaja en la mano, las mejillas, la barba, el cuello, la boca cubiertos de espuma de jabón- es girarse a mirar a sus espaldas. Sus ojos brillan y observan con fijeza, como si estuviese enojado. Pero es que sus pupilas son negras, algo fieras, muy hondas. Luego sigue con lo suyo: moja la navaja en un pequeño recipiente de barro lleno de agua y la hace resbalar por el mentón mientras levanta la cabeza y frunce los labios. Nadie sabe quién es, de donde viene, a donde va, y mucho menos que asuntos le detienen en el pueblo. Gárgoles es un pueblo huertano con unas pocas casas que trepan la costana y una iglesia grande, cuadrada, en cuyo campanario anidan las palomas. Y el río a sus pies. Nada más y nada menos, pero seguramente poca cosa para despertar la atención de los viajeros.
     Mariano, el de Ruguilla, aparece por el zaguán tirando de dos mulas. Saluda al desconocido con un levísimo movimiento de cabeza y, paso a paso, se pierde con las bestias a la vuelta de una esquina. Durante largo rato resuenan los cascos herrados sobre los guijarros de la calle. Andrés, apoyado en el muro, levanta el brazo derecho, extiende el dedo índice, apunta cerrando el ojo izquierdo y hace ademán de disparar contra las golondrinas que entran y salen libremente del parador.
-¡Bang!
Los pájaros revolotean asustados salpicando el aire de manchas blanquinegras. Andrés los persigue con el dedo y continúa disparando hasta que en la línea de tiro aparece el viajero, que seca su cara con una toalla de hilo. Es como si lo tocara, como si lo tuviera a su merced, como si pudiera hacer con él lo que le viniera en gana. El dedo es más grande que el hombre, parece más grande, y el hombre más chico, verdaderamente indefenso ante la amenaza de aquel índice tieso y agresivo.
Andrés no dispara. Nunca lo haría contra el viajero, cuya mirada, presiente, es espejo de lejanos paisajes, de Sevilla por ejemplo, que hace tiempo abandonaron él y sus padres para instalarse en Villa Rosada y de la que añora las risas de los amigos, el bullicio, las travesuras, aquellas carreras por el patio del colegio; quizá también de El Hierro, donde tanto tiempo vivió con su madre y su abuelo, sueño de piedra perdido en el Atlántico, nido de tempestades y calmas que aún parecen animar el ritmo de su corazón. No, Andrés no ha disparado. Disparar hubiese sido lo mismo que atentar contra la posibilidad de compartir con alguien sus mejores recuerdos.
Detrás de él, sobre el terraplén que conforma la entrada de la cueva, Cipriano, el cabo de la Benemérita, le sonríe. Tiene la cara perlada de sudor y resopla como un buey. Parece que sea su bigote enorme y negro, como un cepillo tapándole la mitad de la boca, el que hable.
-No le has dado -dice, y su sonrisa se convierte en risotada que convulsiona su panza opulenta. A continuación añade-: Haces bien en no fiarte de los desconocidos. Por aquí andan pocos y los que hay nunca se sabe qué buscan.

“Las puertas del parador no se cierran jamás…”

El cabo Cipriano se lamenta de que la gente sea tan confiada y no cierre puertas y corra los cerrojos.
-Puerta abierta, mala de guardar -manifiesta, aunque no esté seguro de que el dicho sea así, tan simple y estúpido.
Andrés, sin embargo, opina que el viajero no es un viajero cualquiera. Considera, muy convencido, aunque no tiene motivos, que debería tener entrada libre en todas las casas, igual que las golondrinas en los desvanes, trasteros y zaguanes, y que al caer la tarde bueno sería invitarle a las cuevas a un vaso de vino y unas chuletas para, alrededor de la lumbre, mientras la noche se extiende sobre Gárgoles, escuchar de sus labios historias viejas, relatos de otros caminos y otros pueblos, secretos escondidos en arcones y baúles.
-¿Qué tal tu padre, el general?
El cabo Cipriano, junto a Andrés, apoya su brazo izquierdo sobre los hombros del muchacho. La mano del otro sujeta la correa del mosquetón, que le cuelga a un lado. El cabo Cipriano no espera ninguna respuesta a su pregunta. El general vive recluido en sus habitaciones del tercer piso de Villa Rosada, un caserón restaurado en lo alto del Cerrajón del que nunca se le ha visto salir desde que, hará unos seis meses, se estableció en el pueblo de improviso. Se dice que está enfermo pero, comentarios dichos a media voz y con miedo, que todos se apresuran a olvidar, apuntan razones más oscuras para ese encierro incomprensible. Porque, además, el general no recibe a nadie, o a casi nadie. El párroco de Gárgoles y una monja macilenta del convento de clausura de Cifuentes son las únicas personas que, fuera del círculo familiar, tienen permiso de visita. Son visitas nocturnas, misteriosas, de las que nada trasciende. Para el cabo Cipriano, que conoce todo eso, el padre de Andrés es fuente de innumerables preocupaciones que asume, no obstante, con gusto y disciplina, sin cuestionarse nada, sin sacar conclusiones, no en vano el general es militar de relieve, héroe de la Cruzada y, se rumorea, íntimo amigo del Caudillo. El cabo Cipriano protege y respeta su silencio y su secreto.
El viajero, que ya se ha afeitado, limpia la navaja y la brocha y las guarda en el morral. Debe de ser más de la una y el sol calienta de lo lindo. Los curiosos, poco a poco, azuzados por el hambre o la calor, se han ido dispersando. Un galgo negro lame el agua jabonosa que el viajero ha vaciado del cuenco de barro, enseña los dientes en una mueca de asco y da media vuelta en busca de frescura entre los muros del parador. El cabo Cipriano, resoplando, se ha acercado al viajero. Su obligación es hacer que los extraños dejen de serlo, y más que nunca ahora que el general vive en Villa Rosada. Le pide la documentación, la examina, se la devuelve, le pregunta algunas cosas, se entera que es escritor aunque no entiende muy bien de qué ni para qué, le saluda y se va. Andrés ve cómo atraviesa la carretera, seguido por su pareja, cruza el río, pasa cerca de Santa Lucía y sube la cuesta del Cerrajón para, cumpliendo uno de sus deberes en la ronda diaria desde Trillo, presentar sus respetos al general.

“El viajero entra en el comedor, una habitación cuadrada con el techo muy alto, y en el techo, las desnudas vigas de castaño al aire…”
Andrés, aunque el viajero no lo mencione, también entra en el comedor y se sienta en una mesa, no muy lejos de la del desconocido. Hasta él llega el olor a ajo de la sopa, de color rojizo por el pimentón. Del plato se eleva una espiral de humo que obliga al viajero a alejar el rostro, a remover el líquido ardiente con la cuchara para enfriarlo, a probar un sorbo con cuidado. La criada sirve un refresco a Andrés, como siempre que el chico se deja caer por el parador, charla con él brevemente, muy seria, y se aleja hacia la cocina. Antes espanta con la mano dos moscas que revolotean alrededor de su nariz.
-¿Cómo te llamas, niño?
El viajero ha optado por dejar que la sopa alcance por sí sola la temperatura adecuada. No hay nadie más en el comedor y hace rato que ha sorprendido la persistente atención del muchacho a cada uno de sus gestos.
-Andrés.
-¡Ah!
-Andrés Gil de León.
El viajero, que es hombre letrado, advierte enseguida que ese apellido no es de la Alcarria. Además le suena de algún lado.
-¿De donde eres?
-De Tenerife. Pero mi padre es de Madrid. Mi padre es el general.
-¿Qué general?
Andrés se encoge de hombros y repite:
-Pues eso..., el general.
-¿Un general de verdad, de los de estrella de cuatro puntas?
-¡Claro!      
-¿Y vivís en Gárgoles? ¿También el general?
El viajero adivina una buena noticia para el libro que quiere escribir. Esperaba, cuando salió de Madrid, cualquier cosa en este viaje menos cruzarse con un general. Un general, como mínimo, ocupará dos páginas, dos páginas que podrían ser jugosas. Un general, ya se sabe, da para mucho.
-Sí. Con mi madre y Genoveva.
-¿No tienes hermanos?
-No.
-¿Y te gusta este sitio?
Andrés permanece pensativo.
-El general -contesta-, dijo un día a mi madre que debíamos mudarnos a Villa Rosada. Villa Rosada es mi casa, la que está ahí arriba -y señala una pared cualquiera.
Al viajero, que ha aprendido a leer detrás de las palabras, no se le esconde que al muchacho no le agrada demasiado aquella tierra, que en Villa Rosada es el general quien decide y que sus órdenes no admiten discusión. Porque Gil de León, por fin lo recuerda, es un tipo duro y de cuidado.
-¿Andrés Gil de León, dijiste? ¿Es tu padre el general de Africa? -al viajero no le importa ser curioso, aunque como Merceditas en Brihuega, alguien se le espante. Los libros no son más que un cúmulo de curiosidades de sus autores y él va a escribir uno de sus andanzas por la Alcarria. Pero no parece que a Andrés le importune demasiado el interrogatorio-. ¿Podría charlar con tu padre?

“El galgo negro lo mira con atención y ni se mueve...”
A Andrés, años después, le hizo gracia leer esa frase impresa. Porque lo cierto es que es él quien mira al viajero con los ojos muy abiertos, sorprendido por la pregunta, sin atreverse a hacer otra cosa que contemplar como aparta el plato de sopa vacío y lo sustituye por otro que contiene una tortilla de escabeche. Finalmente se le escapa un no tímido e indeciso.
-¿No?
-El general está enfermo y no recibe.
-¿A nadie?
Andrés vacila antes de responder:
-Únicamente al señor cura y a una monja de Cifuentes. Y a mi madre también. Yo no le veo nunca.
Al viajero la voz de Andrés le suena triste, como el tañido de una campana abriéndose paso a través de la niebla. Piensa el viajero, sin embargo, que seguramente la tristeza no esté en la voz, o no del todo en ella, si no en el niño que le habla y que le observa. La tristeza de un niño impregna cuanto alcanza. Y, sin saber por qué, lo supone perdido en la Alcarria, perdido en su propia casa, perdido entre los suyos, lo que es, sin duda, la peor de las perdiciones. Al viajero, de pronto, Andrés le produce una pena infinita.
-Alguna vez sí que le verás, supongo. A los padres siempre les gusta charlar con los hijos.
-Antes, cuando vivíamos en Sevilla, recuerdo que le veía un poquito. Ahora nunca. Mi madre dice que no le conviene.
- Bueno, si tu madre lo dice... -admite el viajero sin convicción-. La debes querer mucho, ¿no?
-¿Ha estado usted en El Hierro?
Al viajero esta pregunta inesperada le deja en suspenso. Es como tirar de un hilo y averiguar, así de repente, que se ha desprendido de la madeja.
-Pues no, la verdad. ¿Y tu?
A Andrés se le escapa un gesto de decepción al creer descubrir que aquel hombre es menos viajero de lo que suponía. Y entonces no le interroga, como también quería hacer, sobre Sevilla, ni le pregunta por su colegio y por los compañeros a los que no sabe cuándo volverá a ver. Sólo le dice, con nostalgia:
-Sí. Mi madre es de allí. Y mi abuelo también.
-Bonito lugar, ¿no?
-Lo pasaba muy bien. Iba a pescar y mamá hacía collares con las conchas que encontrábamos en la playa -Andrés apoya la cabeza entre las manos, observa fijamente al viajero y le pregunta-:  Señor, ¿y el mar? ¿Sabe usted donde está el mar?
-Muy lejos, muchacho, muy lejos.
Andrés suspira y calla. En el breve silencio que sigue el viajero se arrepiente de lo que ha dicho. Porque le hubiera sido fácil contentar al niño, poner el mar, todo el mar y la isla entera de El Hierro entre sus manos infantiles y, en cambio, lo único que supo hacer es lo contrario: provocar que en la mirada de Andrés asomen dos minúsculas lágrimas que a duras penas el muchacho es capaz de contener.

“El viajero, después de comer, se suelta las botas, pone el morral por almohada, se emboza con su manta y se echa a dormir en el suelo...”
Así está escrito, pero así no fue como ocurrió. El viajero no duerme, medita acerca de la soledad en el claroscuro silencioso del zaguán del parador, cuando ya el mediodía se inclina hacia la tarde y el pueblo se ha amadrigado bajo el sopor de la siesta. La soledad de los niños, se dice, es una vergüenza en la conciencia de los mayores, es la alegría amordazada. El viajero imagina a Andrés, el niño, detrás de alguna de las ventanas del caserón que se levanta sobre la colina, en la otra vertiente del valle: lo ve con la nariz y la frente pegadas a los cristales y la mirada triste muy abierta hacia una tierra extraña que alimenta en su corazón la amarga semilla de la añoranza. Las nubes pasan delante suyo, tal vez también un pájaro que emigra; el viento, siempre peregrino, va y viene entre los árboles mientras el río, en la hondonada, se persigue incansable a sí mismo; por la carretera el destartalado autobús de Floravilla desaparece en una curva. En Villa Rosada, sin embargo, el tiempo y el espacio se han detenido porque desde ella no hay caminos que conduzcan a parte alguna. Villa Rosada es una jaula de piedra en la que Andrés desgrana minutos que le saben a desesperanza. Pero la culpa no es de la tierra, nunca lo es, se dice el viajero, si no de los seres que la habitan. Y ante sus ojos, que el cansancio y el calor mantienen en una relajante lasitud, semicerrados, se le aparece la figura del general, autoritario, distante, frío y silencioso, y la de la madre de Andrés, una sombra confusa y sometida. De alguna manera, por algún motivo, han abierto un foso que los separa y distancia de su hijo.

“Desde Gárgoles sale una carretera que va directamente a Sacedón y que corre varias leguas a orillas del Tajo...”
La carretera pasa justo por debajo del Cerrajón. Muy arriba, encima de la colina, Villa Rosada se perfila contra un cielo azul y claro. El viajero, apartándose un poco de su ruta, decide acercarse hasta la casa. Por el camino, que es duro y difícil, se cruza con un hombre que carga un saco a sus espaldas.
-Hace calor, ¿eh?
-Lo hace, sí señor.
Ambos se detienen y se miran. El viajero se seca el sudor de la frente con el brazo. Pregunta, señalando la casa:
-¿Vive alguien ahi?         
El hombre deja el saco en el suelo y se sienta encima.
-Se nota que es usted forastero -responde con suspicacia-. Y de lejos. Si fuese de por aquí sabría que es la residencia del general. Todos lo saben.
El viajero simula haberlo olvidado.
-¡Ah, claro! El padre de Andrés, ¿no?
-Sí señor, el padre de Andrés.
-Buen chico. Le conocí en el parador. ¿Me podría usted decir...?
-Depende.

“La gente de Gárgoles es trabajadora, decidida, quizás algunos un poco huraños...”
Escasa información ha conseguido el viajero del hombre que ahora baja la cuesta y que de vez en cuando se gira para observarle. Que las actuales campanas de la iglesia son un regalo del general; que él no le ha visto nunca pero sabe de sus méritos; que si está enfermo es por España, por las penalidades de la guerra, por su vida de sacrificios para salvar a la patria; que a lo mejor se cuentan cosas pero que él duda de todas y que prefiere, como Santo Tomás, Dios le perdone, no creer en nada que sus sentidos no hayan comprobado.
-Además -ha añadido para terminar, mosqueado por la insistencia del viajero y echando a caminar-, aunque yo sea de tierra adentro he oído decir que por la boca muere el pez.
El viajero presiente que la hosquedad de los naturales de Gárgoles no es innata, sino impuesta. El general es una losa bajo la que ha quedado sepultado todo el pueblo. Pero en su cuaderno de notas apunta huraños, sin explicar causas ni motivos. Ésa es la palabra que pondrá en el libro. Ni quiere perjudicar ni meterse en líos. Otros vendrán, tal vez, con la verdad por delante.  
El sendero, que sigue subiendo, se bifurca a la izquierda. Como no va a entrar en Villa Rosada, aunque se encuentra a dos pasos, duda entre tomar ese desvío o regresar a Gárgoles y seguir la carretera hasta Trillo. Opta por lo primero y para hacer más agradable el trayecto se agacha, arranca de la tierra seca unas ramitas de espliego que acerca a su nariz, huele y luego coloca con cuidado sobre su oreja derecha. En ese momento oye que le llaman:
-¡Señor! ¡Señor!
Es Andrés, asomado al murete de piedra que cierra de un extremo a otro el porche de Villa Rosada. La tarde es limpia, de una serenidad agobiante, y la voz del niño llega hasta el viajero con absoluta claridad. Tiene los brazos alzados y los mueve en un espontáneo ademán de amistosa despedida. El viajero sonríe y le devuelve el saludo. Andrés pregunta:
-¿Me diría usted su nombre?
-¡Faltaría más! Camilo, me llamo Camilo.
-Yo, Andrés.
-Lo sé, me lo dijiste antes -y se le ocurre añadir-: ¿Sabes? Sí que he estado en El Hierro. Lo había olvidado.
-¡Oh! ¿Volverá usted alguna vez?
El viajero no acierta con la respuesta. Y es el muchacho quien asegura:
-Yo seré escritor. Usted lo es, ¿verdad?
-Bueno, más o menos.
            -Cuando sea mayor escribiré un libro sobre mi padre. Un libro de muchas hojas.
El viajero, mientras se aleja de Villa Rosada, piensa que a lo mejor el oficio de escritor no es el más adecuado, que para encontrar la felicidad, el sentido de la vida, no son muchas las palabras necesarias. A menudo basta con una o dos. El general, seguro, es dueño de las pocas que a Andrés le hacen falta. Entonces detiene el paso, se gira y alza la vista hacia la casa. Y grita:
-¿Ves el río que corre por el valle? Síguelo un día, sin apartarte de su curso. El te llevará al mar. Y en el mar siempre habrá un amigo que te espere.
El viajero aguarda unos segundos. Andrés, bajo el porche de Villa Rosada, no se mueve. Quizá no le haya oído. O quizá sí, y sonría feliz por vez primera en mucho tiempo. El viajero no repite lo que ha dicho. Da media vuelta y sigue su camino. Gárgoles queda a sus espaldas.

Nota del autor: Las frases entrecomilladas pertenecen al libro “Viaje a la Alcarria” de CJC


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