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jueves, 23 de junio de 2011

RICARDO CORAZÓN DE LEON ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina

Ricardo era de familia acomodada. Padre abogado y madre médica. El era el menor de seis hermanos. A duras penas terminó el secundario y luego de mucho insistir sus padres se anotó para la Carrera de Maestro Mayor de Obra, carrera menor comparada con la de sus progenitores, pero profesión al fin.
            Abandonó a los seis meses y fue un cabeza fresca durante años. Hasta que la pegó con un emprendimiento productivo que de la nada le dejó como seis departamentos. Fundó una constructora y financiera, y orillando los cuarenta era todo un potentado.
            En las reuniones familiares el comentario era su falta de cultura, pero familia clase media con ínfulas de más - al fin y al cabo – era el orgullo de la familia por su alto poder adquisitivo. Cada vez que llegaba no faltaban regalos suntuosos para todos, sobrinos, hijos, padres, abuelos. Y ello si no era navidad. Para esas fechas todos esperaban a “Ricardito” porque sabían que sus presentes eran obscenos. Y todos le hacían el coro porque sabían para donde disparaba el vil metal.
            Cerca de los treinta conoció a una linda piba, maestra de jardín, con pocas ambiciones y mucho útero. Le dio cuatro hijos, uno más lindo que el otro. Al poco tiempo de nacer el último se mudaron a palacete en Barrio Parque, saludándose cada tanto con Susana Giménez o con algún que otro arribista con plata que habitaba esas orillas.
            Ricardo no tenía vicios visibles. En su juventud algún que otro porrito con amigos del colegio y cuando pintaba la cosa iban a un boliche y se pegaban una buena borrachera. Pero de sus años mozos, sólo le quedaron el gusto a algún que otro cigarrillo fumado socialmente, un par de vasos de vino con la cena y paremos de contar.
            Fue sin muchas ganas con amigos a los casinos de Mar del Plata y de Bariloche, perdió un par de pesos y se desinteresó. Lo mismo con las carreras de caballos. Conocía Palermo y San Isidro, pero jamás se desesperó por esos matungos que corrían drogados en carreras arregladas.
            Ricardo era un tipo que tenía más calle que Florida. Conocía todos y cada uno de los recovecos de la vida, desde los más transparentes hasta los más oscuros. Veía a alguien a los ojos y te podía decir si era un buen o mal tipo. Era un don que tenía. Y un tiburón para los negocios. Tema que tocaba lo convertía en dinero.
            Con esos antecedentes, no había casi flanco por donde entrarle. Padre amoroso, buen marido e hijo, excelente hermano. Sin embargo ese “casi” tenía una arista filosa, dura, jodida. Era una arista difícil de pulir, difícil de soslayar. Era un vicio “no social”, era un vicio oculto, de esos que bien contados causan gracia, pero en el sillón del analista, espantan.
            Ricardo era un adicto al sexo. En todas sus formas y variantes. Comenzó a los diez años al ver que si se tocaba con premura se producía un inmenso placer. Ya para los once años la autosatisfacción se le hizo una costumbre compulsiva.
            A los trece varios amigos del barrio lo invitaron a “debutar”. Fueron a un “sauna” como se decía por los ochenta y cuarenta minutos después de entrados, y con los amigos esperando impacientes, el escándalo fue mayúsculo cuando una mulatota salió del “privado” a los gritos diciendo que ese muchacho era un anormal, que quería cuatro al precio de uno.
            Siendo joven tuvo varias novias. Novias de ir a la casa y hablar con los padres. Las novias no se quejaban de él en lo más mínimo, al contrario. Todas quedaban perdidamente enamoradas. Era buen partido, estudioso aunque algo disperso, bien educado y por sobre todas las cosas, era insaciable. De hecho tan insaciable era que cuando salía de verlas y cumplir con ellas, Ricardo se iba al cabaret y hasta que no amanecía no volvía a la casa.
            Era evidente. De todos los vicios habidos en el mundo la lujuria era el suyo. Y en cantidades descomunales. Ya más grande y con la primer guita fuerte en el bolsillo, “Richard” – como lo conocían en los ambientes de la noche - era un habitué incansable de los boliches de onda, en especial de los de lujo. No había lugar donde él no entrase y ahí mismo le descorchasen una botella de champán.
            No había caso, lo de Ricardo era el sexo. Sexo compulsivo, sexo desenfrenado, sexo a toda hora, con quien fuera y en donde fuera.
            Sobre los 90 se casó. Amainaron por un tiempo los ardores y la adicción. Por un tiempo. Luego del cuarto hijo y “cerrado el negocio” de la parición Ricardo volvió a las andadas. Y esta vez era en cualquier lugar y a toda hora de nuevo. A la salida del trabajo se sorprendía tomando “Chandón” en Shampoo con tres rubias pechugonas a las que invariablemente las atendía. Se conocía todas las técnicas, todos los manejos, todas las posiciones. Hacía que una mujer tocara el cielo con las manos. Tuvo cinco amantes en su desenfrenada carrera. Con todas terminaba invariablemente de la misma forma. La familia por sobre todas las cosas, y cada uno por su lado. La última fue peor. Vecina del barrio. Un metejón de aquéllos y encima adicta al sexo como él. Le tomó dos años sacársela definitivamente de la cabeza.
            Orillando los cincuenta comenzaron los apremios económicos fruto de sus excesos. De tener más de 30 propiedades pasó a tener tan sólo la casa y un par de departamentos más. Entonces el declive se hizo patente y cruel. Ya no era Recoleta y sus bares exclusivos. Merodeaba la calle Moreno, en Once, o Virrey Cevallos, en Constitución. Allí supo lo que era el olor a sudor rancio, a cuerpos mal lavados y a las apuradas. Tocó fondo el día que conoció a “Muriel”. Era espectacular pero estaba en Lanús. Cosa extraña pensó. Cierto acento mestizo y la confesión de que era boliviana. Cuando se desnudó por completo resultó ser “boliviano”. Luego de dos horas donde Ricardo jamás volvería a ser el mismo, al sentarse en su BMW último modelo, sintió los dolores de la aventura.
            De regreso a su casa se dijo que era suficiente. Que ya estaba bien. Que con el pucho le alcanzaba. Que no podía estar preso de tamaña adicción, de tamaña autodestrucción.
            Cerca de los 65 le detectaron un soplo en el corazón. Un chequeo de rutina le dijeron y además queremos ver mejor de qué se trata esa manchita.
            Entre los análisis descubrieron que tenía HIV desde hacía años. Y que sólo se podría tratar para mitigar sus efectos. Pero que tenía los días contados. Es sabido que el dulzor de las mujeres puede ser el lugar más codiciado de la tierra. Y que allí se encuentran los amaneceres más maravillosos y también los infiernos más temidos.

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            Hace ya cuatro años que se nos fue. Yo lo visito todos los meses en el Cementerio Parque de Pilar. Era mi gran amigo. Y juro que en todo ese tiempo jamás vi acercarse a una sola mujer. Lo juro por Dios.


2 comentarios:

  1. De los que mueren en su ley se puede decir "que les quiten lo bailado", lo que no es poca cosa ni es para cualquiera.
    Otro más para "la cole" de los cuentos que me gustan.
    Un abrazo sin más cenizas chilenas pero con un frío de morirse, acá "del otro lado",
    Eliza

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