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lunes, 27 de junio de 2011

MELINA, por Irene Avilés de Buenos Aires, Argentina.

Cuándo nos casamos fuímos a vivir a Temperley, en un minibarrio que se llamaba “Nueva Italia” a pocas cuadras de la avenida principal.

Era un chalet grande con dos departamentos atrás, el primero era el nuestro, amplio cómodo y luminoso. Pero veníamos de Barracas donde dejamos a  todos nuestros amigos y parientes, así que no creía que duráramos mucho tiempo en el culo del mundo.

La dueña de la casa era una señora italiana de mediana edad, enfermera, lo mismo que sus dos hijas mayores ya casadas, en el Hospital Siquiátrico que quedaba a pocas cuadras; un loquero famoso. 

Tenía un temperamento volcánico que solía sacar a relucir para hablar pestes de la Argentina y yo le hacía frente, lo que desataba discusiones donde siempre terminaba mandándola a la mierda y para rematar, invitándole a volverse a Italia.
Y estaba Melina la hija menor, soltera, muy joven, una belleza rubia impresionante que nada tenía que ver con el aspecto y carácter del resto de la familia: morochos, gordos , retacones y con  mala leche, todos del mismo pueblo de Sicilia.
En seguida congeniamos, tal vez por la edad, tal vez porque las dos nos sentíamos fuera de lugar. Le dí un juego de llaves y ella se ocupaba de limpiarme la casa mientras yo iba a trabajar, porque decía que así escapaba de la suya. Cuándo volvía me esperaba con café y alguna torta que horneaba cosa que le agradecía ya que mis habilidades culinarias eran poco menos que nulas.
En esos atardeceres comenzamos a intimar, Melina sobre todo, encontró en mí una oreja bien dispuesta a escucharla. Poco a poco me contó de su amor secreto: un muchacho argentino con el cuál se veía a escondidas con la complicidad de su hermana mayor, y al que no pensaba dejar ni con amenazas de muerte y yo le creí porque con semejante ascendencia no hablaba por hablar.
Pero el asunto se complicaba ya que los padres habían sellado una alianza matrimonial entre Lina y el hijo de un paisano con mucho poder y más dinero y a pesar de sus desplantes, rebeldía y caras de asco hacia el galán el casamiento era algo decidido, y esa gente tampoco decidía para echarse atrás.
Ella estaba desesperada, para colmo el novio paisano tenía ya casi terminado un chalet de lo más ostentoso  para recibir a la futura esposa.
Una tarde me llevó a ver la casa que le tenían destinada y de paso yo conocería el barrio, durante el paseo Melina me contó que en el lugar estaban todos emparentados y ella sabía que era vigilada muy estrechamente por “La familia”.
Cuando volvimos y mientras preparaba la cena no hacía más que pensar en el drama de esa chica y como iba a poder salir de semejante brete; esa noche olvidé poner sal en la comida y decidí que de una buena vez debía aprender a cocinar sino quería mandar al diablo mi flamante matrimonio.
Pasaron unas semanas y una tarde, al volver, no encontré a Melina en casa. Pensé que estaría en sus propios asuntos y me dispuse a ordenar y organizar las tareas pero, en lugar de eso tiré los zapatos y la cartera a la mierda y me zambullí en la cama. Estaba en el letargo que precede al sueño cuándo oí el estruendo de la puerta del departamento, que dejaba sin llave, al estrellarse contra la pared y a los pocos segundos ví a la tana mayor a mi lado que, sin darme tiempo a reaccionar me tomó del brazo y levantándome con un violento sacudón arrastró mi confundida humanidad tras ella.
Mientras la vieja me llevaba en raudo vuelo yo pensaba ¡Que fuerza tiene la petiza! Porque más de metro y medio no medía. Cruzamos la cocina de su casa hasta llegar al dormitorio, allí me soltó.
Lo primero que vi, porque era imposible no verla, fue la cama: inmensa, negra, imponente y a los pies de la misma un arcón del tiempo de Las Cruzadas.
Melina tirada en el suelo lloraba a grito pelado. La madre abrió la tapa del arcón y comenzó a hacer volar por el aire gran cantidad de camisones, sábanas, manteles. Todo a mi alrededor se llenó de encajes, sedas, rasos, tules, hilos, puntillas y bordados exquisitos.
-¿Sabés que es esto? ¡El ajuar de ésta loca! Lo vengo preparando desde que nació –yo muda y la tana siguió- La ví rubia, linda porque, mirala ¡Es linda! Entonces me dije: a ésta la caso como una reina ¿Pará qué? ¡Para que echara al novio que es una joya de muchacho podrido en plata! Y ¿Sabés porqué? ¡Porque le hizo una inocente demostración de amor!
Se dio media vuelta y enfrentando a la pared comenzó a gritar frases en italiano que yo no entendía ya que la furia le hacía hablar en un dialecto cerrado e incomprensible.  
Me fui corriendo a casa y cerré con llave mientras escuchaba el llanto de Melina que por lo visto había buscado refugio en lo que yo ya estaba convencida que se había convertido en la casa del pueblo.
La encontré sentada en la cocina, sin hablar una palabra le preparé un café se lo puse en la mesita y le dije –Ahora pará de llorar y contame.
Poco a poco se tranquilizó y empezó a relatar los hechos: Estaba sola en su casa cuándo entró el novio oficial, se sorprendió muchísimo ya que las visitas en solitario estaban prohibidas, pero para no demostrar temor que era lo que en realidad sentía, le ofreció un café. Siempre de espaldas a su enamorado lo sirvió y al darse vuelta para llevarlo a la mesa se topó con el tanito que, sudoroso, con los ojos inyectados en sangre y temblando de pies a cabeza se había bajado el cierre del pantalón exhibiendo como trofeo de amor “Una cosa grande, negra y repugnante” – Palabras textuales de Melina – ante lo que ella, lanzando un alarido dejó caer el café hirviendo sobre “La cosa”, y no conforme con esto, tal era su indignación, agarró la cafetera italiana que era pesada y empezó a darle golpes  en la cabeza corriendo tras él que, despavorido, huía aullando de dolor por la quemadura y por los golpes.
La escena la vio todo el barrio, pero eran tan machistas que la crucificada fue Lina y ante semejante despliegue sexual el casamiento era obligado en nombre del honor y las buenas costumbres.
Una semana después llegó mi marido con la noticia anhelada: había conseguido un departamento precioso en Barracas ¡Volvíamos! Pero yo no me iría con la angustia de saber como se resolvía el drama de Melina.
En definitiva tardamos casi tres meses hasta mudarnos porque hice lo imposible para alargar el trámite, a pesar de las ganas que tenía de irme, así que fui testigo de los acontecimientos.
En un mes casaron a la pareja. La tana mayor no tuvo más remedio que invitarnos pero nosotros fuimos a la Iglesia solamente, no queríamos saber nada de la fiesta porque justo en esa época veíamos mucho cine italiano y nos daba una especie de pánico estar en medio de esos desorbitados festejando un casamiento, o festejando lo que fuera, eran demasiado extremistas en sus sentimientos, en todas sus demostraciones tanto de amor como de odio y a las pruebas me remito, como diría un abogado.
Pasaron quince días y Lina con su flamante marido volvió de la luna de miel. No le vi ni el pelo, pero la tana vieja andaba de un humor endiablado. Como el tiempo era precioso y las tardes se veían con una luz dorada entre los árboles que estaban bordeando el corredor al que daban tres ventanas de mi departamento, solía abrir una de ellas y ponerme prosaicamente a planchar las camisas de mi marido, en eso estaba cuando apareció la hermana mayor de Lina, nos saludamos  y ella se quedó mirando como trabajaba hasta que, con voz muy suave y mucha delicadeza para hacerlo me dio una clase magistral de planchado de camisas. Fue tan fácil y quedaba tan perfecto que nunca en mi vida lo olvidé y cuándo plancho una camisa lo hago según sus sabias instrucciones.
Pero en voz aún más baja me dio noticias de Melina, noticias que a conciencia de lo que hacía acababa de desparramar por todo el barrio.
El flamante marido aún no había podido consumar el matrimonio: las quemaduras y el terror que le inspiraba Lina se lo impedían, pero, según ella opinaba después de haber enterado a la inmensa familia de la “impotencia” del tanito, los problemas de Lina se arreglarían.
Y se fue con una sonrisa sobradora tipo Sofía Loren tamaño pequeño, ¡Que gente retorcida y vengativa!
No fuimos y solo me despedí de la hermana de Lina, le dejé mi dirección por si se la podía dar a ella.
A año recibí una carta desde Nueva York, de Melina, junto con una encomienda. Primero leí la carta: a los pocos días de irnos el marido se pegó un tiro para “Lavar el honor” ante la familia y el barrio, Lina quedó con una fortuna para nada despreciable y sobre todo libre de hacer de su vida lo que quisiera: era viuda y rica.
Estaba casada con su novio argentino, arquitecto y buena persona en resumen era muy feliz y me daba las gracias por haberla ayudado, no sé de que modo pero ella lo creía así.
El paquete contenía un lujoso estuche de Cartier con un prendedor de oro y brillantes: una pequeña cafetera italiana.

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