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viernes, 24 de junio de 2011

MARIPOSAS AMARILLAS, Elizabeth Oliver de Ábalos, de Montevideo, Uruguay

Camina Mauricio pateando latitas por la arruinada vereda, taciturno y cabizbajo, sumido en pensamientos que  de tan jodidos   le retuercen las tripas…
Sube UTE, OSE, ANTEL, los combustibles… y atrás de eso subirán hasta los tristes fideos cavila ¿cómo hará para comer ahora?
Desempleado crónico, buscador de changas que ya no reclama nadie, hurgador de tachos limpios que guardan porquería mugrienta… y sin huevos para robar siquiera una manzana del piso de algún puesto.
Pero el tarifazo no lo alcanza del todo. Por lo menos —se jacta— con una sola lamparita alumbra el rancho, trae agua del surtidor de la esquina, y no tiene teléfono ni auto.
Casi a las seis, con las manos en los bolsillos y un tango en el silbido, llega al hospital. Muestra la tarjetita arrugada por el uso y pide un número. "Está vencida"  — le dice la mujer de túnica de atrás del mostrador —  "tiene que renovarla."
Mauricio, con un gesto de dolor que ya casi se le aquerenció en la cara, pide que se la acepte… por hoy... Pero no tiene suerte, el "¡pase otro!" de la mujer, y el empujón de la gorda de atrás, sirven de escolta para su triste retirada.
Otra vez en la calle, desanda el camino de vuelta con las manos vacías. Mira hacia abajo, buscando alguna cosa perdida que levantar. Sale un hombre con un tacho y lo pone en la vereda… todavía no ha pasado el basurero, ¡Mauricio está de suerte! Cuando el hombre entre revolverá el tacho a ver si puede salvar el día.
Recostado a un árbol y silbando el mismo tango, se alisa la ropa con las manos, como haciendo tiempo. Pero el hombre no entra, se le acerca con otros dos y lo sacan carpiendo, como a un chorro o a un apestado.
Más adelante, no hay nadie a la vista y se anima a desatar una bolsa y a abrir un envoltorio. ¡Adentro del diario hay yerba!, ¡qué bien! Tiene algún pucho y un poco de ceniza pero sirve. ¿Y en la bolsa…? Un resto de ravioles y un hueso con algo de carne… ¡no puede creer! Envuelve todo de apuro, para irse antes que lo vean.
Y se va, nomás, pero sin nada, porque le sale un perrazo enorme mostrando los dientes y de un tarascón le arrebata el botín: hace trizas el diario que guarda la ensillada para el mate, engulle el morfe y se lleva el hueso.
Cruza la calle puteando bajito y un auto le pasa zumbando, el vientito le sacude el traperío. "¡¿Qué hacés, gil?!"  — le grita el hombre de adentro — "¡¿estás mamado o me querés romper el auto?!" Mauricio le hace un ademán de disculpa y sigue su camino.
Al pasar por la escuela, mira los niños jugando en el recreo. ¡Qué suerte no tener cría! — se consuela —  ¡Debe costar un fangote criar un gurí!
Llega al rancho cansado, con un dolor de espalda que se tendrá que aguantar porque no pudo sacar los remedios, y la panza chiflando de hambre. ¡Qué viaje al santo botón! — se queja — Y todavía tendrá que hacer otro trecho hasta el cuartel a traer un poco de comida.
Hace la cola con la vista baja; no mira las caras porque a veces la gente mal comida anda con ganas de pelea. A unos pasos ve unas piernas, lindas, llenitas. Con la cabeza gacha las mira de reojo, a ver si también le gusta lo que hay más arriba. Y sí, es preciosa la muchacha. Le da vergüenza pasar por atrevido y no mira más.
Le llenan la lata con guiso caliente de buen aroma y pega la vuelta, apurando el paso para calmar de una vez el cotorreo de la barriga. El olorcito le levanta el ánimo y ya no tiene en la cabeza las ideas negras de la mañana.
Adelante va la muchacha de las piernas lindas, de vuelta con su almuerzo. La lata caliente le va quemando las manos, la deja en el suelo y se sopla los dedos. Mauricio agarra coraje, se le arrima, y le ofrece llevarle la viandita ya que van para el mismo lado. La muchacha le agradece, acepta y le sonríe. Caminan unas cuadras conversando, y aunque él también se quema, no le importa para nada.
Armado de valor porque ella está aceptando la conquista, la acompaña hasta la puerta del ranchito y le pregunta si puede volver al caer la tarde para tomar unos mates y seguir la charla. Ella consiente, y en un ¡hasta luego! le regala su mejor sonrisa.
Al hombre no le duele más la espalda,  se olvidó que está cansado y la alegría le ha ganado el semblante como si siempre hubiera estado ahí. Mira contento su lata llena y humeante y calcula: ¡tiene comida para dos días! Y si conseguir esa compaña le ampolló los dedos, ¡ni le van a arder! ¡Es linda la vida —concluye— se anduvo quejando de lleno!
Camina Mauricio rumbo a su rancho silbando otro tango, radiante y risueño, sumido en pensamientos que — de tan lindos —  le alisan el alma…
   Siguiendo su paso, un suave remolino lo acompaña y juguetea, revoloteando sin cesar sobre su cabeza, batiendo alitas de seda. Son mariposas, mariposas amarillas.
   Un aura luminosa como su felicidad nueva, convertida en mariposas amarillas... como las que protegían, en tiempos lejanos, a aquel otro Mauricio, de apellido Babilonia, sobre el que Gabriel García Márquez escribía.

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