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viernes, 17 de junio de 2011

LA VOLUNTAD DE PEDRO. Por Miguel Ábalos, de Montevideo, Uruguay


Tuve un amigo que sentía pasión por los teléfonos celulares. Siendo un hombre de negocios y además muy  mujeriego  -a pesar de estar "felizmente" casado-  el pequeño aparatito le era imprescindible y no se separaba de él en ningún momento. Una vez llegó a decirme con mucha seriedad, que le había pedido a su señora que el día que le tocara morirse... le diera sepultura con su celular.
Una mañana  -sorpresivamente-  me dieron la noticia de que Pedro Lacoste había muerto y esa misma tarde lo iban a enterrar en el cementerio del Buceo. Después de lo sorprendente de la noticia me dispuse asistir a su entierro, ya que me unía una amistad de muchos años también con su familia.
Antes de cerrar definitivamente la tapa del féretro, cuando su esposa le daba el último beso en un momento muy emotivo y de silencio total, interrumpió la ceremonia el sonido estridente de un celular. Hubo un intercambio de miradas reprobatorias, buscando al inconsciente que había dejado encendido su teléfono en un momento como ese. Pero nos dimos cuenta que el sonido... provenía del ataúd.
La viuda  -con más inconsciencia que valor-  se inclinó sobre el cadáver, tomó el teléfono y lo atendió. "Hola…", dijo con voz triste. Nadie pudo saber qué le habían dicho del otro lado, pero su rostro se contrajo y respondió casi gritando: "Pedro murió ayer y vos sos una rata inmunda que casi destruís nuestro matrimonio". Cortó de inmediato y volvió dejar el celular bajo la mortaja.
            Terminada la ceremonia se comentaba cómo la viuda, a pesar de que la voluntad que Pedro le confirió era una de las excentricidades mayores que se hayan conocido, se la había concedido.
            Esa misma noche  -desvelado por todo lo vivido en el día-  me levanté en silencio, fui al teléfono y marqué en número del celular de Pedro. Tenía la morbosa curiosidad de saber que podía suceder.
Fue atendido al segundo timbrazo, pero corté la comunicación antes de escuchar… Yo no iba a decir nada, ¿para qué?, si era obvio que la voz que Pedro esperaba oír no era la mía…

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