La familia de Emilio no era
multimillonaria ni nada por el estilo. Su padre era carpintero, hacía todo tipo
de mueble en un taller ubicado en la calle Larroque, Lomas de Zamora, ciudad
del sur del Gran Buenos Aires. Era un tipo bastante conocido en el barrio y
mucha gente elegía comprarle a él, otorgándole algún tipo de ventaja frente a
sus colegas. Era bueno en lo que hacía y, además, era muy agradable a la hora
de tratar. La madre de Emilio se dedicaba a la docencia. Con eso digo todo,
¿no? En este país nunca fue un puesto bien pago. Apenas alcanzaba para comer.
Ni hablar si se trataba, como en este caso, de una escuela pública. Esta mujer,
amante de cualquier asignatura que narrara la historia, y en especial la de
nuestras tierras, había renunciado a sueldos lujosos de cualquier otra
profesión para dar lugar a su vocación.
Lo cierto es que estas dos personas se esforzaban día a día para darle lo mejor
posible a Emilio y a su hermano, Martín. Ellos llevaban una vida normal y
tranquila. Iban a la escuela estatal, jugaban en las bellas calles de su ciudad
con los demás vecinos y hacían, de vez en cuando, alguna changuita para poder
comprarse algo que desearan o, simplemente, “dar una mano” en su casa.
Un día de 1988,
ya disfrutando de la democracia argentina, el papá de Emilio llegó a su casa
para almorzar en familia como de costumbre. Sin embargo, ese día tan normal
para todos, traía escondido una bella propuesta que sorprendería a todos. Este
hombre se sentó, esperó a que todos estén en la mesa y dijo: - “Estuve haciendo
cuentas y, ya que el cambio nos favorece, podríamos viajar todos a Brasil este
verano. Darnos un gusto. Disfrutar después de tanto esfuerzo. Y, además,
celebrar que Robertito termina la secundaria. ¿Qué les parece, familia?” Inmediatamente
todos se miraron unos a otros como esperando así entender que pasaba. Su padre
nunca fue de despilfarrar en este tipo de cosas. Priorizaba el ahorro, la
seguridad, estabilidad, y todo ese tipo de conceptos que ponen en práctica las
personas meticulosas. Pero, ¿¡se había vuelto loco!? Luego entendieron que se
trataba de invertir muy poco dinero y, favorecidos por el cambio de moneda,
poder disfrutar de un lindo viaje en familia en un lugar paradisiaco. Es decir,
si no aprovechaban esta situación económica que se daba en el país, quizás no
volverían a tener esa oportunidad. Todos aceptaron y el 15 de enero del 89
despegaron de Ezeiza rumbo a Brasil.
En el avión se
sintieron reyes por primera vez. Ni bien se sentaron, los cuatro sentados en la
misma fila de asientos, las azafatas les explicaron la cantidad de comodidades
que tendrían en ese viaje, los diferentes menús que podrían elegir, entre otros
lujos que los esperaban. Fue tan cómodo el vuelo que ni notaron la cantidad de
horas. Primer destino: Porto Belo. Aterrizaron y un hombre de piel negra y de
sonrisa luminosamente blanca, les tendió la mano a modo de bienvenida. Los guió
hasta los diferentes pasos que deberían hacer en el aeropuerto antes de ir al
hotel y luego se fue deseándoles una buena estadía en un español medio
atolondrado. Un chofer los esperaba en la puerta con un cartel que decía
“Familia Lemos, Argentina”. En cuanto notó que eran ellos a quienes esperaba,
tiró la hoja al tacho de basura que tenía a su derecha y corrió para saludarlos
y ayudar a cargar las distintas valijas. Cada persona en ese lugar tenía calidez,
algo que los hacía sentir como en casa pero aún mejor, de vacaciones y
atendidos. Este hombre los llevó hasta el hotel y les contó que era
descendiente de brasileros pero oriundo de Colombia, motivo por el cual hablaba
perfecto español, y expresó su enorme atracción por esta ciudad. Como otro
extranjero, les advirtió de todas aquellas cosas que podrían hacer durante su
estadía para no perderse “lo mejorcito” y dejó su teléfono para que lo llamasen
ante cualquier inquietud. “¡Un divino, hombre! Tenga, le dejo propina por su
buena actitud.” – dijo la mamá de Emilio cerrando la puerta. Emilio, Martín y
su papá rieron resignados: a su madre siempre le habían gustado los hombres de
piel oscura y amenazaba, en chiste, cada vez que sus hijos la hacían renegar,
con que se iría a vivir a la playa de la mano de algún mulato alto y
fortachón.
Pasaron unos
días espectaculares. Anonadados por tanto lujo, esta familia bonaerense de
clase media-baja, aprovechó cada cosa, cada oportunidad, pensando que podría
ser la última vez. El hotel era de película: los empleados se desvivían porque
no les faltase nada, los desayunos eran como los banquetes que veían en las
series de reyes, la decoración era parecida a los palacios de los cuentos de
hadas, cada cama de los chicos era de plaza y media y la de los padres una
King-size. Todas estaban cubiertas de miles y miles de almohadones de pluma. Todo,
absolutamente todo, era un sueño. Además. Había una enorme pileta en el patio.
Ésta tenía un bar en el que podías pedir lo que se te ocurriera, incluso desde
el agua, ya que los mozos te lo alcanzaban para que no tengas que salir. A
pocos metros, el mar. Un mar increíble. Si bien se trata del mismo océano, hay
que admitir que las costas son totalmente diferentes. El celeste del mar los
había dejado estupefactos. Lo mejor: todo resultaba muy barato. Compraron ropa
de todo tipo y color y regalos para los primos, tíos, vecinos y quien se les
viniera a la mente. Recorrieron cada rincón del lugar y practicaron todo tipo
de deporte náutico: surf, buceo libre, paseos de barco y pesca. Si bien nuestro
país no se caracterizó jamás por ser un país que tuviera ventaja sobre los
demás, en ese momento los favorecía el cambio. ¡Y no hay duda de que se
encargaron de aprovecharlo!
El problema
llegó con el cambio de quincena. Cambió la quincena, cambiaron de ciudad y
también cambió el país. Inesperadamente, el 6 febrero de 1989, el gobierno de
Alfonsín anunció la devaluación del peso y se desató una tremenda hiperinflación.
Las vacaciones brasileras tomaron un rumbo totalmente opuesto y drástico. El
cambio no solo dejó de favorecerlos sino que, además, hundió aquel sueño de un
piedrazo, dejando a esta familia en la lona. El peso argentino pasó a valer lo
mismo que nada. Nadie aceptaba estos billetes. De esta manera los recibió la
hermosa ciudad de Florianópolis. Tuvieron que cancelar las reservas que habían
hecho en un gran hotel de la ciudad y empezar a pensar dónde podrían pasar las
noches que seguían.
Decidieron
llamar al amigo colombiano en busca de ayuda. Quizás él sabía dónde podían
hospedarse hasta la fecha de vuelta que, gracias a Dios, ya tenían establecida,
habiendo comprado los pasajes con anticipación. Podrían haber optado por
cambiarla, adelantarla, pero eso costaba dinero extra y no podían costearlo.
Vivieron el cielo y luego el infierno en cuestión de segundos. Todo gracias a
políticas extremistas muy típicas de nuestro país. Por suerte, la familia de Emilio
estaba preparada para sobrevivir, pasara lo que pasara.
Su amigo les
ofreció ver a un primo lejano que vendía cosas de pesca. La propuesta fue
comprarle a precio de costo una carpa en la que pudieran acampar por las
noches. Les sugirió en qué playa estarían más seguros y le pasó la dirección de
este muchacho. Emilio y su familia salieron a buscar este local que se
encontraba a metros de la Catedral Metropolitana, sobre las calles Dos Ilhéus y
Anita Garibaldi. Allí estaba “Coco”, un enano cabrón que no paraba de repetir
que les daba esa mano solo por ser enviados por su primo. Entre berrinche y
berrinche este hombre les terminó obsequiando la carpa y un mapa para que les
fuera fácil ubicarse y, lo más importante, les deseó suerte.
Así pasaron el
resto de sus vacaciones, viviendo como una familia nómade de playa en playa,
mendigando algún pedazo de pan o restos de esas frutas exóticas que suelen
consumir allá.
Llegó el día de
volver a la Argentina y, por suerte, su amigo colombiano se había encargado de
investigar su horario de partida para buscarlos y llevarlos al Aeropuerto. Muy
agradecidos le ofrecieron hospedarse en su humilde casa en Buenos Aires y
disfrutar de sus asados en familia cuando quisiera. Llegaron a Ezeiza sin un
centavo. Sabían que tendrían que esforzarse mucho para recuperar estabilidad
económica en un país tan cambiante. Aunque nadie les quitaría lo bailado, ¿no
es cierto?
Cuando
regresaron a sus actividades, la maestra de Martín le preguntó en clase como
resumiría su aventura. Él respondió algo que se volvió la anécdota preferida de
sus padres: “Fuimos como reyes y volvimos como argentinos de clase media.”
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