El Juez se levantó esa mañana con una oquedad persistente en su pecho. Pensó en las miles de sentencias erradas, los cientos de condenados a la horca por su culpa, la cantidad de dudas razonables que pudo hacer lugar en su vasta y prolífica carrera de más de cuarenta años.
Buscó y buscó hasta que encontró. La fuente de sus males de conciencia.
Tomó su desayuno meticulosamente preparado por su cocinera. Luego se bañó. Escrupulosamente se puso su bata de seda de la China y se encaminó hacia el fondo, hacia su cava.
Estando allí tomó la cuchilla grande, la de partir corderos. Era casi como un hacha. Con parsimonia y determinación colocó su brazo derecho sobre la mesa de roble y pensó en esa mano, que había firmado millares de sentencias, que había truncado tantas vidas y libertades. Acto seguido, cerró los ojos y la abatió sobre su muñeca. Fue un golpe seco y certero.
Mientras el muñón chorreaba a mares y conforme iba perdiendo su conciencia, un alivio dulzor se iba apoderando de su ser. Lenta e imperceptiblemente.
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