“Entonces,
¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad?”
Milan
Kundera. La insoportable levedad del ser.
Me desperté mientras apenas comenzaba
a amanecer. Andrea dormía dándome la espalda. La fina sábana marcaba a la
perfección la silueta de su cuerpo. Me acerqué a ella silenciosamente, para
escuchar el sonido de su respiración. Afuera los zorzales comenzaban con ese
canto que parece mecerse en el aire, como una pluma yendo de un lado hacia el
otro mientras cae, describiendo formas que, secretamente, trazan un significado
que desconocemos, pero que intuimos, tienen un sentido.
Puse mi mano en su cintura, por sobre
las sábanas. Pensé en lo que vendría a continuación, no sólo con respecto a lo
que sucedía en la casa de mi padre, sino también en cuanto a ella y a mí. Le
había sido infiel a Mariel, pero eso no me dolía, en cierto modo era como si
hubiese hecho lo correcto, aunque no lo aprobaba del todo.
El hombre es un ser decididamente
egoísta y yo no era ni mejor ni peor que nadie. Del mismo modo, Andrea sabía
que tenía una novia esperando en casa, y eso tampoco le había importado.
Mientras amanecía traté de ocupar mi
cabeza con los datos a los que ya había accedido. Teniendo en cuenta que
Silvina había sido una persona de carne y hueso debía asumir que Ariel también
lo había sido y que también había estado en Córber, más precisamente, en la
casa de mi padre. Entre las cosas que desconocía estaba la fecha y las
circunstancias en que se había producido la muerte de la joven. La de Ariel aún
era incierta.
La aparición podía darme algunos
datos, tal vez, de hecho ese haya sido su propósito.
Durante los años setenta los vuelos de
la muerte fueron algo tristemente trivial. Luego de las torturas a las que eran
sometidos los detenidos había algunos posibles finales, uno de ellos era que se
cargara a los moribundos en aviones, para recorrer el Río de la Plata con el
fin de arrojar los cuerpos desde el aire. En ocasiones se ataban a los cuerpos
objetos pesados, con el fin de que no volvieran a la superficie. Tampoco era
extraño que los envolvieran en grandes bolsas de diversos materiales como lona,
nylon, etc. Por supuesto tampoco era del todo extraño que los arrojaran sin
más. Dolorosamente, así se había producido el final de Silvina. Algunos datos
me eran todavía desconocidos, por ejemplo, qué sucedió con su cuerpo. Sé que en
ocasiones los muertos regresaban a la superficie o que aparecían en las playas,
trasladados por las corrientes incluso hasta la costa de Uruguay. No hay agua
suficiente bajo la cual esconder ciertas cosas.
Tal vez el cuerpo de Silvina nunca
había sido encontrado ni reconocido.
Una de las posibilidades más atroces y
aterradoras que se me ocurrieron esa madrugada (aunque preferiría nunca haberla
pensado) fue la de que quizás, la memoria de los desaparecidos no descansaría
hasta que las circunstancias de su muerte no fueran aclaradas.
Esto no tiene nada que ver con
ideologías, o no tendría que ver en lo inmediato. Las historias de fantasmas
abundan en millares de lugares alrededor del mundo, sin que haya necesidad de
dictaduras genocidas. Sin embargo, créanlo o no, hay precedentes. Es más, son
perfectamente comprobables por cualquiera.
Los más jóvenes tal vez se vean en la
necesidad de recurrir a viejos archivos, pero aquellos interesados en la
historia lo recordamos perfectamente. Hace mucho tiempo, en el partido de
Morón, funcionaba una gran fábrica textil. Dicha fábrica dejó de trabajar en la
década del setenta. Luego de que cerrara, el edificio permaneció en total
abandono algunos años. Durante ese tiempo, se extendió por los alrededores la
noticia de que se producían en aquel lugar apariciones sobrenaturales. Hubo
muchos accidentes automovilísticos que se atribuían a la culpa de gente que
intentaba cruzar la calle de forma imprudente, la cual, después del accidente,
era imposible encontrar. Secretamente, los vecinos sabían que algo fuera de lo
común acontecía. Un tiempo después, una gran cadena de supermercados decidió
ocupar ese lugar y comenzó con la demolición. Lo que no esperaban era que, en
los grandes piletones que se usaban para teñir las telas, ya medio sepultados
para esconder lo que había en su interior, se encontrarían restos humanos. Muchos.
La construcción debió detenerse
durante varios meses para dar paso a los trabajos forenses. La fábrica había
sido usada como lugar para desaparecer personas durante la dictadura.
Ahora bien. No hay muchas conclusiones
a las que se pueda llegar. Podemos aceptar lo que muchos creen, que los
fantasmas de las personas que encontraron su fin allí no podían descansar hasta
no ser hallados. La otra, es que los vecinos siempre supieron lo que había
ocurrido allí y que aquello que los influenciaba no eran los fantasmas, sino la
propia culpa. Guardaban un secreto demasiado grande. Reconocer que siempre
supieron en qué se había convertido la vieja fábrica textil los hacía
cómplices, así que surgieron los fantasmas de la nada, para que la presión
dentro de ellos aminorara. Es como decirle a alguien: “La verdad, no sé qué
pasó, pero hay algo sospechoso”. Cuando los cuerpos fueron descubiertos, ellos
quedaron como los que habían tenido sospechas, no como los que sabían y
callaron.
Morón no es diferente de Córber,
imagino. La Argentina
no es diferente de Córber.
Siguiendo este razonamiento era fácil
intuir que alguien en el pueblo debía saber algo. Ya no podía desconfiar de
Andrea, y estaba claro que no se desarrollaba ningún plan en mi contra. Además,
ella era demasiado joven como para saber algo. Lo que fuera que pasó, se habían
encargado de esconderlo para cualquiera que hubiese nacido después de lo
ocurrido.
La imagen que tenía del pueblo en mi
cabeza, esa imagen de la infancia, fue sustituida por la de un lugar sombrío,
en la que el silencio con respecto a lo sucedido era un acuerdo tácito.
No podía asegurar que todos en el
pueblo hubiesen estado al tanto de esos hechos, pero me molestaba no saber si
mis abuelos lo habían estado. Hasta el momento eran lo único que me resultaba
inmaculado en mis recuerdos. Las personas son personas. Yo acababa de engañar a
Mariel, ellos bien podrían haber vivido guardando ese secreto y no habrían sido
peores que yo. Todos, a nuestro modo, arrastramos alguna culpa.
Andrea despertó con el sol. Su primer
reacción fue la de darme un abrazo; le correspondí lo mejor que pude. Yo
también guardaba el secreto ahora, lo que no había decidido aún era si debía
excavar más, ver hasta dónde me llevaba esa horrible certeza a la que había
accedido, o si la guardaría en lo más profundo de mí, como si jamás se me
hubiese revelado.
Desayunamos con bastante silencio, tal
vez los dos estábamos evitando hablar de asuntos incómodos; como qué iba a
pasar ahora entre ella y yo, cómo iba a seguir ese asunto.
Había tenido tiempo de poner algunas
cosas en su lugar, no con respecto a mí, sino con lo que sucedía en la casa de
mi padre.
Luego de pensarlo mucho le pregunté a
Andrea si era posible acceder a la información que se guardaba en la comisaría
del pueblo, más precisamente, a situaciones fuera de lo común que hubiesen
acontecido en el setenta y seis. Me miró dejando su taza de café sobre la mesa.
La casa de Andrea era bastante pequeña, al menos comparándola con las demás
construcciones de Córber. Ella vivía sola y era evidente que no necesitaba más
espacio que ese.
Recordé la noche anterior, cómo
habíamos caminado hacia allí deteniéndonos en cada esquina para volver a
besarnos. Recordé cómo ella había metido las llaves de forma apresurada en la
cerradura y cómo nos fuimos inmediatamente hacia la cama, como si eso fuera lo
último que pudiéramos hacer en nuestras vidas. La belleza de su cuerpo se me
reveló mientras le quitaba la ropa, de un modo menos delicado del que había
imaginado. Hacía tiempo que con Mariel no me pasaban esas cosas. Ya saben cómo
es. Después de unos años de dormir con alguna persona la pasión tiende a
desaparecer. Entonces el sexo ocurre cuando uno de los dos acaricia al otro
bajo las sábanas, mientras ves alguna película en la televisión. Comienzan los
besos y luego se llega naturalmente al acto amoroso, pero salvo en alguna que
otra ocasión, nunca ocurre de esa manera intempestiva, al menos no con la que
es tu pareja desde hace cuatro años.
Me dijo que si tenía alguna buena
razón para hacer semejante cosa estaba dispuesta a ayudarme, pero que tenía que
ser sincero y claro con respecto a lo que estaba buscando. Dudé, no sabía qué
podía decirle y qué no. De haberle contado lo que me había ocurrido en la casa
de mi padre, la caída, la visión de Silvina que había tenido, me hubiese tomado
por un loco. Traté de dejar en claro lo que estaba buscando sin dar todos los
detalles. Quizás, en caso de estar en lo cierto en cuanto a mi búsqueda, se los
revelaría finalmente, porque no era una de esas cosas que uno se pueda guardar
para sí y esperar llevar una vida normal.
Le dije algo que, debido a la seriedad
que revestía, no podría ignorar, aun cuando no fuera más que una simple
sospecha mía. Le dije que creía que durante la dictadura habían secuestrado y
desaparecido a algunas personas del pueblo.
El efecto fue inmediato; la seriedad
que asomó a través de sus ojos fue ejemplar. Permaneció pensativa unos
segundos, luego me preguntó cómo había llegado a semejante conclusión. Que ella
supiera, nada parecido había sucedido en Córber. Contesté que sólo algunas
personas lo sabían y que jamás lo habían dicho, pero yo creía que hacia allí me
dirigían las pistas que obtuve de mi padre póstumamente.
No sin acierto agregó que en caso de
producirse algo así, lo más probable es que no hubiese quedado nada registrado
en la comisaría, o que de haber quedado, hacía tiempo se habrían encargado de
destruir lo que fuera que sirviese de prueba, papeles, elementos, lo que fuera.
En eso debía estar de acuerdo con ella. Lo que no le dije era que, en mi
cabeza, la mejor prueba y la que jamás habían podido destruir había sido la
casa de mi padre.
Insistí, le di la razón en cuanto a
que lo más probable fuera que no encontrásemos nada, pero tampoco perdíamos
nada con intentarlo.
Finalmente accedió. Cuando terminamos
el desayuno y nos dimos un baño salimos a la calle. Me dio las llaves de su
estudio, aún era temprano para que la secretaria estuviera presente; yo debía
esperarla allí y ella se encargaría de buscar lo que hiciera falta y llevarlo
para que lo examináramos juntos. No sería buena idea que pensaran que ella
revolvía viejos archivos por pedido de alguien más. Mejor era hacerlo pasar, en
la medida de lo posible, como algo extrañamente conectado a su trabajo. No
sabía qué excusas dar, pero ya se le ocurriría algo.
Dentro del estudio había un vago aroma
a incienso. Me senté a esperar la llegada de Andrea, impaciente. Sentía que
estaba más cerca que nunca de dar otro paso esclarecedor. Ella tenía razón en
cuanto a que era poco probable que encontrásemos algo directamente relacionado,
pero yo sabía que lo que necesitábamos era cualquier cosa que tuviera que ver
con la casa de mi padre o con Erminia, quizás así entendiera finalmente qué
lugar ocupaba ella, si es que ocupaba alguno.
Pasó cerca de media hora hasta que
Andrea llegó, cargada con varias carpetas. Me levanté de un salto para
ayudarla, me di cuenta de que me había sentido preocupado por ella, aunque de
un modo ridículo, ya que no creía que hubiese corrido ningún riesgo.
No fue tan difícil que le dieran
aquellos viejos documentos, el que estaba a cargo en ese momento era un agente
joven y cuando ella le pidió los archivos no supo si se trataba de un pedido
excepcional o de algo rutinario en lo que él aún no se había visto envuelto por
falta de experiencia. Lo más difícil fue dar con la ubicación de esas carpetas.
El joven se había ofrecido a cargarlas por ella hasta el estudio, pero Andrea
se había negado cortésmente, para que no me encontrara esperándola.
Nos introdujimos en su oficina y
dejamos todo sobre el escritorio. Los archivos eran los correspondientes al año
setenta y seis, todos los que había logrado encontrar. Me miró con una leve
sonrisa, como si me preguntara “¿Y ahora?”.
Tomé la primera carpeta, la más
próxima a mis manos y me senté para comenzar a buscar. La mayor parte de los
documentos eran sobre trámites de vecinos, algunos se referían a la sospechosa
desaparición de ganado. No había denuncias por robos ni crímenes.
A la media hora de revisar ya me había
aburrido. Andrea también experimentaba lo mismo, me di cuenta por la forma en
que tomaba las carpetas, sin el menor entusiasmo, hasta que dio con algo
totalmente inusual; un asesinato. Mi corazón se aceleró en cuanto me pasó ese papel
para que lo comprobara. El año en que se había producido esa muerte no era lo
único que coincidía con lo que yo estaba buscando, había algo más, el fallecido
había trabajado en el cementerio de Córber. Lo habían encontrado muerto,
justamente, al costado de la calle del cementerio, tirado junto a su bicicleta,
con una herida de arma blanca en el cuello. La falta de otra hipótesis
aceptable había llevado a la policía a creer que se había tratado de un robo,
pero… ¿un robo violento en Córber? Eso tenía todavía menos sentido.
El recuerdo de la carta nunca enviada
volvió a mí, lo único escrito en su interior había sido la palabra
“cementerio”. ¿Entonces esa carta estaba relacionada con aquella muerte? Y si
era así ¿cómo se relacionaban?
Andrea misma tuvo que reconocer que
ese hallazgo la había dejado sorprendida. Hasta donde ella recordaba, no podía
encontrar otro caso de asesinato en el pueblo, eso sin mencionar que el año
coincidía con lo que hubiese acontecido en la casa.
Cuando llegó la secretaria se sonrío
al encontrarnos en el estudio, de seguro imaginó que habíamos pasado la noche
juntos.
Me pareció que era el momento oportuno
para despedirme, el resto de las carpetas evidenciaban no contener nada de
valor.
El cielo se presentaba menos límpido
que unas horas antes. Algunas nubes aquí o allá aparecían manchando el azul.
Me dirigí hacia la plaza, en el centro
del pueblo y me senté en uno de sus bancos, los cuales, por suerte, aún eran de
madera.
Ya sabía lo que significaba la segunda
parte del sueño; lo que sentía era nada más y nada menos que lo que había
experimentado Silvina al momento de morir. Todo el asunto me incomodaba
sobremanera; una cosa es, supuse, encontrar fantasmas, otra es encontrar una
historia sobre la dictadura. Pero encontrar ambas cosas reunidas… Eso era algo
que yo nunca hubiese elegido como argumento para ninguno de mis libros. Podía
imaginar a la crítica dividiéndose en dos, aquellos que dirían que utilizaba un
tema doloroso para todos con la finalidad de vender un libro, creando así una
polémica que ayudaría con las ventas. Y los otros, que juzgarían la historia
demasiado incómoda, tal vez, pero no por eso menos valedera. ¿Qué hubiese hecho
yo?
Me recosté en el banco y respiré
profundamente, para serenarme. Lo que todavía me faltaba esclarecer era la
primer parte del sueño. Todo estaba ahí, sólo debía pensar. Eran puntos que
crecían, puntos color sangre, así que no podían ser otra cosa que sangre.
¿Sangre de quién?
Los puntos probablemente significaban
disparos. No podían ser sobre Silvina, porque lo que yo creía, era que aún
estaba viva cuando arrojaron su cuerpo a las asquerosas aguas de Río de la
Plata. Tampoco podían ser sobre mi padre, de haber recibido todos esos
impactos, dudo mucho que hubiese sobrevivido. Lo más lógico era que fuesen
sobre Ariel.
Los sueños habían comenzado en cuanto
me acerqué a la casa de mi padre. La visión me había demostrado que Silvina
todavía permanecía allí, o al menos parte de ella, pero no había muerto en esa
casa. No alcanzaba a comprender por qué entonces ella estaba allí, ¿no se
supone que los fantasmas se quedan donde murieron?
La imagen del Río de la Plata , lleno de fantasmas
submarinos, me causó tristeza.
Volví a respirar profundamente. No me
sentía del todo yo.
Pasé mis manos por mi rostro y luego
por mi cabello. Podía presentir que estaba a un tiro de piedra de la resolución
de todo ese misterio; debía pensar claramente.
Si soñaba con los disparos y los
disparos habían sido sobre el cuerpo de Ariel, entonces Ariel también estaba en
la casa. Silvina estaba con él, pero no había muerto allí, entonces estaba
porque el que había muerto allí era Ariel…
Lo comprendí.
Era tan simple… tan horriblemente
doloroso. Lo que querían era permanecer juntos.
Silvina se había negado a dejar a Ariel
en vida, se quedó con él a pesar de que el joven había intentado persuadirla
para que saliera del país. Ambos habían muerto y aún entonces ella se negaba a
dejarlo atrás. Tenía que ser eso. No era Ariel el que había ido en busca de
Silvina, era Silvina la que fue en busca de Ariel. Era él quien no podía salir
de donde estaba.
Me levanté lentamente, abrumado por
las certezas, con el corazón lleno de miedo por lo que sabía que iba a
encontrar. Caminé como un sonámbulo hacia la casa de mi padre, con el pulso tan
acelerado que dolía. Caminé como en un sueño, queriendo llegar, pero a la vez
temeroso por lo que me esperaba. Caminé hacia la vieja casa sin mirar a los
costados, sin prestarle atención a nadie; sólo atento a los latidos de mi
propio corazón, tan poderosos y sonoros que creí que en cualquier momento me
reventarían los tímpanos.
Pasé por el estudio de Andrea sin
molestarme en mirar hacia adentro. Sabía perfectamente lo que debería hacer en
cuanto llegara. Mis brazos temblaban a los lados de mi cuerpo. A pesar de que
tardé diez minutos en llegar, era como si en mi interior hubiesen transcurrido
diez años. Estaba fuera del mundo, mirándolo y mirándome a mí mismo desde otro
lugar, como un borracho que se ve a sí mismo intentando disimular su borrachera.
Saqué las llaves que ya había añadido
a mi llavero, junto con las de mi departamento en el barrio de Caballito y las
de la casa de mis abuelos. El candado estaba abierto, tal como lo había dejado
la última vez. Avancé por el camino de irreconocibles piedras hasta la entrada
misma a la casa. Ni siquiera dudé un instante, estaba más allá de cualquier
apreciación sobre lo que fuera. Algo empujaba desde dentro mío hacia fuera,
algo me movía, me mantenía en una pieza a pesar del miedo.
Entré a la sala, abrí las ventanas
para que entrara la luz del día, ese día con el cielo cada vez más cubierto por
las nubes. Me detuve un segundo para observar las paredes, me dirigí hacia la
que tenía directamente frente a mí. Busqué los bordes del empapelado y comencé
a tirar de él hasta que lo arranqué por completo. Algunas partes eran fáciles
de sacar y ciertos tramos salían casi completos, otros se despedazaban en mis
dedos y debía comenzar otra vez. Cuando terminé esa pared pasé a la que
continuaba a su lado. Arrojé los muebles que me obstaculizaban al centro de la
habitación, haciendo pedazos a algunos y haciendo pedazos su contenido. Lo
disfruté, el ruido de la madera quebrándose me pareció hermoso. Pasé a la
tercera pared, tomé los cuadros y los lancé contra el suelo, como un chico
enojado que arroja sus juguetes. Arranqué otro tramo del empapelado y por fin
encontré lo que buscaba. Allí estaban, esos puntos que crecían en mis sueños,
torpemente alineados en la pared. Los habían remendado con yeso, pero eran
perfectamente distinguibles. Eran los agujeros de las balas que habían
atravesado el cuerpo de Ariel
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