Qué triste resulta a
veces, querido Nemo, volver a los lugares en los que se estuvo hace mucho
tiempo, y donde, al menos, se sonrió. Esos espacios, en algunos casos,
permanecen igual; pero ya no están las personas con las que se compartieron. Es
verdad, no obstante, lo que dice la canción rusa: si encuentras a otro mejor
que yo, me olvidarás; y si encuentras a otro peor, me recordarás. Por eso
mismo es peligroso aferrarse al pasado, pues todo puede parecer mejor de lo que
fue. O peor. Pero en ambos casos, habitados esos espacios por otras personas,
siempre hay una fuerte dosis de melancolía y de tristeza que nos lleva a
rechazar lo nuevo. En el fondo, no es ni más ni menos que la tristeza producida
por la pérdida de la juventud, de las ilusiones, de los proyectos; y, tal vez,
hasta de las ganas de vivir. Es posible que sea así. A pesar, a menudo, de un
cierto contento.
Yo no soy nada dado a
ensoñaciones melancólicas. No obstante, resulta inevitable, de vez en cuando,
volver por los viejos recovecos de la juventud. Hay que hacer, entonces, un
pequeño ejercicio mental a fin de colocar cada cosa en su sitio para no dejarse
arrastrar por la melancolía, y crearse imágenes excesivamente fantasiosas o
tristes.
Es cierto que durante
la juventud se tienen muchas ilusiones, que se van perdiendo, o recolocando, si
quieres, con el paso del tiempo. Pero también es cierto, al menos en mi caso,
que nunca en esta vida dejan de tenerse ilusiones y proyectos. No, la vejez no
es entregarse a recuerdos melancólicos, a jugar a la petanca en cualquier
parque, y a soltar tópicos del tipo: “En mi época sí que había buena música;
ahora, por el contrario, todo es ruido”. O “qué actores y que buen cine
se hacia entonces, cuando yo era joven. El de estos días no es sino decadencia
y aburrimiento”. No hace falta que te diga que tales afirmaciones son
falsas: en todas las épocas se han hecho películas o novelas buenas y malas. Lo
que sucede es que nosotros hemos perdido la capacidad de asombrarnos, el
interés. Y, por supuesto, lo que antes veíamos o leíamos como novedoso nos
suena ahora a cosa ya dicha, vista y oída hasta la saciedad. Es muy difícil
escribir una buena novela o rodar una buena película. Y como la industria se ha
de mantener, lo fácil es tirar mano de lo trillado, de lo hecho, del tópico.
Por eso, a la persona mayor le suena todo a vieja música, a reiteración y
repetición de lo ya contado. Y de ahí su rechazo. Que también obedece, a veces,
a incomprensión hacia lo nuevo.
Casi todas las cosas
tienen su lado positivo. El volver la vista atrás, por ejemplo, el dejarse
llevar por un rapto de melancolía, puede hacer que se lean obras que se
degustaron en la juventud. Y entonces surge la sorpresa, el asombro, porque
aquello que nos pareció bueno entonces se nos cae ahora de las manos. ¿Cómo es
posible? -nos preguntamos-. También puede darse el caso contrario. Y entonces
aparecemos ante nosotros como unos hombres de buen gusto desde tiempos
inmemoriales. Surge la duda, no obstante.
En el primer caso,
enseguida se reconoce que nadie es infalible; y que hay que andarse con pies de
plomo ante ciertas afirmaciones propias del momento. Y surge la duda en el
segundo: quizás se viviéramos más años, hasta lo que hoy nos parece genial
dejaría de serlo dentro de medio siglo; pero para entonces ya no tendremos ni
sentido crítico ni nada. Salvo que en el Hades sigamos con el tipo de vida que
llevamos aquí. No lo sabemos, no hay testimonios. Como has comprobado, todos
los textos que tratan de viajes al más allá no dicen sino obviedades; tal vez
no podía ser de otra forma.
Yo, querido Nemo,
sigo teniendo ilusiones. Y, seguramente, las tendré hasta el día de mi muerte.
Hoy, lo reconozco, me he comportado como un adolescente: me he comprado una
gran libreta, un par de lápices, y los libros que me habían dicho. Escribir,
como sabes, o lo hago con el ordenador o con mi vieja pluma estilográfica. La
razón de todo esto es que, por fin, me he hecho el ánimo, y me he matriculado
de nuevo. Voy a estudiar latín, y a comprobar a ver si soy capaz de terminar
dominándolo. Me hace muchísima ilusión. Aunque ya sé que voy contracorriente.
Hace ya muchos años
estuve en las mismas aulas en las que voy a estar ahora. De ahí ha surgido mi
tristeza y melancolía. No es que con aquellos compañeros que, entonces, me
tocaron en suerte, me llevara ni mal ni bien. No obstante, el ver y oír las
“gracias” que soltaba la gente de mi alrededor, me ha hecho añorarlos
brevemente. No tenía por allí nadie con quién hablar.
No había mucha gente
joven. Casi todos los alumnos somos personas mayores. Y eso es lo que me ha
terminado de despertar mi melancolía: el tener que soportar varias bromas de
tipo adolescente a estas alturas... En fin no vale la pena hablar de ello. Cuando
ha estado todo claro, horarios y libros, he salido a caminar por los pasillos
del viejo edificio; y he terminado, con un leve toque de añoranza, en el
silencioso claustro. Allí, un mes de mayo, sentados, éramos cuatro alumnos, en
torno a una mesa, tradujimos, de la mano de nuestro profesor, el famoso poema
de Horacio, Beatus ille.
Por desgracia para mí
dejé de asistir a aquellos cursos. Nunca, entre unas cosas y otras, he
terminado de dominar el latín. Y no quisiera morirme sin leerme a Séneca en el
original. Ahora tengo tiempo de sobras, estoy motivado, y no hago más que
buscar cursillos por aquí y por allá. Y me matriculo, hasta donde aguante mi
pensión, en todo cuanto encuentro. Parece ser que hay posibilidades hasta de
asistir a clases de latín oral. Me encantaría hablarlo.
Hay cosas, querido
Nemo, sobre las que ya no discuto. Una de ellas es de política; y la otra es
cuando me preguntan para qué sirve estudiar latín. La misma pregunta delata ya
el superlativo grado de ignorancia de quien la plantea. Es cierto que de joven
me lanzaba a defender apasionadamente lo que creía o pensaba que debía hacerse.
Ahora me limito a sonreír, y a darle la razón al otro cuando insinúa, más o
menos veladamente, que la gente mayor en algo tiene que pasar el tiempo. Pero
no deja de ser curioso que nadie se plantee por qué algunos juegan a la
petanca, y nos pregunten a los demás para qué estudiar latín. La respuesta es
muy sencilla: en algo hay que pasar el tiempo. Al fin y al cabo también hay
mucha gente joven que ve partidos de fútbol, que tampoco sé yo para qué sirven.
Más de una vez, en
las clases, tuve que lidiar contra ese absurdo espíritu, del que hacían gala
mis alumnos, pretendidamente pragmático, y útil. Sí, estaba muy bien que
quisieran saber la importancia y utilidad de cada cosa. Pero donde fallaban era
en la definición de utilidad. Alguna vez hice ejercicios con ellos haciendo
preguntas tal como las hacía Sócrates. ¿Qué es lo útil? -les preguntaba. Lo
tenían muy claro: aquello que nos va a conducir a un empleo, a poder ganarnos
la vida. Entonces -les argüía- un partido de fútbol no es útil. No, eso no me
lo concedían. Tampoco les concedía yo a ellos que no fuera útil saber música:
si el deporte es un negocio, también hay gente que se gana la vida muy bien
tocando el violín o dirigiendo una orquesta. Todo depende del nivel cultural de
un país...
Así podíamos estar
discutiendo durante horas y horas. Dialécticamente no podían conmigo; pero yo
sabía que estaba derrotado de antemano: iba contra toda una sociedad en la que
predomina, y tal vez siempre ha sido así, el dejarse llevar, no pensar, la
pereza rebozada con una cierta superioridad porque sólo lo que ellos hacen es
práctico y tiene sentido. A mí siempre me han atraído las cosas inútiles, lo
que no sirve para nada. Y no lo he hecho por ir contracorriente. Es mi forma de
ser. Cada día que pasa envidio más y más a
algunos hombres del Renacimiento: a Luis Vives y a Erasmo de Rotterdam.
Qué felicidad, poder pasar toda la vida estudiando. Y qué felicidad: dominar el
latín como lo dominaban ellos. A veces me he imaginado que tenía aquí, en mi
habitación, al mismísimo Erasmo, y que me daba clases... Leyendo sus obras,
pensando en él, he llegado a comprender sus enormes deseos de paz y
tranquilidad, su apartarse de todo ruido y barullo: a un espíritu fino como el
suyo solo la cultura, el estudio, las lenguas, lo más sublime del hombre, le
atraía. Ya sabes, sin embargo, que tuvo que cargar con la fama de cobarde, de
persona pusilánime por no plantarle cara, de forma decidida, a Lutero o a la
misma Iglesia. Erasmo, sin duda, confiaba en la razón, en unos argumentos
perfectamente trabados, y gramaticalmente correctísimos. La gente, sin embargo,
no iba por ahí; nunca ha ido por ahí. Tenían ganas de matarse, y se mataron. Y
Erasmo tuvo que ir de país en país buscando la paz y la tranquilidad que le
permitiera leer viejos manuscritos, decidir entre una palabra u otra, pues nada
más importante, para él, que acceder a los textos originales. No te puedes
imaginar mi asombro al enterarme, años ha, de que Jesús nunca dijo “es más
fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino
de los Cielos”. Al parecer el copista confundió camello por maroma: en
griego es cuestión de una lambda de más o de menos.
Siento un profundo
cariño por Erasmo. Según dicen fue, probablemente, el mejor profesor de latín
que ha habido nunca[1]. Qué
maravilla que digan eso de un docente. Qué envidia me da. Yo, querido Nemo, sin
ser digno ni de atarle las correas de su sandalia, voy a pasar los últimos años
de mi vida estudiando latín. Tal vez cuando muera ya lo domine; y pueda, allá
en el Hades, hablar con Séneca en su propio idioma. En esta vida, a veces, todo
es cuestión de proponérselo.
[1] Wilfried Stroh, El latín ha
muerto,¡Viva el latín!. Traducción de Fruela Fernández. Ediciones del
Subsuelo, Barcelona, 2012, p. 226
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