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martes, 7 de enero de 2014

LA PARTE SECRETA ® NOVELA, por H.R. Malkiel, de Buenos Aires, Argentina. Capítulo trece: La culpa heredada.

Y de mi cuerpo ya no sabe nadie,
lo mismo que a un fantasma me aturden los vivos,
y estar despierto es un daño inmenso.” H.R. Malkiel. Desaparecido

Lloré. ¿Qué otra cosa podía hacer? Lloré como un chico al que le acaban de decir que ha muerto su perro.
Llorar es fácil y es bueno, y fue como si en ese llanto yo mezclara todo lo que no lloré en mi vida.
Me vacié, después de un rato, supongo.
Mi pregunta era ¿lloró mi padre? ¿Qué hizo mi padre?

No sabía qué papel había desempeñado él en ese final. Me levanté del piso en el que me había sentado para llorar. Me sentí solo en esa casa en la que no estaba solo. Había, sabía yo, dos personas más, o lo que hubiese quedado de esas dos personas. Pero al menos ya sabía lo que había quedado de ellas. No necesariamente debía quedar lo mismo para todas, yo no creía que eso fuera así. Pero en su caso, al menos, había quedado amor. Y ese amor, de alguna forma los obligaba a permanecer en ese sitio, aun cuando yo no supiera por qué.

Me detuve frente a la ventana, mirando hacia fuera, las plantas casi muertas, el camino de piedra, el cielo cubriéndose de nubes. Miré hacia fuera; hacia un país hecho de silencio, de secretos, en Córber, en Morón, en donde fuera. Pero un país también hecho de muertos, y por qué no, de amor. Tempranamente aprendí que una cosa no excluye a la otra.

Esperé a que pasara el enrojecimiento de mis ojos, me dirigí al baño de la planta baja. Ya no sentía miedo, sentía que todo, de alguna forma, estaba terminando. Me lavé la cara, me mojé el pelo. Levanté mi remera y miré las manchas que aún persistían en mi cuerpo, pero que ya casi no me dolían, salvo en ocasiones. Esas manchas que Andrea no había notado por la oscuridad de la pieza en la que nos acostamos, y en la que yo no había pensado un segundo en Mariel mientras le quitaba la ropa, mientras acariciaba y besaba sus pechos y mientras me situaba sobre ella, entre sus piernas, y entraba en ella, apoyando mi cabeza sobre su cabeza, mi boca sobre su boca, y no decíamos nada.
Fui hasta la puerta y dejé que el viento, el mismo que traía las nubes, me fuera secando el rostro, las manos, el pelo.
Sabía dónde vivía Erminia, debía ir a su casa, hasta ahora no tenía dónde ubicarla en el rompecabezas pero no me importaba, quería ir a su casa y preguntarle, exigirle si hacía falta. Sin embargo algo se me ocurrió. Debía pasar por la pensión primero, debía revolver entre los muchos papeles que obtuve del desvencijado ropero de mi padre y traer la foto. Esa foto grupal en la que entre otros, estaba mi padre. Debía llevarle la foto y mostrársela. Ni ella ni la foto ni el cuidador muerto aún encajaban, debía juntarlos a todos. Si lo hacía, entonces que ya tenía gran parte de la historia, estaba seguro, terminarían encajando. Por lo menos para mí.
Salí de la casa sin preocuparme por cerrar ninguna puerta y volví a pasar por los mismos lugares que apenas un rato antes había pisado. Las mismas calles, las mismas veredas, el frente del estudio de Andrea.
Las nubes ahora se juntaban entre sí, formando nubes más grandes, haciendo espacio a las que, desde lejos, todavía venían.
No saludé a nadie en el camino, no miré a nadie. Subí apresurado las escaleras de la pensión, tropezando con los últimos peldaños. Entré a la habitación y comencé a desparramar los papeles tratando de dar con la bendita fotografía. Al mismo tiempo trataba de completar la historia  en mi cabeza, trataba de adivinar lo que podría llegar a suceder y de recordar lo que ya había sucedido.  Ariel y Silvina habían existido, por lo tanto, Marco era mi padre, el que había estado igualmente enamorado de Silvina, el que les había ofrecido su casa como refugio, tal vez, para protegerla más a ella que a él. Que no hubiese terminado nunca esa “novela” sólo podía ser indicio, en mi cabeza, de una cosa. 
Di por fin con la fotografía, la observé unos segundos. Observé el rostro de mi padre, tan joven en ella, y supliqué por que aquello que temía no fuera cierto.

Recordé la carta, esa que mi padre había escrito para Erminia, esa cuya única palabra entonces parecía tener algo de sentido. La tomé y me la metí en el bolsillo del pantalón. Volví a salir a la calle y volví a pasar por los mismos lugares de antes; otra vez las mismas casas, otra vez el estudio de Andrea, otra vez el mismo cielo, cada vez más cubierto y menos luminoso.
Tomé por una de las calles de tierra que nacían en la calle principal. Llegué hasta la casa que creía era la correcta y llamé desde la vereda, haciendo golpear mis palmas ante la ausencia de timbre, o de cualquier otra forma para anunciarse.
Un enorme perro de color negro fue el primero en salir a recibirme. Parecía ya bastante entrado en  años, pues su pelo había perdido el brillo y sus ojos evidenciaban una incipiente ceguera. Se detuvo a una distancia prudencial de mí y comenzó con su ronco ladrido.
Unos momentos después apareció la mujer. Anciana, con el rostro cubierto de arrugas, como el tronco de un árbol, blanqueado con cal.
No la recordaba de la fiesta porque no había asistido a la fiesta. Me observó unos segundos y luego me saludó. Me conocía, no era raro. Devolví el saludo, pero con una sonrisa fugaz, que bien pudo deberse a la tristeza.
Le pregunté si sabía quién era yo; por supuesto que sabía.
Todos sabían.
El perro dejó de ladrar cuando ella se acercó a mí, y comenzó a mover la cola, mientras lamía la mano de su dueña.
No sabía por dónde comenzar a explicarme, para mí, esa visita era la culminación de unos días verdaderamente olvidables (salvo por la noche con Andrea), pero para ella carecía totalmente de sentido; al menos por unos minutos más.
Necesitaba hablar con ella, fue todo lo que le dije, serían solamente unos cuantos minutos. Me invitó a pasar sin dudarlo. El perro caminaba a mi lado al tiempo que comenzaba a toser.
“Pasá”, me dijo, e ingresé en la modesta casa, pidiendo permiso. Tomé asiento, como ella me indicó. Me convidó un mate que bebí en silencio, sin decir gracias al devolverlo, puesto que como todos saben, agradecer mientras se devuelve un mate es señal de que ya estamos satisfechos y yo no lo estaba. El mate es una buena forma de pasar unos minutos en la compañía de alguien sin hablar. Uno se comunica a través de los gestos, de la suavidad o la brusquedad de los movimientos, al menos es así cuando se toma entre dos personas y supongo que, en su oscura gestación, esta fue una idea primordial.

Después de unos minutos me sentí preparado, saqué de debajo de mi brazo izquierdo la foto y la carta, que de seguro, ella ya intuía, eran el motivo de mi visita, pero que por amabilidad no se había atrevido a señalar.
No me pareció justo para ella prolongar más el momento. Andrea me había dicho que Erminia nunca había tenido hijos, no que ella supiera, pero yo ya había comprendido que estaba equivocada.
Deslicé la foto hacia ella, por sobre la mesa, delicadamente, y permanecí en silencio, esperando. Ella la tomó, al principio sorprendida, luego dibujó en su rostro una leve sonrisa. Me miró, creo que al principio no entendió muy bien dónde la había obtenido, después de unos segundos se recostó en su silla y se quitó los lentes, dejándolos sobre la mesa. “¿La tenía tu papá?”, preguntó al tiempo que se secaba los ojos. Hice un gesto positivo con la cabeza. No me atrevía a hablar, todavía faltaba lo peor.
Me confesó que no tenía ninguna otra foto de Javier en esos años, menos aún, alguna en la que estuviera con su novia.
Me enderecé en la silla lo mejor que pude y le dije que había encontrado en la casa de mi padre algunas cosas escritas sobre Javier, Silvina y él mismo. Algunas “memorias”, le dije. Pero le advertí de que su hijo no aparecía con su verdadero nombre, sino como Ariel; y mi padre, como Marco.
Ella no se sorprendió para nada. Me dijo lo que yo ya sabía; en los setenta muchos militantes usaban nombres falsos, un alias. Sobre todo aquellos que se encontraban más comprometidos. Con la salvedad de los que eran más cercanos, nadie sabía sus verdaderos nombres. Era una forma de protegerse en caso de que alguno fuera secuestrado y torturado, de ese modo se dificultaba que obtuvieran de ellos alguna información sobre la verdadera identidad de los otros.
Pregunté por Silvina. Quise saber si conocía lo que había sucedido con su cuerpo. La respuesta fue afirmativa y ese dato terminó de confirmar mis sospechas. Había aparecido algunas semanas después de su muerte, en la costa de Uruguay. Unas personas que paseaban por la Playa de Colonia habían dado con un extraño bulto encallado en la arena, cuando se acercaron, se encontraron con un cuerpo. Años más tarde, el ADN confirmó su identidad. Ella lo supo de inmediato pues para ese entonces se encontraba trabajando con diversas organizaciones. La había conocido un par de años antes de su muerte, en una visita que Javier y ella le habían hecho, aquí mismo, en Córber. Erminia se sentía vieja, y si bien nunca había abandonado la búsqueda de su hijo, tampoco tenía las energías suficientes como para ser la cabeza de semejante empresa. En ese momento, gente más joven se ocupaba de investigar.
Mi padre y Javier habían sido amigos desde la infancia.
Ella me lo dijo.
Desde la infancia.
Habían comenzado juntos a militar en la JP. Cuándo, cómo y por qué mi padre había hecho lo que hizo, es algo que no sabré nunca y que no sé si me interesa saber.
Observé la carta unos segundos y ella me observó observando la carta.
La dejé sobre la fría madera de la mesa,
sin mantel,
sin ganas;
pero con dolor.
Le dije que mi padre la había escrito eso para ella,
para Erminia,
pero que nunca se lo había entregado; sin dudas, porque sabría que todos deducirían el único modo en que se podría haber enterado.
Ella, Erminia, tomó la carta,
amarilla por los años, y sacó el papel de su interior.
Una sola palabra había escrita. Erminia volvió a colocarse los anteojos y leyó:

                                                                   “cementerio”.

Le pregunté si podía recordar el caso de ese cuidador que fue asesinado en un supuesto intento de robo.
Ella recordaba.
Yo comprendía que no había sido ningún intento de robo; la policía de Córber lo sabía desde hacía tiempo, los más viejos, al menos. Lo habían asesinado porque él era el único que sabía dónde estaba enterrado exactamente el cuerpo de Javier. Lo habían asesinado porque no debía haber testigos, al menos, no testigos que pudieran hablar.
Le dije que el cuerpo de Javier había estado todo este tiempo perdido en alguna parte cercana al cementerio de Córber, o dentro mismo de él. Habían hecho que el cuidador cavara la fosa, por eso lo asesinaron, después.
La mujer me observó,
callada,
con un leve temblor en los labios.
Su rostro pálido en la oscura madera de los muebles.
Me preguntó, la voz también levemente temblorosa, cómo podía saber yo eso.
La respuesta salió con dolor;
como si, mezcladas con las palabras y el sonido, también salieran piedras.
Eran palabras pesadas, con una densidad que nunca había experimentado,
yo,
que vivo de las palabras.

Porque mi padre los había entregado, le dije.

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