Y
de mi cuerpo ya no sabe nadie,
lo
mismo que a un fantasma me aturden los vivos,
y
estar despierto es un daño inmenso.” H.R. Malkiel. Desaparecido
Lloré. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Lloré como un chico al que le acaban de decir que ha muerto su perro.
Llorar es fácil y es bueno, y fue como
si en ese llanto yo mezclara todo lo que no lloré en mi vida.
Me vacié, después de un rato, supongo.
Mi pregunta era ¿lloró mi padre? ¿Qué
hizo mi padre?
No sabía qué papel había desempeñado
él en ese final. Me levanté del piso en el que me había sentado para llorar. Me
sentí solo en esa casa en la que no estaba solo. Había, sabía yo, dos personas
más, o lo que hubiese quedado de esas dos personas. Pero al menos ya sabía lo
que había quedado de ellas. No necesariamente debía quedar lo mismo para todas,
yo no creía que eso fuera así. Pero en su caso, al menos, había quedado amor. Y
ese amor, de alguna forma los obligaba a permanecer en ese sitio, aun cuando yo
no supiera por qué.
Me detuve frente a la ventana, mirando
hacia fuera, las plantas casi muertas, el camino de piedra, el cielo
cubriéndose de nubes. Miré hacia fuera; hacia un país hecho de silencio, de secretos,
en Córber, en Morón, en donde fuera. Pero un país también hecho de muertos, y
por qué no, de amor. Tempranamente aprendí que una cosa no excluye a la otra.
Esperé a que pasara el enrojecimiento
de mis ojos, me dirigí al baño de la planta baja. Ya no sentía miedo, sentía
que todo, de alguna forma, estaba terminando. Me lavé la cara, me mojé el pelo.
Levanté mi remera y miré las manchas que aún persistían en mi cuerpo, pero que
ya casi no me dolían, salvo en ocasiones. Esas manchas que Andrea no había
notado por la oscuridad de la pieza en la que nos acostamos, y en la que yo no
había pensado un segundo en Mariel mientras le quitaba la ropa, mientras
acariciaba y besaba sus pechos y mientras me situaba sobre ella, entre sus
piernas, y entraba en ella, apoyando mi cabeza sobre su cabeza, mi boca sobre
su boca, y no decíamos nada.
Fui hasta la puerta y dejé que el
viento, el mismo que traía las nubes, me fuera secando el rostro, las manos, el
pelo.
Sabía dónde vivía Erminia, debía ir a
su casa, hasta ahora no tenía dónde ubicarla en el rompecabezas pero no me
importaba, quería ir a su casa y preguntarle, exigirle si hacía falta. Sin
embargo algo se me ocurrió. Debía pasar por la pensión primero, debía revolver
entre los muchos papeles que obtuve del desvencijado ropero de mi padre y traer
la foto. Esa foto grupal en la que entre otros, estaba mi padre. Debía llevarle
la foto y mostrársela. Ni ella ni la foto ni el cuidador muerto aún encajaban,
debía juntarlos a todos. Si lo hacía, entonces que ya tenía gran parte de la
historia, estaba seguro, terminarían encajando. Por lo menos para mí.
Salí de la casa sin preocuparme por
cerrar ninguna puerta y volví a pasar por los mismos lugares que apenas un rato
antes había pisado. Las mismas calles, las mismas veredas, el frente del
estudio de Andrea.
Las nubes ahora se juntaban entre sí,
formando nubes más grandes, haciendo espacio a las que, desde lejos, todavía
venían.
No saludé a nadie en el camino, no
miré a nadie. Subí apresurado las escaleras de la pensión, tropezando con los
últimos peldaños. Entré a la habitación y comencé a desparramar los papeles
tratando de dar con la bendita fotografía. Al mismo tiempo trataba de completar
la historia en mi cabeza, trataba de adivinar
lo que podría llegar a suceder y de recordar lo que ya había sucedido. Ariel y Silvina habían existido, por lo
tanto, Marco era mi padre, el que había estado igualmente enamorado de Silvina,
el que les había ofrecido su casa como refugio, tal vez, para protegerla más a
ella que a él. Que no hubiese terminado nunca esa “novela” sólo podía ser
indicio, en mi cabeza, de una cosa.
Di por fin con la fotografía, la
observé unos segundos. Observé el rostro de mi padre, tan joven en ella, y
supliqué por que aquello que temía no fuera cierto.
Recordé la carta, esa que mi padre
había escrito para Erminia, esa cuya única palabra entonces parecía tener algo
de sentido. La tomé y me la metí en el bolsillo del pantalón. Volví a salir a
la calle y volví a pasar por los mismos lugares de antes; otra vez las mismas
casas, otra vez el estudio de Andrea, otra vez el mismo cielo, cada vez más
cubierto y menos luminoso.
Tomé por una de las calles de tierra
que nacían en la calle principal. Llegué hasta la casa que creía era la
correcta y llamé desde la vereda, haciendo golpear mis palmas ante la ausencia
de timbre, o de cualquier otra forma para anunciarse.
Un enorme perro de color negro fue el
primero en salir a recibirme. Parecía ya bastante entrado en años, pues su pelo había perdido el brillo y
sus ojos evidenciaban una incipiente ceguera. Se detuvo a una distancia
prudencial de mí y comenzó con su ronco ladrido.
Unos momentos después apareció la
mujer. Anciana, con el rostro cubierto de arrugas, como el tronco de un árbol,
blanqueado con cal.
No la recordaba de la fiesta porque no
había asistido a la fiesta. Me observó unos segundos y luego me saludó. Me
conocía, no era raro. Devolví el saludo, pero con una sonrisa fugaz, que bien
pudo deberse a la tristeza.
Le pregunté si sabía quién era yo; por
supuesto que sabía.
Todos sabían.
El perro dejó de ladrar cuando ella se
acercó a mí, y comenzó a mover la cola, mientras lamía la mano de su dueña.
No sabía por dónde comenzar a
explicarme, para mí, esa visita era la culminación de unos días verdaderamente
olvidables (salvo por la noche con Andrea), pero para ella carecía totalmente
de sentido; al menos por unos minutos más.
Necesitaba hablar con ella, fue todo
lo que le dije, serían solamente unos cuantos minutos. Me invitó a pasar sin
dudarlo. El perro caminaba a mi lado al tiempo que comenzaba a toser.
“Pasá”, me dijo, e ingresé en la
modesta casa, pidiendo permiso. Tomé asiento, como ella me indicó. Me convidó
un mate que bebí en silencio, sin decir gracias al devolverlo, puesto que como
todos saben, agradecer mientras se devuelve un mate es señal de que ya estamos
satisfechos y yo no lo estaba. El mate es una buena forma de pasar unos minutos
en la compañía de alguien sin hablar. Uno se comunica a través de los gestos,
de la suavidad o la brusquedad de los movimientos, al menos es así cuando se
toma entre dos personas y supongo que, en su oscura gestación, esta fue una
idea primordial.
Después de unos minutos me sentí
preparado, saqué de debajo de mi brazo izquierdo la foto y la carta, que de
seguro, ella ya intuía, eran el motivo de mi visita, pero que por amabilidad no
se había atrevido a señalar.
No me pareció justo para ella
prolongar más el momento. Andrea me había dicho que Erminia nunca había tenido
hijos, no que ella supiera, pero yo ya había comprendido que estaba equivocada.
Deslicé la foto hacia ella, por sobre
la mesa, delicadamente, y permanecí en silencio, esperando. Ella la tomó, al
principio sorprendida, luego dibujó en su rostro una leve sonrisa. Me miró,
creo que al principio no entendió muy bien dónde la había obtenido, después de
unos segundos se recostó en su silla y se quitó los lentes, dejándolos sobre la
mesa. “¿La tenía tu papá?”, preguntó al tiempo que se secaba los ojos. Hice un
gesto positivo con la cabeza. No me atrevía a hablar, todavía faltaba lo peor.
Me confesó que no tenía ninguna otra
foto de Javier en esos años, menos aún, alguna en la que estuviera con su
novia.
Me enderecé en la silla lo mejor que
pude y le dije que había encontrado en la casa de mi padre algunas cosas
escritas sobre Javier, Silvina y él mismo. Algunas “memorias”, le dije. Pero le
advertí de que su hijo no aparecía con su verdadero nombre, sino como Ariel; y
mi padre, como Marco.
Ella no se sorprendió para nada. Me
dijo lo que yo ya sabía; en los setenta muchos militantes usaban nombres
falsos, un alias. Sobre todo aquellos que se encontraban más comprometidos. Con
la salvedad de los que eran más cercanos, nadie sabía sus verdaderos nombres.
Era una forma de protegerse en caso de que alguno fuera secuestrado y
torturado, de ese modo se dificultaba que obtuvieran de ellos alguna
información sobre la verdadera identidad de los otros.
Pregunté por Silvina. Quise saber si
conocía lo que había sucedido con su cuerpo. La respuesta fue afirmativa y ese
dato terminó de confirmar mis sospechas. Había aparecido algunas semanas
después de su muerte, en la costa de Uruguay. Unas personas que paseaban por la Playa de Colonia habían dado
con un extraño bulto encallado en la arena, cuando se acercaron, se encontraron
con un cuerpo. Años más tarde, el ADN confirmó su identidad. Ella lo supo de
inmediato pues para ese entonces se encontraba trabajando con diversas
organizaciones. La había conocido un par de años antes de su muerte, en una
visita que Javier y ella le habían hecho, aquí mismo, en Córber. Erminia se
sentía vieja, y si bien nunca había abandonado la búsqueda de su hijo, tampoco
tenía las energías suficientes como para ser la cabeza de semejante empresa. En
ese momento, gente más joven se ocupaba de investigar.
Mi padre y Javier habían sido amigos
desde la infancia.
Ella me lo dijo.
Desde la infancia.
Habían comenzado juntos a militar en
la JP. Cuándo, cómo y por qué mi padre había hecho lo que hizo, es algo que no
sabré nunca y que no sé si me interesa saber.
Observé la carta unos segundos y ella
me observó observando la carta.
La dejé sobre la fría madera de la
mesa,
sin mantel,
sin ganas;
pero con dolor.
Le dije que mi padre la había escrito
eso para ella,
para Erminia,
pero que nunca se lo había entregado;
sin dudas, porque sabría que todos deducirían el único modo en que se podría
haber enterado.
Ella, Erminia, tomó la carta,
amarilla por los años, y sacó el papel
de su interior.
Una sola palabra había escrita.
Erminia volvió a colocarse los anteojos y leyó:
“cementerio”.
Le pregunté si podía recordar el caso
de ese cuidador que fue asesinado en un supuesto intento de robo.
Ella recordaba.
Yo comprendía que no había sido ningún
intento de robo; la policía de Córber lo sabía desde hacía tiempo, los más
viejos, al menos. Lo habían asesinado porque él era el único que sabía dónde
estaba enterrado exactamente el cuerpo de Javier. Lo habían asesinado porque no
debía haber testigos, al menos, no testigos que pudieran hablar.
Le dije que el cuerpo de Javier había
estado todo este tiempo perdido en alguna parte cercana al cementerio de
Córber, o dentro mismo de él. Habían hecho que el cuidador cavara la fosa, por
eso lo asesinaron, después.
La mujer me observó,
callada,
con un leve temblor en los labios.
Su rostro pálido en la oscura madera
de los muebles.
Me preguntó, la voz también levemente
temblorosa, cómo podía saber yo eso.
La respuesta salió con dolor;
como si, mezcladas con las palabras y
el sonido, también salieran piedras.
Eran palabras pesadas, con una
densidad que nunca había experimentado,
yo,
que vivo de las palabras.
Porque mi padre los había entregado,
le dije.
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