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martes, 21 de enero de 2014

PERLITAS DEL AYER, por Miguel Àbalos, de Montevideo, Uruguay

En la década del 50, cuando el mundo nos empezó a conocer  –por lo bien que vivíamos–  como “la Suiza de América”.  Los desastres de la guerra  –lo mismo que a Suiza–  nos habían favorecido. 
No teníamos marginados ni se veía gente pidiendo en las calles... salvo las excepciones de algunos “vivos” que existieron en todas las épocas.
Por supuesto que no había televisión ni computadoras y los teléfonos eran privilegio de algunos pocos.  La radio  –en todas las casas–  proporcionaba entretenimiento e información.

Otra fuente de noticias fehaciente era el boliche de la esquina de cada barrio, donde lo que sucedía en el país y en el mundo se transmitía de boca a boca, entre caña y caña o en partidas de billar.  Esa perdida forma cotidiana de entretenerse y compartir sucesos, hacía a los uruguayos más amistosos en su forma de vida.
                 En aquellos años había más de un boliche por cuadra, con más parroquianos acodados al mostrador que sentados frente a una mesa.  Eso era una costumbre muy uruguaya, pero también tenía una razón: decían algunos veteranos que el que bebe de pie y caminando un poco, resiste mucho mejor el alcohol... en cambio al que lo hace sentado, cuando quiere levantarse le falta el equilibrio.
            El barrio en que yo andaba a los dieciocho años tuvo sus boliches afamados:  “Los cuatro hermanos” y el “Liberal” en Rivera y Larrañaga, el “Millares” en Rivera y Marco Bruto, el “Ultramar” (conocido como “La Pocha”) en Muñoz y Julio César, el “Júpiter” en Rivera y Rossell y Rius.
El “Júpiter” era el más conocido porque no cerraba nunca.  Había partidas de billar, cartas y dados y se apostaba mucha plata.  No había más riesgo que el de perder, porque el Comisario de turno en la zona, hacía “la vista gorda” al juego clandestino, a cambio de alguna “colaboración” por parte del bolichero.
Lo pintoresco era que algunas noches de viernes o sábado  –a las dos o tres de la madrugada, cuando los demás boliches ya habían cerrado–  solía llegar gente de otros barrios, ya con algunas cañas encima, que  –con voz fuerte y autoritaria–  preguntaba desde la puerta:
–¿Dónde está el guapo?, ¡quiero probarme con él!  –insistiendo burlonamente si nadie contestaba–  ¿son todos maulas, acá?
            Ya eso era mucho y hacía saltar a alguno que se sentía herido e insultado en lo más íntimo de su hombría, que también hacía sonar su vozarrón:
–Yo soy el guapo, ¿qué es lo que querés?
–Bueno  –contestaba el desafiante–  salí afuera ¡a ver qué tan guapo sos!
            Tras ellos iban todos los parroquianos a mirar el espectáculo de dos hombres peleando por un honor sin sentido, sublimado sólo por el alcohol.
En esos desafíos, había reglas que se respetaban como ley.  Las peleas eran a golpes de puño, sin arma alguna, y cuando uno caía, el rival esperaba que se levantara... hasta que uno de los dos se diera por vencido.  A partir de ese momento se terminaba la bronca y entraban al bar a tomar juntos y muchas veces terminaban haciéndose amigos.
            Los guapos del Júpiter pertenecían a la última generación de orilleros, una estirpe  –ya en esa época–  camino a la extinción.
El más singular y hasta extraño de la zona, era el boliche “La muerte”, que estaba en Propios (hoy Batlle y Ordóñez) y Asamblea, frente al predio norte del cementerio del Buceo, ya desaparecido.
            Estaba totalmente pintado de negro, por afuera y por adentro, así como las mesas, las sillas y el mostrador.  El decorado  –que hacía juego con su nombre–  se componía de pinturas de calaveras y fotos de velorios.  Sus concurrentes no se quedaban atrás, frecuentando el tenebroso recinto vestidos de negro. “La muerte” abría sus puertas al caer la tarde y cerraba al amanecer.
            Un invierno a fines de la década del 40, el mes de julio se había venido “con todo”.  Pero el viento sur azotando desde la costa, la tormenta eléctrica y la gélida lluvia, no detuvieron al Pardo Acosta, al Gato José y al Flaco Serafín.  Estaban sentados frente a una mesa del boliche “La muerte” como solían hacerlo casi a diario, bebiendo sus consabidas copas. A la una de la madrugada, ya los tres estaban bastante “punteados”.
–¡Qué nochecita‘e la puta, hermano!  –dijo el Gato José–
–Como p’a estar ahí enfrente, bajo tierra  –contestó el Pardo Acosta–  p’a lo que se ve en este mundo, mejor es estar muerto.
–No me jodas, Pardo  –dijo el Flaco–  ¡una noche de éstas no paso ni por la vereda del cementerio!
–¿Qué?, ¿le tenés miedo a los muertos?  –exclamó el Pardo–  mejor tenele miedo a los vivos, que son los que te joden.
–¡Capaz que vos no le tenés miedo a los muertos!  –dijo el Gato–  ¡no me jodas!
–¡Y claro que no les tengo miedo!  –aseguró el Pardo–
–Ahora también vas a decir que te animás a entrar al cementerio lo más campante, ¡como si entraras a tu casa!
–¿Querés apostar, Gato?  –desafió el Pardo–  ¡entro y lo recorro todo y no pasa nada!
–No jodan con eso  –dijo el Flaco–  las almas de los muertos andan siempre acompañándolos y no les gusta que las molesten... ¡mucho menos de noche!
–¿Qué?  –preguntó el Pardo–  ¿eso es lo que dicen esos libros que siempre estás leyendo?
–Bueno  –dijo el Gato–  ¿qué querés apostar, Pardo?
–Lo que vos quieras.
–Una botella‘e caña añeja, de la botella cuadrada, que es mejor, ¿‘ta?
–’Tamo, ¡agarro!
–¿Y cómo sé que entraste, si no voy con vos?
–¡Hacé una cosa!  –saltó el Flaco, viendo que no los paraba nadie– llevá una estaca y la clavás al costado de la tumba de Parra del Riego, que está en el centro del cementerio... vos sabés dónde está porque me acompañaste cuando yo le llevé flores, una vez.
            Parra del Riego  –poeta peruano nacido en 1894–  había muerto en Montevideo en 1925 y lo habían enterrado en el ala norte del cementerio del Buceo.  Fue la última tumba que se removió cuando esa parte del cementerio se deshizo.
–Me gusta  –dijo el Gato–  cuando amanezca yo entro a ver si está, ¿‘ta bien, Pardo?
–¡Agarro!  –dijo Acosta–  en la obra que están haciendo al lado hay pedazos de madera y el martillo se lo pido al bolichero... ¡ah!, la añeja me la tomo solo, ¿‘tamo?
–’Ta bien, pardo, si ganás, no hay problema.
                        En la negrura de la noche no se veían ni las manos.  Sólo la luz de los relámpagos alumbraba por segundos, la lluvia continuaba y el viento silbaba entre las ramas de los árboles.
            El Pardo Acosta se prendió los tres botones de su largo y raído sobretodo negro, se encasquetó hasta los ojos la gorra de lana y salió a cumplir la apuesta.
            El Flaco Serafín y el Gato José se quedaron mirándolo cruzar Propios camino al cementerio. 
            Cuando Acosta llegó al oxidado portón de hierro lo encontró cerrado con cadena y candado, pero la cadena estaba floja y haciendo fuerza entre las dos hojas consiguió escurrirse por la abertura.
            Adentro el silencio era  –literalmente, en esta ocasión–  sepulcral.  Hasta el viento, que rugía afuera, parecía sólo susurrar entre los eucaliptos. El Pardo respiró profundo y arrancó decidido, con la estaca en una mano y el martillo en la otra. 
            Los relámpagos le indicaban el camino, pero todavía faltaba un trecho.  Para no sentirse tan solo comenzó al silbar.  A medida que avanzaba, lo iba invadiendo una extraña sensación... se resistía a pensar que estaba sintiendo miedo.  Presentía que muchos ojos lo observaban en la oscuridad y su valentía se estaba esfumando. 
            Había entrado al cementerio muchas veces, pero siempre de día.  Trataba de silbar más fuerte y sus labios no respondían, se estaba aturdiendo por el miedo.  ¿Miedo a qué?  –se preguntaba–  intentando recobrar los últimos vestigios de esa hombría que quería demostrar.
            Quiso apurar el paso y sus piernas no respondieron, se sentía vigilado por seres que no podía ver y que lo estaban cercando. 
            Avanzaba por el camino principal que le parecía interminable, cuando un relámpago iluminó su entorno y comprobó que había llegado al lugar indicado. Un trueno retumbó en medio de la lluvia torrencial y lo hizo estremecer.  Sacó fuerzas y coraje de su pobre amor propio ya marchito y entregado, y se agachó a clavar la estaca.  La golpeó en la tierra empapada y pudo hundirla sin mayor esfuerzo.
            Complacido de haber ganado la apuesta, pensó en salir lo antes posible de ese lugar.  Apoyó el martillo en el suelo para erguirse pero no pudo dar un paso, sintió como si muchas manos se aferraran a su viejo sobretodo para no dejarlo mover.
            Ya había amanecido cuando el Gato José y el Flaco Serafín decidieron entrar al cementerio a buscar al Pardo, que hacía como cuatro horas que se había ido. Entraron por la abertura del portón y caminaron hacia el centro. Lo encontraron tirado cuan largo era,  junto a la tumba de Parra del Riego.  Cuando quisieron levantarlo se dieron cuenta que estaba muerto.
–¡Mirá!  –dijo el Gato–  atravesó el sobretodo con la estaca y ¡se clavó él también!... ¡de mamao se durmió y se murió‘e frío...!
–Para mí  –dijo el Flaco sacudiendo la cabeza–  del miedo le dio un infarto... de alguna manera, las almas de los muertos no le perdonaron la osadía de perturbar la paz de sus noches... yo les dije...

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