En la década del 50, cuando el mundo nos empezó a conocer –por lo bien que vivíamos– como “la Suiza de América”. Los desastres de la guerra –lo mismo que a Suiza– nos habían favorecido.
No teníamos marginados ni se veía gente pidiendo en las calles... salvo
las excepciones de algunos “vivos” que existieron en todas las épocas.
Por supuesto que no había televisión ni computadoras y los teléfonos eran
privilegio de algunos pocos. La
radio –en todas las casas– proporcionaba entretenimiento e información.
Otra fuente de noticias fehaciente era el boliche de la esquina de cada
barrio, donde lo que sucedía en el país y en el mundo se transmitía de boca a
boca, entre caña y caña o en partidas de billar. Esa perdida forma cotidiana de entretenerse y
compartir sucesos, hacía a los uruguayos más amistosos en su forma de vida.
En aquellos años había más de un boliche
por cuadra, con más parroquianos acodados al mostrador que sentados frente a
una mesa. Eso era una costumbre muy uruguaya,
pero también tenía una razón: decían algunos veteranos que el que bebe de pie y
caminando un poco, resiste mucho mejor el alcohol... en cambio al que lo hace
sentado, cuando quiere levantarse le falta el equilibrio.
El barrio en que yo
andaba a los dieciocho años tuvo sus boliches afamados: “Los cuatro hermanos” y el “Liberal” en
Rivera y Larrañaga, el “Millares” en Rivera y Marco Bruto, el “Ultramar”
(conocido como “La Pocha”) en Muñoz y Julio César, el “Júpiter” en Rivera y
Rossell y Rius.
El “Júpiter” era el más conocido porque no cerraba
nunca. Había partidas de billar, cartas
y dados y se apostaba mucha plata. No
había más riesgo que el de perder, porque el Comisario de turno en la zona,
hacía “la vista gorda” al juego clandestino, a cambio de alguna “colaboración”
por parte del bolichero.
Lo pintoresco era que algunas noches de viernes o
sábado –a las dos o tres de la
madrugada, cuando los demás boliches ya habían cerrado– solía llegar gente de otros barrios, ya con
algunas cañas encima, que –con voz
fuerte y autoritaria– preguntaba desde
la puerta:
–¿Dónde está el guapo?, ¡quiero probarme con
él! –insistiendo burlonamente si nadie
contestaba– ¿son todos maulas, acá?
Ya eso era mucho y hacía
saltar a alguno que se sentía herido e insultado en lo más íntimo de su
hombría, que también hacía sonar su vozarrón:
–Yo soy el guapo, ¿qué es lo que querés?
–Bueno
–contestaba el desafiante– salí
afuera ¡a ver qué tan guapo sos!
Tras ellos iban todos
los parroquianos a mirar el espectáculo de dos hombres peleando por un honor
sin sentido, sublimado sólo por el alcohol.
En esos desafíos, había reglas que se respetaban
como ley. Las peleas eran a golpes de
puño, sin arma alguna, y cuando uno caía, el rival esperaba que se levantara...
hasta que uno de los dos se diera por vencido.
A partir de ese momento se terminaba la bronca y entraban al bar a tomar
juntos y muchas veces terminaban haciéndose amigos.
Los guapos del Júpiter
pertenecían a la última generación de orilleros, una estirpe –ya en esa época– camino a la extinción.
El más singular y hasta extraño de la zona, era el
boliche “La muerte”, que estaba en Propios (hoy Batlle y Ordóñez) y Asamblea,
frente al predio norte del cementerio del Buceo, ya desaparecido.
Estaba totalmente
pintado de negro, por afuera y por adentro, así como las mesas, las sillas y el
mostrador. El decorado –que hacía juego con su nombre– se componía de pinturas de calaveras y fotos
de velorios. Sus concurrentes no se
quedaban atrás, frecuentando el tenebroso recinto vestidos de negro. “La
muerte” abría sus puertas al caer la tarde y cerraba al amanecer.
Un invierno a fines de
la década del 40, el mes de julio se había venido “con todo”. Pero el viento sur azotando desde la costa,
la tormenta eléctrica y la gélida lluvia, no detuvieron al Pardo Acosta, al
Gato José y al Flaco Serafín. Estaban
sentados frente a una mesa del boliche “La muerte” como solían hacerlo casi a
diario, bebiendo sus consabidas copas. A la una de la madrugada, ya los tres
estaban bastante “punteados”.
–¡Qué nochecita‘e la puta, hermano! –dijo el Gato José–
–Como p’a estar ahí enfrente, bajo tierra –contestó el Pardo Acosta– p’a lo que se ve en este mundo, mejor es
estar muerto.
–No me jodas, Pardo
–dijo el Flaco– ¡una noche de
éstas no paso ni por la vereda del cementerio!
–¿Qué?, ¿le tenés miedo a los muertos? –exclamó el Pardo– mejor tenele miedo a los vivos, que son los
que te joden.
–¡Capaz que vos no le tenés miedo a los
muertos! –dijo el Gato– ¡no me jodas!
–¡Y claro que no les tengo miedo! –aseguró el Pardo–
–Ahora también vas a decir que te animás a entrar al
cementerio lo más campante, ¡como si entraras a tu casa!
–¿Querés apostar, Gato? –desafió el Pardo– ¡entro y lo recorro todo y no pasa nada!
–No jodan con eso
–dijo el Flaco– las almas de los
muertos andan siempre acompañándolos y no les gusta que las molesten... ¡mucho
menos de noche!
–¿Qué?
–preguntó el Pardo– ¿eso es lo
que dicen esos libros que siempre estás leyendo?
–Bueno –dijo
el Gato– ¿qué querés apostar, Pardo?
–Lo que vos quieras.
–Una botella‘e caña añeja, de la botella cuadrada,
que es mejor, ¿‘ta?
–’Tamo, ¡agarro!
–¿Y cómo sé que entraste, si no voy con vos?
–¡Hacé una cosa!
–saltó el Flaco, viendo que no los paraba nadie– llevá una estaca y la
clavás al costado de la tumba de Parra del Riego, que está en el centro del
cementerio... vos sabés dónde está porque me acompañaste cuando yo le llevé
flores, una vez.
Parra del Riego –poeta peruano nacido en 1894– había muerto en Montevideo en 1925 y lo
habían enterrado en el ala norte del cementerio del Buceo. Fue la última tumba que se removió cuando esa
parte del cementerio se deshizo.
–Me gusta
–dijo el Gato– cuando amanezca yo
entro a ver si está, ¿‘ta bien, Pardo?
–¡Agarro!
–dijo Acosta– en la obra que
están haciendo al lado hay pedazos de madera y el martillo se lo pido al
bolichero... ¡ah!, la añeja me la tomo solo, ¿‘tamo?
–’Ta bien, pardo, si ganás, no hay problema.
En la negrura de la noche no se veían ni las manos. Sólo la luz de los relámpagos alumbraba por
segundos, la lluvia continuaba y el viento silbaba entre las ramas de los
árboles.
El Pardo Acosta se
prendió los tres botones de su largo y raído sobretodo negro, se encasquetó
hasta los ojos la gorra de lana y salió a cumplir la apuesta.
El Flaco Serafín y el
Gato José se quedaron mirándolo cruzar Propios camino al cementerio.
Cuando Acosta llegó al
oxidado portón de hierro lo encontró cerrado con cadena y candado, pero la
cadena estaba floja y haciendo fuerza entre las dos hojas consiguió escurrirse
por la abertura.
Adentro el silencio
era –literalmente, en esta ocasión– sepulcral.
Hasta el viento, que rugía afuera, parecía sólo susurrar entre los eucaliptos.
El Pardo respiró profundo y arrancó decidido, con la estaca en una mano y el
martillo en la otra.
Los relámpagos le
indicaban el camino, pero todavía faltaba un trecho. Para no sentirse tan solo comenzó al
silbar. A medida que avanzaba, lo iba
invadiendo una extraña sensación... se resistía a pensar que estaba sintiendo
miedo. Presentía que muchos ojos lo
observaban en la oscuridad y su valentía se estaba esfumando.
Había entrado al
cementerio muchas veces, pero siempre de día.
Trataba de silbar más fuerte y sus labios no respondían, se estaba
aturdiendo por el miedo. ¿Miedo a
qué? –se preguntaba– intentando recobrar los últimos vestigios de
esa hombría que quería demostrar.
Quiso apurar el paso y
sus piernas no respondieron, se sentía vigilado por seres que no podía ver y
que lo estaban cercando.
Avanzaba por el camino
principal que le parecía interminable, cuando un relámpago iluminó su entorno y
comprobó que había llegado al lugar indicado. Un trueno retumbó en medio de la
lluvia torrencial y lo hizo estremecer.
Sacó fuerzas y coraje de su pobre amor propio ya marchito y entregado, y
se agachó a clavar la estaca. La golpeó
en la tierra empapada y pudo hundirla sin mayor esfuerzo.
Complacido de haber
ganado la apuesta, pensó en salir lo antes posible de ese lugar. Apoyó el martillo en el suelo para erguirse
pero no pudo dar un paso, sintió como si muchas manos se aferraran a su viejo
sobretodo para no dejarlo mover.
Ya había amanecido
cuando el Gato José y el Flaco Serafín decidieron entrar al cementerio a buscar
al Pardo, que hacía como cuatro horas que se había ido. Entraron por la
abertura del portón y caminaron hacia el centro. Lo encontraron tirado cuan
largo era, junto a la tumba de Parra del
Riego. Cuando quisieron levantarlo se
dieron cuenta que estaba muerto.
–¡Mirá! –dijo
el Gato– atravesó el sobretodo con la
estaca y ¡se clavó él también!... ¡de mamao se durmió y se murió‘e frío...!
–Para mí
–dijo el Flaco sacudiendo la cabeza–
del miedo le dio un infarto... de alguna manera, las almas de los
muertos no le perdonaron la osadía de perturbar la paz de sus noches... yo les
dije...
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