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jueves, 30 de enero de 2014

LAS MUJERES NO SABEN DE FÚTBOL, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Creeme, Cacho. ¡Entré como un caballo! ¿Qué digo como un caballo? ¡Como un potrillito! ¡Ella me llevó de las narices cómo y dónde quiso! Me doró la píldora y me la tragué como un nene. Por eso te digo que a las mujeres no hay que creerles ni los datos que figuran en el DNI.

            Pero dejame que te cuente cómo empezó lo mío con Anita. Fue cuando vos estabas en la colimba. Un día que estábamos con los muchachos en el café de enfrente de la plaza. Vos viste que ése viene a ser el centro cultural, la oficina de informaciones y hasta la parroquia del barrio. Uno va a encontrarse con los amigos, a confesar sus problemas o  a preguntar por alguno que hace mucho que no ve. Por supuesto que hablábamos de fútbol. ¿De qué íbamos a  hablar, sino? Y entró un grupo de chicas a preguntar por un colectivo que las dejase cerca del parque.

            Cierto que ya las habíamos visto otras veces comprando factura en la panadería, en la heladería del papá del Gordo o en la puerta de la casa de la hija del farmacéutico. Pero era la primera vez que teníamos la ocasión de hablarles. Eran todas preciosas así que nos ofrecimos gentilmente a acompañarlas hasta la parada que quedaba sobre la avenida. Fuimos el Gordo, el Negro y yo y de movida ya nos habíamos repartido a los angelitos. El Gordo se plantó al lado de la rubia rellenita; el Negro se acomodó junto a una bajita y colorada y yo empecé a caminar al compás de las zancadas que daba una morocha infernal.
            Me dijo que se llamaba Ana y le decían Anita, y que venían de visitar a una amiga, compañera  del jardín de la zona del parque, donde trabajaban de maestras. Fanático como soy del Verde le pregunté de qué cuadro era y ella me explicó que no entendía mucho de fútbol. Le dije que era una picardía y que era casi una obligación como vecina del barrio acompañar al equipo en las buenas y en las malas.
            Ni lerda ni perezosa me contestó que para quererlo al Globo tenía que conocerlo y entender el berretín de embanderarse, sufrir y llorar por un grupo de hombres desconocidos. Vos sabés que en el instituto donde había estudiado, que era sólo de mujeres alguna profesora bigotuda le había metido en la cabeza esa frase de Borges sobre la estupidez del fútbol y la imagen antiestética que daban once jugadores corriendo detrás de una pelota.
            Entonces saqué a relucir toda mi caballerosidad y le ofrecí instruirla en las bondades de un deporte que habían creado los ingleses y que otro intelectual, que había ganado el Premio Nobel Albert Camus, decía que le había enseñado todo lo que sabía sobre la moral de los hombres. No me preguntés de  donde saqué esa frase. Creo que se la escuché a un amigo de la barrabrava que vendía libros  usados en el parque. El caso es que el argumento pareció convencerla y Anita aceptó que le explicase las reglas básicas del fútbol.
Por supuesto que no era un tema para sintetizar en las cuatro cuadras que quedaban hasta la parada, así que quedamos en vernos en el centro el martes a la tardecita. La invité a comer pizza y me despaché con una clase magistral sobre el reglamento del fútbol y las tácticas para jugarlo. Ella me escuchaba con inmenso candor, repetía algunos conceptos como el de los dos tiempos de 45 minutos y el cambio de arco en el entretiempo y se sacaba todas las dudas sobre el off side, las características de un wing izquierdo y la historia de los Mundiales.
Aquella primera cita no nos alcanzó porque Anita era una fuente inagotable de preguntas. Así que acordamos tomar el té un día de la semana siguiente. Después volvimos  a la pizzería donde el ambiente era menos pituco y nadie se escandalizaba cuando yo me ponía  a gritar al describir al Rata sentándose en la alfombra de la reina o un memorable gol con la mano del Chapa Pastrana.
Nos habremos visto unas 20 veces y siempre encontrábamos el modo de fijar un nuevo encuentro para despejar alguna duda o repasar la ley del último hombre. Hasta que me le planté y le pedí que fuese mi novia y ella aceptó bastante complacida. Y volvimos a la pizzería, al zaguán de la casa de su tía materna, donde se quedaba en febrero porque sus padres estaban de vacaciones. Una vez me animé y la llevé a una amoblada y ahí después de los arrumacos y el pucho de rigor repasamos la historia del fútbol amateur y empezamos a recorrer la historia del Verde.
Tengo que admitir que Anita era una alumna más que aplicada. Tenía una memoria prodigiosa y me recitaba de memoria. Como las poesías que les enseñaba a sus alumnos del jardín, las formaciones del equipo en las distintas épocas y la justificación del emblema. Con cada acierto yo la premiaba con besos y abrazos, hasta que arrancó el campeonato y creí que se merecía acompañarme a la cancha. Claro que ella se negó modesta y propuso dejarlo para más adelante. No se sentía segura de sus conocimientos para juzgar una mano dentro del área. Pero le argumenté que a esa altura sabía más que muchos relatores y que tendría la tutela de la hinchada, siempre pronta a analizar cada decisión del referí con severidad implacable. Además, yo no veía la hora de compartir con ella algún festejo de gol del Verde.
Así que saqué dos plateas, la obligué a ponerse un gorro, pantalones y remera suelta, no fuera cosa que tuviese que trompearme con algún atrevido que se sintiese atraído pro sus encantos y nos fuimos a la cancha un domingo por la tarde. Tengo que confesar que el Verde se esmeró par hacerme quedar bien. El partido fue toque y toque y en el entretiempo ya iba 3 a 0.
Anita me aseguró que se sentía como en su casa y miraba embobada los festejos de la hinchada. Creo que hasta la escuché corear algunos de los cánticos con esa intuición natural que tienen para las rimas las maestras jardineras. Al menos, eso es lo que pensaba yo, un iluso capaz de caer en las redes de una mina como un back inexperto en las gambetas de un defensor habilidoso.
Fue a la salida de la cancha cuando, a pesar del gorro y el pelo atado, un vendedor de panchos creyó reconocerla. La llamó por el nombre y le preguntó si lo esperaba al viejo que estaba en el palco. No llegué a preguntarle nada, porque en eso apareció él, rodeado de hinchas y de dirigentes. Era el Perro Fernández, el de la figurita difícil. La mayor gloria que tuvo el Verde en toda su historia. El del aquel gol de chilena memorable que con mi viejo recordábamos cada almuerzo del domingo.
En medio de una emoción indescriptible, el Perro se acercó a nosotros y la agarró a Anita por la cintura: “Nena, ¿no me vas a presentar a tu amigo? “, preguntó con ironía mientras yo dudaba entre salir corriendo o confesarle mi eterna admiración. Mientras tanto, la mina me miraba divertida por la situación.
Elegí la derrota antes que la huida. La piba me ganó por goleada. Después me contó  que me había relojeado varias veces en el barrio y que la hija del farmacéutico le había dicho que era fanático del Verde. Pero en esa época las minas no hablaban de fútbol, y ella la jugó de calladita, como le habían enseñado, embobándome con su candor y su ignorancia.
Total, que llevamos 20 años de casados y, como buen abuelo, el Perro le enseñó a jugar al fútbol a mis tres hijos. Con los dos varones no tuvo mucha suerte, porque salieron pataduras como el padre. La que nos sorprendió es la chiquita, que es la goleadora del equipo femenino del Verde y está convocada para la Selección Nacional. ¡Si vieras lo contenta que está la madre!

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