Creeme, Cacho. ¡Entré como un caballo!
¿Qué digo como un caballo? ¡Como un potrillito! ¡Ella me llevó de las narices
cómo y dónde quiso! Me doró la píldora y me la tragué como un nene. Por eso te
digo que a las mujeres no hay que creerles ni los datos que figuran en el DNI.
Pero
dejame que te cuente cómo empezó lo mío con Anita. Fue cuando vos estabas en la
colimba. Un día que estábamos con los muchachos en el café de enfrente de la
plaza. Vos viste que ése viene a ser el centro cultural, la oficina de
informaciones y hasta la parroquia del barrio. Uno va a encontrarse con los
amigos, a confesar sus problemas o a
preguntar por alguno que hace mucho que no ve. Por supuesto que hablábamos de
fútbol. ¿De qué íbamos a hablar, sino? Y
entró un grupo de chicas a preguntar por un colectivo que las dejase cerca del
parque.
Cierto
que ya las habíamos visto otras veces comprando factura en la panadería, en la
heladería del papá del Gordo o en la puerta de la casa de la hija del
farmacéutico. Pero era la primera vez que teníamos la ocasión de hablarles. Eran
todas preciosas así que nos ofrecimos gentilmente a acompañarlas hasta la
parada que quedaba sobre la avenida. Fuimos el Gordo, el Negro y yo y de movida
ya nos habíamos repartido a los angelitos. El Gordo se plantó al lado de la
rubia rellenita; el Negro se acomodó junto a una bajita y colorada y yo empecé
a caminar al compás de las zancadas que daba una morocha infernal.
Me
dijo que se llamaba Ana y le decían Anita, y que venían de visitar a una amiga,
compañera del jardín de la zona del
parque, donde trabajaban de maestras. Fanático como soy del Verde le pregunté de
qué cuadro era y ella me explicó que no entendía mucho de fútbol. Le dije que
era una picardía y que era casi una obligación como vecina del barrio acompañar
al equipo en las buenas y en las malas.
Ni
lerda ni perezosa me contestó que para quererlo al Globo tenía que conocerlo y
entender el berretín de embanderarse, sufrir y llorar por un grupo de hombres
desconocidos. Vos sabés que en el instituto donde había estudiado, que era sólo
de mujeres alguna profesora bigotuda le había metido en la cabeza esa frase de
Borges sobre la estupidez del fútbol y la imagen antiestética que daban once
jugadores corriendo detrás de una pelota.
Entonces
saqué a relucir toda mi caballerosidad y le ofrecí instruirla en las bondades
de un deporte que habían creado los ingleses y que otro intelectual, que había
ganado el Premio Nobel Albert Camus, decía que le había enseñado todo lo que
sabía sobre la moral de los hombres. No me preguntés de donde saqué esa frase. Creo que se la escuché
a un amigo de la barrabrava que vendía libros usados en el parque. El caso es que el
argumento pareció convencerla y Anita aceptó que le explicase las reglas
básicas del fútbol.
Por supuesto que no era
un tema para sintetizar en las cuatro cuadras que quedaban hasta la parada, así
que quedamos en vernos en el centro el martes a la tardecita. La invité a comer
pizza y me despaché con una clase magistral sobre el reglamento del fútbol y
las tácticas para jugarlo. Ella me escuchaba con inmenso candor, repetía
algunos conceptos como el de los dos tiempos de 45 minutos y el cambio de arco
en el entretiempo y se sacaba todas las dudas sobre el off side, las
características de un wing izquierdo y la historia de los Mundiales.
Aquella primera cita no
nos alcanzó porque Anita era una fuente inagotable de preguntas. Así que
acordamos tomar el té un día de la semana siguiente. Después volvimos a la pizzería donde el ambiente era menos
pituco y nadie se escandalizaba cuando yo me ponía a gritar al describir al Rata sentándose en
la alfombra de la reina o un memorable gol con la mano del Chapa Pastrana.
Nos habremos visto unas
20 veces y siempre encontrábamos el modo de fijar un nuevo encuentro para
despejar alguna duda o repasar la ley del último hombre. Hasta que me le planté
y le pedí que fuese mi novia y ella aceptó bastante complacida. Y volvimos a la
pizzería, al zaguán de la casa de su tía materna, donde se quedaba en febrero
porque sus padres estaban de vacaciones. Una vez me animé y la llevé a una
amoblada y ahí después de los arrumacos y el pucho de rigor repasamos la
historia del fútbol amateur y empezamos a recorrer la historia del Verde.
Tengo que admitir que
Anita era una alumna más que aplicada. Tenía una memoria prodigiosa y me
recitaba de memoria. Como las poesías que les enseñaba a sus alumnos del
jardín, las formaciones del equipo en las distintas épocas y la justificación
del emblema. Con cada acierto yo la premiaba con besos y abrazos, hasta que arrancó
el campeonato y creí que se merecía acompañarme a la cancha. Claro que ella se
negó modesta y propuso dejarlo para más adelante. No se sentía segura de sus
conocimientos para juzgar una mano dentro del área. Pero le argumenté que a esa
altura sabía más que muchos relatores y que tendría la tutela de la hinchada,
siempre pronta a analizar cada decisión del referí con severidad implacable.
Además, yo no veía la hora de compartir con ella algún festejo de gol del Verde.
Así que saqué dos
plateas, la obligué a ponerse un gorro, pantalones y remera suelta, no fuera
cosa que tuviese que trompearme con algún atrevido que se sintiese atraído pro
sus encantos y nos fuimos a la cancha un domingo por la tarde. Tengo que
confesar que el Verde se esmeró par hacerme quedar bien. El partido fue toque y
toque y en el entretiempo ya iba 3 a 0.
Anita me aseguró que se
sentía como en su casa y miraba embobada los festejos de la hinchada. Creo que
hasta la escuché corear algunos de los cánticos con esa intuición natural que
tienen para las rimas las maestras jardineras. Al menos, eso es lo que pensaba
yo, un iluso capaz de caer en las redes de una mina como un back inexperto en
las gambetas de un defensor habilidoso.
Fue a la salida de la
cancha cuando, a pesar del gorro y el pelo atado, un vendedor de panchos creyó
reconocerla. La llamó por el nombre y le preguntó si lo esperaba al viejo que
estaba en el palco. No llegué a preguntarle nada, porque en eso apareció él,
rodeado de hinchas y de dirigentes. Era el Perro Fernández, el de la figurita
difícil. La mayor gloria que tuvo el Verde en toda su historia. El del aquel
gol de chilena memorable que con mi viejo recordábamos cada almuerzo del
domingo.
En medio de una emoción
indescriptible, el Perro se acercó a nosotros y la agarró a Anita por la
cintura: “Nena, ¿no me vas a presentar a tu amigo? “, preguntó con ironía
mientras yo dudaba entre salir corriendo o confesarle mi eterna admiración.
Mientras tanto, la mina me miraba divertida por la situación.
Elegí la derrota antes
que la huida. La piba me ganó por goleada. Después me contó que me había relojeado varias veces en el
barrio y que la hija del farmacéutico le había dicho que era fanático del
Verde. Pero en esa época las minas no hablaban de fútbol, y ella la jugó de
calladita, como le habían enseñado, embobándome con su candor y su ignorancia.
Total, que llevamos 20
años de casados y, como buen abuelo, el Perro le enseñó a jugar al fútbol a mis
tres hijos. Con los dos varones no tuvo mucha suerte, porque salieron pataduras
como el padre. La que nos sorprendió es la chiquita, que es la goleadora del
equipo femenino del Verde y está convocada para la Selección Nacional. ¡Si
vieras lo contenta que está la madre!
No puede quejarse.
ResponderEliminarMe encantó, muy bueno. Atrapante desde el título.
ResponderEliminarMe atrapó el título y me encantó el relato.
ResponderEliminarLes dejo un premio blogero en mi blog.
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