A Aloisia con
admiración y agradicimiento
Casi todos sabemos
que, en esta vida, todo tiene un principio y un fin. Los fines pueden ser
bruscos e inesperados, o suaves y anunciados, como el caer de un árbol por un
rayo, o el manso desembocar de un río en la mar. Sea como fuere, todo se tiene
que consumir y acabar. Y esta correspondencia que ahora finaliza no iba a ser
una excepción en las cosas humanas ni divinas. Creo, pues, querido Nemo, que el
fin de mis epístolas estaba más que anunciado; y espero que dicho acabamiento
no te resulte ni brusco ni traumático. Ha llegado la hora de despedirnos.
Como sabes, me ha
dado por volver a estudiar; y necesito tiempo, mucho tiempo. Me he matriculado
en un curso de latín; no para pasar las tardes tontamente o hacerme creer que,
todavía, soy joven. No, no lo he hecho por eso; vuelvo a las aulas, como
discípulo, por verdadera ansia de saber, por necesidad. No te voy a hacer ahora
los elogios del latín ni del griego. Las preguntas que me he oído al respecto,
y más a menudo de lo que sería deseable “¿para qué sirve estudiar esas
lenguas?”, no ocultan sino una profunda ignorancia. Yo siempre he lamentado
los escasos conocimientos que tengo del latín; pero unas veces por unas cosas,
y otras por otras, nunca he conseguido poder leer un texto en esta lengua, como
es mi deseo. Dicen que nunca es tarde si la dicha es buena. No estoy de acuerdo
con semejante afirmación. A veces las cosas llegan demasiado tarde; pero aun
así, voy a aprovechar el tiempo que tengo, bastante, para estudiar el latín en
profundidad. Y lo voy a hacer con verdadera pasión. Dedicándome en cuerpo y
alma. No sé hacer las cosas de otra forma.
Sabiendo que iban a
comenzar las clases pronto, saqué mis viejas gramáticas, y las volví a
estudiar. Hice los mismos ejercicios que había hecho de joven; y poco a poco
fui recuperando verbos, vocabulario y conceptos, que había olvidado. Ahora,
ante un libro bilingüe, tal vez no haga falta que te diga que se trata de la Guerra
de las Galias, estoy traduciendo de nuevo, mañana y tarde. Me paso las
horas revolviendo el diccionario, y consultando gramáticas y viejos apuntes. Y
el día se me va en un suspiro. Ni yo mismo pensé que me fuera a tomar las cosas
con tanta seriedad. Pero tanto es así que me cuesta, y mucho, levantarme de la
silla y abandonar a Julio César, y su continuo ir de un lado para otro con las
legiones o sin ellas. No obstante, el médico me ha recomendado que no esté
mucho tiempo sentado. Cada hora, más o menos, procuro levantarme y dar un par
de vueltas por esta tan grande y vacía casa. Y todos los días, desde luego,
salgo a caminar. Aun así, y pese a no trabajar, me falta tiempo: soy mayor, y
quisiera leer en latín, de corrido, antes de morirme, lógicamente. Es por eso
por lo que voy a dejar esta correspondencia. Además, considero más interesante
lo que yo pueda aprender de los libros que lo que pueda enseñarte a ti, poco y
de escaso interés.
No sé quién dijo que
para aprender bien, hay que enseñar. No creo que sea así. Es más, esta
afirmación siempre me ha parecido una justificación, un deseo de adornar una
falsedad: la única forma de aprender es estudiando y viviendo. Dar clases, a
menos que te tropieces con alumnos con ganas de aprender, es perder el tiempo,
ganarte la vida de una forma un tanto absurda,
nada más. Por supuesto que cada uno habla de la feria según le ha ido en
ella. He procurado, no obstante, que estas epístolas no tuvieran un carácter
didáctico. Tú dirás si lo he logrado. Sí intenté serlo, hace tiempo de ello, en
otros ámbitos.
El primer día de mis
clases de latín llegué muy pronto a la facultad. Estuve paseando por el viejo
claustro en tanto evocaba viejos y melancólicos fantasmas. Luego subí a las
aulas. Había dos o tres en las que estaban dando clases. Todos los estudiantes
eran personas mayores. Tomaban apuntes y miraban a la profesora. Esta, de pie
sobre una tarima, con un libro en la mano, iba desgranando una explicación de
forma clara y sencilla. De vez en cuando hacía alguna anotación en la pizarra.
Allí se podía oír el vuelo de una mosca. El silencio sólo fue interrumpido por
una poderosa y grave campana de la cercana catedral. Las notas vibraron por
toda la facultad. El silencio, el respeto, la aplicación, me hicieron acordarme
de cuando yo daba clases. Yo hubiera pagado por poder dar una clase como la
estaba dando aquella profesora. Yo, como mis compañeros, siempre estuve
condenando a tropezarme con el imbécil, cuando no los imbéciles, de turno, con
una única misión en la vida: molestar a los demás, procurar que el resto del
mundo fuera tan estúpido como lo eran ellos. Nada podíamos hacer contra dichos
personajes, pues, encima, las leyes los protegían. Entre unos y otros eso
llamado educación ha terminado por ser un verdadero desastre. Qué gusto, sin
embargo, impartir una clase como lo estaban haciendo en aquellas aulas. Qué
envidia. Cuánto me hubiera gustado vivir en un país de gente educada y
civilizada.
Recuerdo que un ex
alumno, en un encuentro casual, me contestó, a la pregunta de si iba a
dedicarse a la enseñanza, que no, que no, que no estaba dispuesto a dejarse los
ojos delante de los libros para que luego un “gilipollas”, fue el término que
empleó, lo tomara como un muñeco de feria. Un gilipollas, además, añadió, que
no sabe distinguir entre su mano derecha y su pie izquierdo, y que no deja, al
profesor, realizar su trabajo en paz y tranquilidad. No le faltaba razón. De
todas formas no conviene generalizar. Sea como fuere, querido Nemo, esto ya
queda muy lejos para mí. Yo, ahora, vuelvo a ser el estudiante que antes fui. Y
tengo muchas ganas de aprender.
En clase somos tres
alumnos. El nivel de estas es más bajo del que yo me esperaba. Pero me viene
bien porque así voy recordando y fijando conceptos básicos. El primer día de
clase, antes de comenzar una pequeña traducción del inevitable Julio César, la
profesora quiso saber de lo intereses de cada de sus alumnos por la lengua
latina. A mí, a estas alturas, ya no me da ningún reparo decir lo que pienso,
aunque con ello pase por un necio pedante. Dije claramente que tenía la sana
intención de leerme a Séneca, en el original, antes de morirme, por supuesto.
En el aula se hizo el silencio. Luego, en pocas palabras, la profesora vino a
decirme que eso era casi imposible por no decir imposible del todo. Lo más a lo
que puedo aspirar, añadió, es a leerlo con un diccionario y una gramática al
lado. Pero leerlo con la fluidez con la que leo en castellano, le pareció cosa
fuera de mis posibilidades.
No me descubrió nada
nuevo. Yo había pensado, y pienso, lo mismo que ella. No me engaño sobre mis
fuerzas y los medios que tengo a mi alcance. Pero no por eso voy a dejar de
intentarlo. Las respuestas de mis compañeras fueron más lógicas y menos
comprometedoras: les gusta el latín o tienen un cierto interés por él. Nada
más. Ni nada menos. Unos y otros, sin embargo, vamos contracorriente. Y de ahí
los problemas y dificultades. Es más fácil, en España, país con varias lenguas
románicas, estudiar chino o japonés que latín.
Estudiar latín en la
Edad Media, y no digamos nada de en el Renacimiento, hubiera sido lo normal y
lo corriente, lo deseado y alabado. Y no solamente estudiarlo para hacer
traducciones, o conocer mejor la lengua, sino estudiarlo, también, para poder
comunicarse con otras personas. Para hablarlo. Hoy en día el latín sólo es
lengua oficial en el Vaticano; y, la verdad, dudo mucho de que algunas personas
de la curia se expresen y se entiendan en latín, fuera de las fórmulas
conocidas por todos, Nuntio vobis... Aún así el latín ha conservado su
prestigio a lo largo de los siglos. Quien más y quien menos ha soltado algún
latinajo en su vida, o lo ha tenido que sufrir en boca de personas que trataban
de pasar por lo que no son ni han sido jamás. Ahí quedaba, sin embargo, la cita
en latín vibrando y dando, al menos aparentemente, un cierto empaque. Conocidas
de sobras son las palabras de don Miguel de Cervantes al respecto:
“En
lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las
sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino hacer
de manera que venga a pelo algunas sentencias o latines que vos sepáis de
memoria, o a lo menos que os cuesten poco trabajo el buscalle, como será poner,
tratando de libertad y cautiverios:
Non bene pro
toto libertas venditur auro.
Y luego, al
margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la
muerte, acudir luego con
Pallida mors
aequo pulsat pede pauperum tabernas regemque turres.
Si de la
amistad y amor de Dios manda que se tenga al enemigo, entramos luego al punto
por la Escritura Divina...”[1]
Y así continua el
amigo de Cervantes aconsejándole a este y ofreciéndole citas y más citas en
latín a fin de darle empaque a la obra, como sin duda hacían muchos autores de
esa época, y posteriores. Por supuesto que no tardará mucho en surgir la
crítica, puesta esta vez en boca del señor perro Berganza:
“Hay
algunos romancistas que en las conversaciones disparan de cuando en cuando con
algún latín breve y compendioso, dando a entender a los que no lo entienden que
son grandes latinos, y apenas saben declinar un nombre ni conjugar un verbo”[2]
Sí, pero le daba un
cierto prestigio de personas sabías y leídas. No obstante, el latín, poco a
poco, fue cayendo en el olvido, o transformándose en otras lenguas. Aun así tuvo
repuntes. Y digo esto porque no me resisto a citarte a una de las personas que
más feliz me ha hecho en este vida con sus monumentales Episodios
nacionales. Dice al respecto don Benito:
“En
aquellos tiempos, ¡Oh, tiempos clásicos!, todo se estudiaba en latín, incluso
el latín mismo, y era de ver la gran confusión en que caía un alumno novel
cuando le ponían en la mano el Nebrija, con sus reglas escritas en aquella
misma lengua que no se había aprendido todavía. Poco a poco iba saliendo del
paso, con el admirable método de enseñanza adoptado por la Compañía, y
acostumbrándose al manejo del Calepino para los significados castellanos, y del
Thesaurus para la operación inversa, pronto llegaba a explicarse como Quinto
Curcio o Cornelio Nepote. Las lecciones se daban en latín, y para que los
chicos se familiarizasen con la lengua que era llave maestra de todo el saber
divino y humano, hasta se les exigía que hablasen latín en sus conversaciones
privadas, de donde vino esa graciosa latinidad macarrónica que ha producido
inmenso centón de chistes, y hasta algunas piezas literarias, que no carecen de
mérito, como la Metrificatio invectivalis, de Iriarte, y las sátiras políticas
que se han hecho después. Si Horacio o Cicerón hubiesen, por arte del Demonio,
salido de sus tumbas para oír cómo hablaban los malditos chicos del Colegio
Imperial, habría sido curioso ver la cara que ponían aquellos sujetos.”[3]
No se queda aquí don
Benito. Tal vez el mejor elogio al latín sea el que se le rinde en otro de los Episodios.
Dice su protagonista, hablando del cura que lo educó:
“Me
enseñó el latín a machamartillo, porque, según él, es el latín la madre de
todas las enseñanzas, y la única escuela segura del buen gusto. El latín,
decía, no sólo hace hombres eruditos, sino buenos ciudadanos, personas
sociables, finas y amenas...”[4]
Una pena que se
dejara de lado tal enseñanza y tal método. Hoy, por el contrario, tenemos los
ordenadores y los proyectores. Y profesor hay, de vacía mollera, que no sabe
decir nada si no es a través de un Power point. Total, para no decir
nada.
A mí siempre me ha
parecido interesante, por otra parte, ir a los orígenes de las cosas, buscar
sus principios. Es un recuerdo de infancia reforzado después por una cierta
educación. No le falta razón a don Julio Caro Baroja cuando dice:
“Cuanto
más años vivo más aprecio los recuerdos de la niñez. No porque ésta fuera
feliz, sino porque fue la época en que mi organismo recibió impresiones más
fuertes y directas”.[5]
En mi caso es cierto
esto. Recuerdo que una vez, con mi padre, fui al nacimiento de ya no recuerdo
qué río. El nacimiento era un ridículo chorrito de agua que, pocos metros
después, como por arte de magia, se transformaba en un pequeño río que se iba
agrandando poco a poco hasta tomar las proporciones de un gran río.
-Para que te fíes
-fue toda la reflexión que hizo mi padre.
Y a mí aquello se me
quedó grabado a fuego. Durante años y años me siguió pareciendo un milagro que
de tan pequeños principios llegáramos, pocos metros después, a tan grandes y
enormes resultados. No obstante, con el paso del tiempo, olvidé aquel viaje,
aquel río y la reflexión de mi padre. Fue muchos años después cuando surgió la
mano de nieve que pulsó la cuerda de la lira: en una clase, en la Universidad
ya, un profesor habló de la inevitable necesidad de ir a las fuentes, de
consultarlas y contrastarlas con otras opiniones y pareceres, o versiones. Y
entonces, tal vez sin venir a cuento, volví a acordarme de aquel chorrillo de
agua, y del caudaloso río al que daba origen. Necesito estudiar latín.
El otro día, en la
clase de latín, ante las negativas palabras de mi joven profesora, que no se ha
leído a Séneca, volví a evocar el viaje con mi padre. Lo hice con toda la
intensidad del mundo. Soy mayor, y no puedo esperar muchos años para aprender.
No obstante, los dioses están de mi parte: por conocidos de conocidos, estoy
asistiendo a unas clases de latín oral. Una osadía por mi parte. Una osadía
compensada de sobras por la profesora, por los compañeros, y por lo que estoy
deseando aprender... Espero, pues, que estos inicios míos se conviertan,
pronto, en un pasable río que me convierta en una persona capaz de leer a
Séneca en el original. Estoy muy animado ahora, tanto por mi nueva profesora,
como, por mi bien amado Séneca quien acudió en mi ayuda. Abrí un libro suyo,
como hago a menudo, y me tropecé con este pasaje, subrayado una y mil veces.:
“Pues
bien, nada hay tan difícil y arduo que no lo supere la mente humana y se lo
haga familiar gracias a un ejercicio intenso, y no hay sentimientos tan fieros
e independientes que no queden bien domados gracias a la disciplina. Todo
cuanto se ha propuesto el espíritu lo ha alcanzado: algunos han conseguido no
reír nunca; algunos han prohibido a sus cuerpos el vino, unos el sexo, algunos
cualquier líquido; otros, contentándose con una breve cabezada, han prolongado
una vida infatigable; han aprendido a correr por unas cuerdas finísimas y
tendidas en ángulo, a acarrear pesos enormes y que apenas pueden aguantar las
fuerzas de un hombre, a sumergirse en una profundidad inmensa y a desafiar al
mar sin alternar la respiración. Hay otros mil casos en que el tesón flanquea
cualquier obstáculo y muestra que no es difícil nada que la mente se haya
impuesto resistir.”[6]
Séneca habla aquí de
resistir a la ira. Pero imagino que estaría de acuerdo conmigo en que si el
hombre puede dominar la ira, también puede dominar una lengua si se lo propone,
aunque esa lengua hoy en día no esté de moda y haya tenido una vida tan intensa
como rica. Alentado, pues, por estas palabras, por mi nueva profesora, y por mi
firme deseo, voy, como creo que decía otro poeta, a no llegar pero a
intentarlo. Y, como siempre, necesito tiempo. Tiempo. El gran problema del
hombre. Cuídate, querido Nemo, y gracias por tu paciencia durante estos meses. Vale.
[1] Miguel de Cervantes, El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, prólogo.
[2] Miguel de Cervantes, El
coloquio de los perros, en Novelas Ejemplares, Edición de Juan
Bautista Avalle-Arce, Editorial Castalia, Madrid, 1982., Volumen III, p. 267
[3] Benito Pérez Galdós, Un
faccioso más y algunos frailes menos, Cap. XIII
[4] Benito Pérez Galdós, Mendizábal,
Cap. VIII
[5] Julio Caro Baroja, Los
Baroja, Editorial Taurus, Madrid, 1972. p. 13
[6] Séneca, Sobre la ira, II,
12. En Diálogos. Biblioteca clásica Gredos, Madrid, 2000. Traducción de
Juan Mariné Isidro, ps. 174-175
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