Alguna vez en una mesa navideña,
ensopados en transpiración producto del calor y del alcohol en exceso, alguien
propuso que la Navidad del Sur debía celebrarse en época invernal. A Mariana le
pareció una idea genial democratizar la fiesta y que cada continente pudiese
disfrutar de su celebración con nieve o frío, pan dulce y pavo humeante.
Pero
la iniciativa no había trascendido la trasnoche de la mesa navideña y a ella
como madre de familia y pilar del hogar le cabía cada año la responsabilidad de
armar el árbol, planear el menú y seleccionar los regalos para cada integrante
de la familia y sus ocasionales visitas.
La
cocina nunca representaba grandes problemas ya que constituía uno de sus
grandes placeres. Pero los regalos la angustiaban. Pasaba semanas recorriendo
vidrieras para elegir lo más adecuado para cada uno y muchas veces se
arrepentía y apelaba a la misericordia de los vendedores para cambiar ese
vestido playero por una remera estilo retro para su cuñada o el último libro de
Baricco por una compilación de las historietas de Ofelia para su hermana menor.
Sin
embargo, el mayor desafío lo constituía cada año sortear las interminables
pesquisas de sus hijos. Santiago de 8 años y Candela de 10 se habían propuesto
desde que tuvieron uso de razón conocer a Papa Noel. Jamás los habían
convencido los personajes ataviados de rojo y blanco que pululaban en los
shoppings. Los definían como meros imitadores y dedicaban buena parte de la
Nochebuena a esperar la llegada del verdadero gordo bonachón cargado de
regalos.
El
propósito obligaba a la familia a esconder los regalos en los lugares más
insólitos al punto tal que más de un año tuvieron que dar por perdidos un set
de juegos para la consola o un short de baño para el abuelo que jamás
aparecieron y nadie pudo recordar donde los habían camuflado. Pasadas las 12 siempre había un encargado de
distraer a los chicos con alguna historia de Navidad o llevarlos a la ventana a
ver los fuegos artificiales para que el resto de los invitados corriese en
tropel a acomodar los regalos. Después alguien gritaba que Papa Noel se estaba
yendo por el pozo de aire y luz del edificio y los chicos se resignaban a
esperar hasta el próximo año.
En
los últimos años a Mariana le llamó la atención que Candela no plantease sus
dudas sobre el gordinflón de la Navidad. Muchas de sus compañeras ya conocían
la verdad y se habían aliado con sus mamás para mantener la ilusión de los más
chicos de la casa. Pero la nena nunca dijo nada y fue su hermano quien tomó la
delantera.
“Vos me tenés que decir
la verdad porque las mamás nunca le mienten a los hijos: ¿Papa Noel existe?”,
preguntó el nene mientras su hermana miraba embelesada las luces del Pesebre
una mañana de Navidad en la que los artilugios para distraerlos y las corridas
y tropezones junto al árbol habían sido de antología.
Mariana dudó entre su
deber maternal de no defraudar la confianza de su hijo y el deseo de no
descubrir la verdad ante Candela que jamás se había planteado la duda: “Papa
Noel es como las hadas o los ángeles. Uno cree o no cree y yo creo en él y
espero sus regalos. Por eso me porto bien aunque a veces me enojo cuando no
querés comer la comida”, contestó rogando que el tema no pasase a mayores, al
menos delante de su hija mayor.
La respuesta contentó a
Santiago durante algunos días hasta que volvió a la carga una tarde en la que
su hermana jugaba en la casa de una vecina. “Decime la verdad, Papa Noel no
existe, ¿no?. No quiero que me mientas porque ya soy grande”.
Muy a su pesar su madre
admitió que el personaje de barba y traje colorido encarnaba una linda
tradición que cada padre o abuelo recreaba para sus hijos y nietos en cada
Navidad. Santiago abrió la boca pero no dijo nada. Sus ojos adquirieron un
tamaño desmesurado y se llenaron de lágrimas. Después salió corriendo y se
encerró en su habitación desde donde llegaron sus protestas y gritos en medio
de una crisis de llanto: “Me engañaste y yo creía”, “Me mintieron todos estos
años”, “Entonces no había nada”, “Es injusto” y otras frases inentendibles por
las lágrimas y los mocos.
Mariana dudó de entrar y
pedirle que no le revelase el secreto a Candela pero confió en la madurez
recién adquirida de su hijo. Cuando su hermana volvió el chico seguía
protestando y llorando pero no habló con su hermana. Le pidió que saliese de la
habitación porque quería estar solo como un hombre.
Santiago se negó a comer
a pesar de los mimos y los ruegos de sus padres. Siguió llorando y gritando un
largo rato hasta que Mariana constató que estaba dormido y se fue a acostar con
la culpa de haber destruido la ilusión de su hijo. Pero a la mañana siguiente, él se levantó
sonriente, como si nada hubiera pasado. “Por suerte, todavía me quedan los
Reyes Magos”, le secreteó al oído mientras Candela se lavaba los dientes.
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