“Y
es la hora, oh Poeta, de declinar tu nombre, tu nación y tu raza…”
Saint-John
Perse. Exilio.
¿Cuánto tiempo pasó después de eso?
¿Una, dos semanas?
Recuerdo las preguntas, eran muchas; y
apenas sabía cómo contestarlas. Podía dar la “novela” como prueba, las marcas
en la pared, una carta con poco sentido, la muerte del cuidador; y el
aparentemente frágil razonamiento que unía cada una de esas cosas.
Lo que más pesó, después de todo, fue
la férrea convicción de Erminia.
La asamblea permanente por los
derechos humanos elevó todo lo que tenía a un juez. Frente a él, tuve que
volver a exponer mis incómodas razones. El juez ordenó y autorizó las
excavaciones. Días después, un equipo antropológico forense se adueñó del
cementerio de Córber.
Aproveché mi regreso a Buenos Aires
para poner en orden mis asuntos con Mariel. Ya no había nada que rescatar, si
alguna vez lo hubo, yo lo hice pedazos en cuanto dormí con Andrea. Voy a evitar
referirme a las discusiones, demasiado dolorosas para ambos. Hice mis maletas y
me quedé, algunos días, en la casa de un amigo.
Aproveché la ocasión para llevarle los
relatos al editor de mi padre. Nos reunimos en un bar, en pleno centro. “Mejor
esperemos”, me dijo, “a ver qué pasa”, mientras limpiaba sus anteojos.
El nombre de mi padre sonaba por esos
días en varios medios de comunicación, y no por buenas razones. También se
escuchaba mucho el mío.
Me llamaron de infinidad de lugares,
diarios, revistas, programas de radio, incluso de algunos noticieros de la
televisión. Me excusé de todos ellos, no tenía ganas de decir nada por el
momento. Permanecí, los siguientes días, en un completo encierro, sin ganas
siquiera de mirar por la ventana.
Córber pasó a ser entonces el centro
de atención. Tal vez, de no haber estado involucrado mi padre, la noticia no
hubiese trascendido tanto.
Andrea me llamó por teléfono algunas
noches, para preguntarme cómo estaba. Me contaba algunas cosas: la pensión por
fin estaba llena, el bar funcionaba hasta bien entrada la medianoche, y hasta
tuvo que contratar, temporalmente, algunas personas más.
Me preguntó cuándo volvería, me
preguntó si volvería. Ni siquiera yo sabía cómo debía contestar a eso. La gente
de Córber no estaba del todo feliz conmigo, probablemente, tampoco lo
estuviesen con Erminia. ¿Pero qué podían hacer?
Comenzaron algunas investigaciones
sobre lo sucedido la noche en que murió Javier y en que se llevaron a Silvina.
El viejo ex-comisario, el que estaba a cargo de la comisaría en los setenta,
tuvo que dejar la comodidad de su retiro en Córber para responder a muchas
preguntas.
Finalmente, unos días después de
comenzada la excavación, dieron con los restos. El ADN sólo sirvió para
confirmar lo que ya se sabía. Lo habían enterrado hacia el fondo del
cementerio, cerca de un árbol.
Paradójicamente, por deseos de
Erminia, esos restos fueron enterrados con posterioridad en el mismo
cementerio. Esta vez, luego de una misa. La tumba se marcó con una cruz.
Paulatinamente el tema volvió a
enfriarse, hasta que desapareció del todo del día a día. La pensión volvió a
vaciarse y el bar regresó a su escueto horario habitual. En Córber, me dijo
Andrea, el tema se olvidó antes que en ningún otro lugar. Estaba hecho lo que
se debía hacer, nadie necesitaba volver a mencionarlo.
Regresé al pueblo dos meses más tarde.
Esta vez, los amistosos saludos fueron muchos menos.
Decidí quedarme en la vieja casa de
mis abuelos. Traje conmigo todos los escombros de mi vida anterior.
A nadie le hablé nunca de los
fantasmas, o lo que fuera que eran. Ni siquiera a Andrea, a pesar de la
evidente felicidad con que me dio la bienvenida.
Todavía hay cosas que no están
demasiado claras: no sé si mi padre estaba enamorado realmente de Silvina, como
se sugiere en la novela. En ese caso, surge la gran pregunta de qué intentó
hacer cuando los entregó. Quizás lo que pretendía era que se llevaran a Javier
y a ella la dejaran en paz, puesto que no estaba involucrada de ninguna manera
en lo que ellos hacían. Quizás así intentaba protegerla. O quizás sentía
despecho y decidió entregarlos a ambos. Tampoco sé si él estuvo desde un
principio en ambos lados, o si fue una manera de comprar su seguridad al final.
Lo que sé es que llevó la culpa por lo sucedido desde entonces, lo sé por la
carta que jamás envió; lo sé por la belleza y la dulzura con que escribió sobre
esa relación que le era ajena. Erminia me preguntó una vez por qué creía yo que
Javier nunca le había dicho que se escondía tan cerca de ella. Le contesté que,
seguramente, por más que le doliera, no podía arriesgarse a que alguien más se
enterara. Creo que esa respuesta, aunque sincera, no la conformó del todo. Es
imposible ver en el corazón de los hombres.
Mi padre tal vez amaba a mi madre
cuando se casó con ella; o tal vez sólo pensó vanamente que era una buena forma
de dejar atrás su pasado. De comenzar de nuevo.
Regresé a la casa, esta vez, Andrea
vino conmigo. Supe antes de entrar que ella era la única compañía en ese lugar.
Lo supe al ver el jardín reverdecido. Ya no estaba esa tristeza influyendo,
marchitando las plantas.
Tuve que volver a considerar mis
palabras: todas las vidas son breves soledades. Tal vez la muerte no lo sea.
Mi padre no sólo me había heredado una
casa, también me había heredado todos los dolores que ella contenía. Para bien
o para mal, eso es lo que su generación le ha heredado a mi generación:
aciertos y culpas que aún nos desvelamos por resolver.
A veces me pregunto qué pasaría si
todos dijéramos aquello que sabemos y que mantenemos en secreto; ya por culpa o
por vergüenza, o porque simplemente queremos olvidar que está allí.
¿Cuántos secretos más habrá en este
pueblo, en este país? ¿Cuántas cosas empujando hacia fuera, dolorosas, que
nunca sabremos?
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario