La bocina del coche la estaba llamando.
Eran sus primas que habían
convencido a la madre para que le
permitiera ir al baile de la hermana de
Ricardito, ellas se sacaban los ojos por Ricardito y la hermana cumplía quince
años.
Por última vez se miró en el
espejo antes de cubrirse con el abrigo: el vestido de satén color verde
agua caía hasta sus tobillos, ajustado, resolviéndose en gajos de tela que
peleaban suavemente por adherirse a sus
caderas, a sus piernas. No tenía mangas, solo una suave curva de hombro a
hombro que apenas dejaba al descubierto su cuello, donde comenzaba un
delicadísimo bordado en canutillos, lentejuelas y diminutas perlas del mismo
color de la tela que se disipaba discretamente por los pétalos de la falda
hasta rozar sus zapatos plateados.
Deseaba tanto ser capaz de seducirlos a ellos y provocar admiración en las dificiles
integrantes del mujerío amigo e impiadoso, verdaderas pirañas que eran su constante terror y exacerbaban su timidez, su
inseguridad que justo en ese momento le creaba dudas sobre el peinado: el negro cabello recogido en un sencillo rodete sobre la
nuca: lo dejó así.
Estaba a punto de ponerse el abrigo cuando entraron en la habitación la
madre y tía Mecha - ¿Ya estás lista? –Le preguntó su tía,
cuñada de la madre- Quedó precioso el
vestido, pero demasiado ajustado sobre la cintura nena, te va a molestar,
además las pinzas de la espalda están muy altas. Esa modista cose cada vez
peor. – Todo esto lo dijo sin respirar, con la mejor buena voluntad, ya que
estaba segura que su tía la quería y querría verla parecida a ella: segura de
sí misma, espontánea, simpática, todo lo que su sobrina Sofía no tenía, a ella
le sobraba: campeona de natación en los torneos de Sportivo Barracas, Reina de
la primavera en los bailes del Pereyra, rubia, alta, preciosa y con una
simpatía arrolladora.
Miró a la madre por el espejo, no
hubo señales, solo adivinó la
impaciencia por ir a cenar con sus hermanas ni bién Sofía saliera de la casa.
Les tiró un beso en el aire y cerrando bién el abrigo corrió a la
puerta, a la noche que tanto le gustaba.
Sofía era devota de la noche, por la noche todo era más obtenible, más
halagüeño y fraudulento.
Al subir al coche la recibió el coro afanoso de preguntas ¿Qué te
pusiste, quién te peinó, te gusta mi capa? Y así, sin escucharse a sí mismas ni
escuchar a las otras, no paraban de hablar trivialidades que mareaban y
sofocaban a Sofía.
El coche paró frente a los balcones del lujoso Club de la Avenida Montes
de Oca, que dejaban ver las antiguas arañas de cristal y las coloridas parejas
tras los cortinados de encaje, Sofía tembló antes de bajar.
Lo único que le dio un leve consuelo era el vestido que parecía haberse
adaptado a su cuerpo, ya no lo sentía tan ajustado, como bién dijo tía Mecha.
Entraron componiendo sus sonrisas, asaetándo con los ojos a las chicas y
sobre todo haciéndo mucho viento con las pestañas postizas, por supuesto que en
dirección a los muchachos.
Ella las seguía mirando el suelo, como si temiera usar sus propias
pestañas.
Se metieron como un rayo en el tocador, a sacarse los tapados, las
capas, a mirarse en los antiguos y grandes espejos antes de salir al ruedo.
Seguras de verse cada una la más hermosa, la más subyugante, la más tentadora.
Sofía como siempre demorada, detrás de todas.
De repente se escuchó el vals con que recibian a la hermana de
Ricardito “ Danubio Azul “ , obligatorio cuando se cumplen quince años.
Apurada comenzó a quitarse el abrigo mientras las primas corrían al salón
principal.
Dejó caer el abrigo al suelo y pensó que ella caería tras él.
Jamás en sus jóvenes años de inseguridad, timidez y terror de sí misma
Sofía sintió tanto espanto ¡El vestido!
¡Su preciosos vestido pendía de dos o tres puntadas en los hombros!
La tela se había desgarrado en cada costura, abierto, llorando hilos,
dejando caer cascadas de canutillos,
lentejuelas y nacaradas perlitas. Fue como si el tapado le hubiera hecho la
gracia de sostener todo hasta llegar a la fiesta para luego estallar.
Finalmente los restos quedaron en el piso.
Sofía se vio desnuda en el espejo, pálida de susto, la mente lo más en
blanco que se podía concebir en alguien que nunca dejaba de pensar.
Y un pensamiento se filtró: - ¡Sofía no estás desnuda! -
No lo estaba ya que llevaba la lujosa enagua que le regaló tía Mecha
como una antigüedad recuerdo de su juventud. Pensó en cubrirse con el tapado y
escapar pero la verían salir y entonces
¿Que pretexto pondría?
No, huir esa noche no, miró la enagua de seda natural casi transparente
por el uso, con encajes delicadísimos y cintas de raso del ancho de un hilo que
se pegaba a su cuerpo más aún que el bendito vestido, llegándole justo a los
tobillos.
Y ese color, apenas un tono más oscuro que su piel, por eso se creyó
desnuda y no era más que seda sobre piel de seda.
Ya no se escuchaba la música del vals, pero el ruido, las voces, las
risas histéricas de las niñas-ninfas-pequeñas cortesanas llegó a Sofía con
súbita claridad.
Y también la voz de Sandro cantando,
supo que Sandro iba justo con su enagua, que Sandro podría muy bien
hacerle una canción a esa prenda diabólica.
Pensó en Ricardito que le gustaba tanto a sus primas y a ella no, Ricardito tenía plata, tenía pinta, tenía
seducción, tenía sobre todo ignorancia.
Esa noche la enagua de su tía la convertiría un poco en su tía, volvería loco a Ricardito, a
primas y largas filas de chicas que gastaban tanta energía en perseguir
a los Ricarditos de la fiesta.
Soltó el moño de pelo que se deslizó pesado como raso negro hasta su
cintura, cubriéndo la espalda casi desnuda de piel de seda y con toda malicia
trajo hacia delante dos mechones finitos que apenas cubrían los pezones que el
encaje de la enagua dejaban entrever.
Abrió la puerta y entró en el salón, con la total seguridad de llevar
puesta una prenda que había sido usada
en momentos mucho más intimos, más lujuriosos, sensuales, que habían conseguido
lo imposible: contagiarla.
Después de muchos años las primas de Sofía recuerdan esa noche como “La
noche de la enagua de Sofía “ y Sofía
recuerda la misma noche como “La noche que mudé de piel”.
Tía Mecha fue muy feliz; cuando llegó de madrugada la estaba esperando y
mientras tomaban mate se rieron del mundo miéntras Sofía le pedía su parecer
sobre el regalo que deseaba hacerle a la modista milagrosa.
La bocina del coche la estaba llamando.
Eran sus primas que habían
convencido a la madre para que le
permitiera ir al baile de la hermana de
Ricardito, ellas se sacaban los ojos por Ricardito y la hermana cumplía quince
años.
Por última vez se miró en el
espejo antes de cubrirse con el abrigo: el vestido de satén color verde
agua caía hasta sus tobillos, ajustado, resolviéndose en gajos de tela que
peleaban suavemente por adherirse a sus
caderas, a sus piernas. No tenía mangas, solo una suave curva de hombro a
hombro que apenas dejaba al descubierto su cuello, donde comenzaba un
delicadísimo bordado en canutillos, lentejuelas y diminutas perlas del mismo
color de la tela que se disipaba discretamente por los pétalos de la falda
hasta rozar sus zapatos plateados.
Deseaba tanto ser capaz de seducirlos a ellos y provocar admiración en las dificiles
integrantes del mujerío amigo e impiadoso, verdaderas pirañas que eran su constante terror y exacerbaban su timidez, su
inseguridad que justo en ese momento le creaba dudas sobre el peinado: el negro cabello recogido en un sencillo rodete sobre la
nuca: lo dejó así.
Estaba a punto de ponerse el abrigo cuando entraron en la habitación la
madre y tía Mecha - ¿Ya estás lista? –Le preguntó su tía,
cuñada de la madre- Quedó precioso el
vestido, pero demasiado ajustado sobre la cintura nena, te va a molestar,
además las pinzas de la espalda están muy altas. Esa modista cose cada vez
peor. – Todo esto lo dijo sin respirar, con la mejor buena voluntad, ya que
estaba segura que su tía la quería y querría verla parecida a ella: segura de
sí misma, espontánea, simpática, todo lo que su sobrina Sofía no tenía, a ella
le sobraba: campeona de natación en los torneos de Sportivo Barracas, Reina de
la primavera en los bailes del Pereyra, rubia, alta, preciosa y con una
simpatía arrolladora.
Miró a la madre por el espejo, no
hubo señales, solo adivinó la
impaciencia por ir a cenar con sus hermanas ni bién Sofía saliera de la casa.
Les tiró un beso en el aire y cerrando bién el abrigo corrió a la
puerta, a la noche que tanto le gustaba.
Sofía era devota de la noche, por la noche todo era más obtenible, más
halagüeño y fraudulento.
Al subir al coche la recibió el coro afanoso de preguntas ¿Qué te
pusiste, quién te peinó, te gusta mi capa? Y así, sin escucharse a sí mismas ni
escuchar a las otras, no paraban de hablar trivialidades que mareaban y
sofocaban a Sofía.
El coche paró frente a los balcones del lujoso Club de la Avenida Montes
de Oca, que dejaban ver las antiguas arañas de cristal y las coloridas parejas
tras los cortinados de encaje, Sofía tembló antes de bajar.
Lo único que le dio un leve consuelo era el vestido que parecía haberse
adaptado a su cuerpo, ya no lo sentía tan ajustado, como bién dijo tía Mecha.
Entraron componiendo sus sonrisas, asaetándo con los ojos a las chicas y
sobre todo haciéndo mucho viento con las pestañas postizas, por supuesto que en
dirección a los muchachos.
Ella las seguía mirando el suelo, como si temiera usar sus propias
pestañas.
Se metieron como un rayo en el tocador, a sacarse los tapados, las
capas, a mirarse en los antiguos y grandes espejos antes de salir al ruedo.
Seguras de verse cada una la más hermosa, la más subyugante, la más tentadora.
Sofía como siempre demorada, detrás de todas.
De repente se escuchó el vals con que recibian a la hermana de
Ricardito “ Danubio Azul “ , obligatorio cuando se cumplen quince años.
Apurada comenzó a quitarse el abrigo mientras las primas corrían al salón
principal.
Dejó caer el abrigo al suelo y pensó que ella caería tras él.
Jamás en sus jóvenes años de inseguridad, timidez y terror de sí misma
Sofía sintió tanto espanto ¡El vestido!
¡Su preciosos vestido pendía de dos o tres puntadas en los hombros!
La tela se había desgarrado en cada costura, abierto, llorando hilos,
dejando caer cascadas de canutillos,
lentejuelas y nacaradas perlitas. Fue como si el tapado le hubiera hecho la
gracia de sostener todo hasta llegar a la fiesta para luego estallar.
Finalmente los restos quedaron en el piso.
Sofía se vio desnuda en el espejo, pálida de susto, la mente lo más en
blanco que se podía concebir en alguien que nunca dejaba de pensar.
Y un pensamiento se filtró: - ¡Sofía no estás desnuda! -
No lo estaba ya que llevaba la lujosa enagua que le regaló tía Mecha
como una antigüedad recuerdo de su juventud. Pensó en cubrirse con el tapado y
escapar pero la verían salir y entonces
¿Que pretexto pondría?
No, huir esa noche no, miró la enagua de seda natural casi transparente
por el uso, con encajes delicadísimos y cintas de raso del ancho de un hilo que
se pegaba a su cuerpo más aún que el bendito vestido, llegándole justo a los
tobillos.
Y ese color, apenas un tono más oscuro que su piel, por eso se creyó
desnuda y no era más que seda sobre piel de seda.
Ya no se escuchaba la música del vals, pero el ruido, las voces, las
risas histéricas de las niñas-ninfas-pequeñas cortesanas llegó a Sofía con
súbita claridad.
Y también la voz de Sandro cantando,
supo que Sandro iba justo con su enagua, que Sandro podría muy bien
hacerle una canción a esa prenda diabólica.
Pensó en Ricardito que le gustaba tanto a sus primas y a ella no, Ricardito tenía plata, tenía pinta, tenía
seducción, tenía sobre todo ignorancia.
Esa noche la enagua de su tía la convertiría un poco en su tía, volvería loco a Ricardito, a
primas y largas filas de chicas que gastaban tanta energía en perseguir
a los Ricarditos de la fiesta.
Soltó el moño de pelo que se deslizó pesado como raso negro hasta su
cintura, cubriéndo la espalda casi desnuda de piel de seda y con toda malicia
trajo hacia delante dos mechones finitos que apenas cubrían los pezones que el
encaje de la enagua dejaban entrever.
Abrió la puerta y entró en el salón, con la total seguridad de llevar
puesta una prenda que había sido usada
en momentos mucho más intimos, más lujuriosos, sensuales, que habían conseguido
lo imposible: contagiarla.
Después de muchos años las primas de Sofía recuerdan esa noche como “La
noche de la enagua de Sofía “ y Sofía
recuerda la misma noche como “La noche que mudé de piel”.
Tía Mecha fue muy feliz; cuando llegó de madrugada la estaba esperando y
mientras tomaban mate se rieron del mundo miéntras Sofía le pedía su parecer
sobre el regalo que deseaba hacerle a la modista milagrosa.
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