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martes, 28 de enero de 2014

EL VESTIDO DESGANADO, por Irene Avilés, de Buenos Aires, Argentina

La bocina del coche la estaba llamando.
Eran sus  primas que habían convencido a la madre  para que le permitiera ir al baile de  la hermana de Ricardito, ellas se sacaban los ojos por Ricardito y la hermana cumplía quince años.
Por última vez se miró  en el  espejo antes de cubrirse con el abrigo: el vestido de satén color verde agua caía hasta sus tobillos, ajustado, resolviéndose en gajos de tela que peleaban suavemente por adherirse   a sus caderas, a sus piernas. No tenía mangas, solo una suave curva de hombro a hombro que apenas dejaba al descubierto su cuello, donde comenzaba un delicadísimo bordado en canutillos, lentejuelas y diminutas perlas del mismo color de la tela que se disipaba discretamente por los pétalos de la falda hasta rozar sus zapatos plateados.

Deseaba tanto ser capaz de seducirlos a ellos y  provocar admiración en las dificiles integrantes del mujerío amigo e impiadoso, verdaderas pirañas que eran su  constante terror y exacerbaban su timidez, su inseguridad que justo en ese momento le creaba dudas  sobre el peinado: el  negro cabello   recogido en un sencillo rodete sobre la nuca: lo dejó así.
Estaba a punto de ponerse el abrigo cuando entraron en la habitación la madre y  tía  Mecha - ¿Ya estás lista? –Le preguntó su tía, cuñada de la madre-  Quedó precioso el vestido, pero demasiado ajustado sobre la cintura nena, te va a molestar, además las pinzas de la espalda están muy altas. Esa modista cose cada vez peor. – Todo esto lo dijo sin respirar, con la mejor buena voluntad, ya que estaba segura que su tía la quería y querría verla parecida a ella: segura de sí misma, espontánea, simpática, todo lo que su sobrina Sofía no tenía, a ella le sobraba: campeona de natación en los torneos de Sportivo Barracas, Reina de la primavera en los bailes del Pereyra, rubia, alta, preciosa y con una simpatía arrolladora.
Miró a la madre por el espejo,  no hubo señales,  solo adivinó la impaciencia por ir a cenar con sus hermanas ni bién Sofía saliera de la casa.
Les tiró un beso en el aire y cerrando bién el abrigo corrió a la puerta, a la noche que tanto le gustaba.
Sofía era devota de la noche, por la noche todo era más obtenible, más halagüeño y  fraudulento.
Al subir al coche la recibió el coro afanoso de preguntas ¿Qué te pusiste, quién te peinó, te gusta mi capa? Y así, sin escucharse a sí mismas ni escuchar a las otras, no paraban de hablar trivialidades que mareaban y sofocaban a Sofía.
El coche paró frente a los balcones del lujoso Club de la Avenida Montes de Oca, que dejaban ver las antiguas arañas de cristal y las coloridas parejas tras los cortinados de encaje, Sofía tembló antes de bajar.
Lo único que le dio un leve consuelo era el vestido que parecía haberse adaptado a su cuerpo, ya no lo sentía tan ajustado, como bién dijo tía Mecha.
Entraron componiendo sus sonrisas, asaetándo con los ojos a las chicas y sobre todo haciéndo mucho viento con las pestañas postizas, por supuesto que en dirección a los muchachos.
Ella las seguía mirando el suelo, como si temiera usar sus propias pestañas.
Se metieron como un rayo en el tocador, a sacarse los tapados, las capas, a mirarse en los antiguos y grandes espejos antes de salir al ruedo. Seguras de verse cada una la más hermosa, la más subyugante, la más tentadora.
Sofía como siempre demorada, detrás de todas.
De repente se escuchó el vals con que recibian a la hermana de Ricardito  “ Danubio Azul “ ,   obligatorio cuando se cumplen quince años. Apurada comenzó a quitarse el abrigo mientras las primas corrían al salón principal.
Dejó caer el abrigo al suelo y pensó que ella caería tras él.
Jamás en sus jóvenes años de inseguridad, timidez y terror de sí misma Sofía sintió tanto espanto  ¡El vestido! ¡Su preciosos vestido pendía de dos o tres puntadas en los hombros!
La tela se había desgarrado en cada costura, abierto, llorando hilos, dejando caer cascadas de  canutillos, lentejuelas y nacaradas perlitas. Fue como si el tapado le hubiera hecho la gracia de sostener todo hasta llegar a la fiesta para luego estallar.
Finalmente los restos quedaron en el piso.
Sofía se vio desnuda en el espejo, pálida de susto, la mente lo más en blanco que se podía concebir en alguien que nunca dejaba de pensar.
Y un pensamiento se filtró: - ¡Sofía no estás desnuda! -
No lo estaba ya que llevaba la lujosa enagua que le regaló tía Mecha como una antigüedad recuerdo de su juventud. Pensó en cubrirse con el tapado y escapar pero la verían salir y entonces   ¿Que pretexto pondría?
No, huir esa noche no, miró la enagua de seda natural casi transparente por el uso, con encajes delicadísimos y cintas de raso del ancho de un hilo que se pegaba a su cuerpo más aún que el bendito vestido, llegándole justo a los tobillos.
Y ese color, apenas un tono más oscuro que su piel, por eso se creyó desnuda y no era más que seda sobre piel de seda.
Ya no se escuchaba la música del vals, pero el ruido, las voces, las risas histéricas de las niñas-ninfas-pequeñas cortesanas llegó a Sofía con súbita claridad.
Y también la voz de Sandro cantando,  supo que Sandro iba justo con su enagua, que Sandro podría muy bien hacerle una canción a esa prenda diabólica.
Pensó en Ricardito que le gustaba tanto a sus primas y a ella no,  Ricardito tenía plata, tenía pinta, tenía seducción, tenía sobre todo ignorancia.
Esa noche la enagua de su tía la convertiría  un poco en su tía,  volvería loco a Ricardito,  a  primas y largas filas de chicas que gastaban tanta energía en perseguir a los Ricarditos de la fiesta.   
Soltó el moño de pelo que se deslizó pesado como raso negro hasta su cintura, cubriéndo la espalda casi desnuda de piel de seda y con toda malicia trajo hacia delante dos mechones finitos que apenas cubrían los pezones que el encaje de la enagua dejaban  entrever.
Abrió la puerta y entró en el salón, con la total seguridad de llevar puesta una prenda que  había sido usada en momentos mucho más intimos, más lujuriosos, sensuales, que habían conseguido lo imposible: contagiarla.
Después de muchos años las primas de Sofía recuerdan esa noche como “La noche de la enagua de Sofía “ y  Sofía recuerda la misma noche como “La noche que mudé de piel”.
Tía Mecha fue muy feliz; cuando llegó de madrugada la estaba esperando y mientras tomaban mate se rieron del mundo miéntras Sofía le pedía su parecer sobre el regalo que deseaba hacerle a la modista milagrosa.

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