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jueves, 16 de enero de 2014

DE COMO SE CASTIGA A UN HOMBRE VIL, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Germán se despertó sobresaltado, y miró su reloj en medio de la oscuridad del auto. El reflejo del alumbrado público le permitió distinguir que eran las 3 y se tranquilizó porque le habían dicho que el hombre nunca salía antes de las 5. Tenía una  larga espera por delante pero tenía que mantenerse alerta, no fuera cosa de pronto al tipo le diese por volver a su casa para arropar a sus hijos en la cama y él no pudiese cumplir su cometido.

            Pasó un patrullero a baja velocidad, profundamente intrigado sobre sus actividades en una esquina oscura de Recoleta. Pero él supo poner su mejor cara de póquer. Tenía un auto caro, estaba bien vestido y miraba con insistencia a la puerta de un boliche. Habrán pensado que era un novio celos esperando a su novia tras una salida con amigas. El caso es que lo dejaron en paz y el tuvo un buen rato para repasar el currículum del hombre que había estado siguiendo durante varias semanas.

            El tal Sánchez Pérez era un empresario más que próspero, dueño de una cadena de locales de comida rápida y otra de electrodomésticos. Explotaba  a sus empleados y tenía más de una quiebra fraudulenta en su haber, pero siempre lograba reciclar sus negocios con otro nombre y otros socios y su fortuna lejos de mermar era cada vez más cuantiosa.
            En los últimos tiempos había decidido añadirle poder político al económico y había lanzado su candidatura a diputado. Cierto que el tipo no tenía los mejores antecedentes, pero a la gente eso no le importaba. Las encuestas le daban una muy buena intención de voto ya que muchos electores admiraban a ese hombre tan bien trajeado y de hablar pausado que salía con su rubia familia en las revistas.
            Sin embargo, Germán y la gente que le había encargado aquel asunto conocían la otra cara de Sánchez Pérez  El había trabajado en uno de sus locales de comidas rápidas y sabía de los horarios arbitrarios y los descansos nulos, de los sueldos de miseria y los contratos basura que explotaban a los jóvenes inexpertos que buscaban su primer empleo. En los últimos años se había cruzado con muchos que habían padecido los efectos de las políticas laborales de aquel hábil empresario. No todos habían logrado liberarse a tiempo.
            Pero otros la habían pasado peor. Cuando sus empresas empezaron  a crecer el hombre se había ensañado con la competencia. Compraba por un puñado de pesos, desguazaba  a su antojo. Había mandado  a la quiebra a cientos de familias próspera y dejado sin trabajo a miles de personas.  Sin embargo, nadie le sacaba su espacio bien ganado en las revistas del corazón donde aparecían a doble página sus vacaciones en Punta del Este, las clases de equitación de su hijo mayor y la comunión de la pequeña.
            Por eso a Germán no le había extrañado aquel encargo. Sabía que había mucha gente interesada en hacerle mal a Sánchez Pérez. El mismo la había deseado la muerte cientos de veces pero no estaba dispuesto a tomarse aquello como algo personal. Al fin y al cabo, era solo un negocio que le iba  redituar una buena cantidad de dinero.
            Así que dedicó un par de semanas a seguir al hombre aquel que manejaba sus empresas con mano férrea y exhibía a su familia en todo momento del día. Las noches eran otra cosa y se las reservaba para él. Dejaba a su familia durmiendo en casa y dedicaba las madrugadas a un grupo de jovencitas casi niñas a las que visitaba en un departamento privado de Recoleta. A menudo las sacaba  a pasear de a una en vez, pero siempre las obligaba a disfrazarse para que pareciesen mayores. Seguramente era consciente de que al electorado no le caería muy bien sus dotes de maestro jardinero. Y menos aún a su esposa, rubia, bella, hija de una familia tradicional de férrea moral.
            Un análisis exhaustivo de los pro y las contras de cada ítem en la agenda de Sánchez Pérez le indicaron a Germán que la madrugada era el mejor momento para encargarse de él. El momento en que abandonaba el departamento de Recoleta y una de sus jovensísimas amigas lo acompañaba a la puerta para verlo irse. Seguramente él tenía llave del edificio ya que era un cliente  frecuente pero encontraba un secreto erotismo en el gesto de despedida de las chicas.
            Ese era el momento indicado para enfrentarse con él, para darle su merecido y contentar a sus clientes, había pensado Germán. Por eso esperaba medio adormilado en su auto, frente a aquel edificio de Recoleta, ansioso por cumplir su encargo pero también con sacarse el odio que aquel hombre le generaba.
            Fue verlo y ponerse alerta. Las manos tensas, la mirada atenta. Sánchez Pérez salía morosamente, su brazo enroscado en la cintura de una jovencita de la misma edad que su hijo mayor. La obligaba a besarlo mientras abría la puerta del edificio. Germán bajó rápidamente del auto, cruzó la calle corriendo y se enfrentó al hombre y la casi niña que lo acompañaba. Gatilló el botón de su cámara y el flash iluminó sus caras y les pintó un gesto de asombro o de espanto. Pensó que sus patrones ya tenían la foto para la tapa de la revista. Una imagen que aquel hombre le iba a costar la carrera política y quizás la familia. 

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