DE… Salvador Alario
Bataller,
CUENTOS MENGUANTES, relatos de fantasía y
misterio, lulu.com, Rockville. USA:
Cualquiera no
tuvo en su vida ninguna enfermedad grave. Las pocas dolencias habituales que
padeció se le fueron curando solas. Era, por lo demás, un hombre de buen humor
y trato cordial. Su posición social era envidiable, como su cabeza, y, se le
mirase por donde se le mirase, era un hombre de honor, lo que se conoce como un
perfecto caballero. En general, además, resultaba una persona accesible y
sencilla.
Un día, al levantarse de la cama, se sintió débil y desmadejado, una
extraña sensación general de inestabilidad y zozobra crecientes. Notaba que las
extremidades apenas se le mantenían unidas al cuerpo, con una floja adherencia
gelatinosa, como si se le fueran a desprender de un momento a otro. Aún así,
por su carácter fuerte y resuelto, trató de no preocuparse.
-Me siento bien, pese a todo –le dijo a su mujer- Pero no puedes imaginar
las sensaciones tan extrañas que noto por todo el cuerpo. Es como si me fuera a
desgranar de un momento a otro.
-Alucinas –le respondió su mujer.
No obstante, al día siguiente percibió una especie de recuperación y,
aunque se sintiera bien en términos generales, no estaba tan en forma como en
los días anteriores a la insólita experiencia de aquella madrugada de Marzo,
cuando puso los pies en el suelo después de una noche apacible. Sin embargo, el
futuro le deparaba acontecimientos amargos.
Ya dijimos que era un hombre de honor, además de bueno (en realidad no se
puede ser una cosa sin la otra) y jamás hubiera esperado que su esposa, el gran
amor de su vida, le engañase con uno de sus amigos. Sufrió un gran colapso
emocional, pero no aseguraría que perdiera la razón. Sin embargo, comenzaron a
ocurrirle cosas muy extrañas desde el instante fatal que tuvo ante sí a la
ofensora, que temblaba como una hoja, temiendo el fin.
Quiso sodomizarla, forzarla con gran dolor, hacerle pagar el desdoro de su
hombría, pero ante su estupefacción y por una razón inexplicable, el pene se le
desprendió, resbalando pantalón abajo hasta quedar en el suelo inerte como un
guiñapo.
Horrorizado como
estaba, tomó coraje y decidió estrangularla, pero los brazos se le
desprendieron del tronco como ramas secas de un árbol añoso.
A esas alturas la suripanta ya estaba loca y gritaba como una cerda, pero
él aún intentó destrozarla a patadas, pero sus piernas corrieron la misma
suerte que sus brazos. Cualquiera no recuerda qué sucedió a partir de ese
momento, ya que perdió el conocimiento. Yo me lo imaginaba como un hombre
reducido a casi nada, que rodaba por el suelo como una peonza patética mientras
sufría los golpes que le propinaba la destructora. Pero eso no puedo afirmarlo,
porque desde aquel día ella no ha recobrado la razón y, como cabe pensar, no
hubo testigos en el desarrollo de los insólitos acontecimientos.
Fue el hermano de Cualquiera quien lo encontró en aquel estado lamentable,
próximo a la agonía. Sin embargo, después de muchos cuidados, logró sobrevivir
y ahora, aunque disminuido, no se siente menos que cualquiera. Se mueve
mediante una silla mecánica diseñaba ex professo y las veces que hablé con él
manifestaba un excelente humor, cosa que yo nunca entendí. Dijo que, a pesar de
tanta pérdida, agradecía tener el pensamiento y la palabra, lo más
sobresaliente del hombre, lo que más podía acercarle a la libertad y al honor,
los que, a decir verdad, nunca perdió.
Un día, el infortunio volvió a presentarse en su vida y a golpearle de
manera definitiva. Fue en una cena de trabajo en su casa, mientras hablaba de
sus negocios con su hermano y otras personas allí reunidas. Ante la
estupefacción de todos, cualquiera, sentado en su patético sitial, pareció
vacilar y disminuir de tamaño y después, de modo inexplicable, su cuerpo se fue
licuando como un helado al sol, lenta pero irreversiblemente. Todo él quedó
reducido a una mancha pardusca y nauseabunda en su sitio al pie de la gran
mesa. Y finalmente todo aquel amasijo de lo que fue un hombre notable,
desapareció poco a poco en un punto del suelo, a través de una grieta
infinitesimal en la que nadie había ni hubiera podido reparar.
Antes de perderse para siempre en la nada absoluta, en su caída abismal, un
vestigio de inteligencia, cuatro neuronas conexas que se fundieron al fin en el
légamo pestilente, le llevaron a pensar con resignación que, pese a todo, no
fue la única víctima de esos descalabros de la vida, que antes que él hubo un
hombre que se convirtió en un insecto y un segundo que, por su patológica
levedad, acabó perdiéndose para siempre en un punto del cielo halado en un
viaje infinito.
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