Siempre resulta un
poco absurdo, y un tanto pretencioso, como se hace y se ha hecho a menudo,
definir una época, un tiempo o una generación, con una simple palabra, una
frase más o menos ingeniosa, o una broma. Cierto es que, en todas estas formas,
hay una parte de verdad; pero no es menos cierto que, a veces, la vida nos
sorprende y resulta un poco más compleja y abigarrada de lo que encierra una
simple definición. Encajarla entonces en una frase es como tratar de meter una
manguera de riego en el estuche de un anillo de pedida.
A veces esas frases,
que tratan de definir algo, son tan brillantes que, como un castillo de fuegos
artificiales, nos ciegan durante un tiempo impidiéndonos ver otros aspectos del
problema. Comprender o entender cualquier situación es un proceso lento y
complejo. Tenía, pues, mucha razón quien dijo que los dioses no conceden nada a
los humanos si antes no hay un esfuerzo, titánico a menudo, por parte de estos
para conseguirlo. Y, desde luego, y ni aun así, se está seguro de haber llegado
a comprender una mínima parte de lo que sucedió en cualquier historia, y de
porqué sucedió.
No hace mucho estuve
hablando con un conocido que siempre tiene la virtud de sorprenderme. Es un
hombre inquieto que ama tanto la soledad como los museos, la música, el estudio
y viajar, viajar sobre todo. Me confesó en una de nuestras esporádicas
conversaciones que estaba interesado en estudiar la esclavitud en la antigüedad
clásica. Lo que originó su interés por este tema fue una cosa aparentemente
absurda y baladí. Me contó que una noche, a altas horas de la madrugada, se
despertó inquieto. Había tenido un sueño, una pesadilla, en la cual, cerca ya
de la jubilación, se veía estudiando de nuevo el bachillerato, pues sus títulos
y papeles habían desaparecido tanto de su casa como del instituto: por esa
lógica absurda de los sueños, tenía que sacarse la carrera de nuevo, ya que,
caso contrario, se arriesgaba a jubilarse sin tener ninguna pensión ni modo de
subsistir. Y se vio estudiando en las aulas, pero no con los libros de texto
sino con un libro en el que se afirmaba que la esclavitud supuso un paso
adelante en la humanización del hombre, ya que antes los prisioneros de guerra
eran masacrados, y ahora se les perdonaba la vida a cambio de que trabajaran,
cosa que también deberían hacer siendo libres. Pura demagogia.
Lo que más le molestó
a mi amigo fue que, despierto, tranquilizado por la luz de la luna, y por los
títulos, colgados en una pared de su casa, no encontró en su biblioteca el
libro que había recordado en sueños. Seguramente, como me dijo, lo dejaría a
alguien, y ese alguien ni lo leyó ni se acordó de devolverlo. Era un libro que
leyó de joven, un libro casi de lectura obligatoria en aquellos sus años mozos:
Origen de la familia, la propiedad privada y el estado. Y en él es donde
se afirmaba, según sus recuerdos, que la esclavitud había supuesto un paso
hacia delante en la historia de la humanidad. Leída la frase en la juventud fue
para él palabra del Señor: una verdad indiscutible a la que, pese a
todo, y atraído por otros temas e intereses, tampoco prestó mucha atención.
Años después vio
películas americanas sobre cuestiones raciales, leyó algo sobre el
descubrimiento de América, y sobre aquella teoría de que los negros no tenían
alma, y por lo tanto, se los podía hacer trabajar como animales. Y todo ello
debió conformar en el pecho de mi amigo una especie de olla a presión que
estalló cuando, según él, tuvo un cierto interés por la historia del Imperio Romano.
Con ese interés llegó al meollo de la cuestión, pues sabido es que tanto Grecia
como Roma eran sociedades esclavistas. La esclavitud era una situación aceptada
y bien vista; y a la que, al parecer, nadie ponía en cuestión[1].
Eso no le cuadraba. Según él tuvo que haber voces discrepantes en contra de ese
dominio total de unas personas sobre las otras. Era imposible que nadie se
percatara de que un esclavo también era una persona con sus penas, sus dolores
y sus sentimientos. Y efectivamente no tardó en dar con dichas voces. Tuvo la
primera muestra en una pequeña anécdota sobre el emperador Augusto. Se cuenta
que un tal Polión lo invitó a cenar. Este tenía una piscina llena de murenas. Y
a ella mandó que arrojaran a un esclavo, un muchacho, porque había roto, en un
descuido, un valioso vaso de cristal. El pobre muchacho, aterrorizado, se echó
a los pies de Augusto pidiendo clemencia: que lo matarán sí, de acuerdo; pero
que no lo echaran a la piscina de las murenas. Augusto se hizo traer todos los
vasos de Polión, los rompió todos, hizo que los arrojaran a la piscina y
manumitió al esclavo.
Para mi amigo esta
anécdota fue la prueba irrefutable de que no todo el mundo aceptaba la
esclavitud; o de que, al menos, a esta le ponía unos ciertos límites que
ignoraba Catón el censor, entre otros. Para este los esclavos eran muebles con
patas a los cuales, cómo no, se podía golpear, humillar, violar, matar y vender
cuando dejaban de ser útiles, es decir de viejos.
Yo estaba de acuerdo
con mi amigo: no todo el mundo aceptaba la esclavitud. Y para demostrarlo le
dejé una de las obras que más patética resulta al respecto: Las troyanas. En
esta tragedia, princesas, reinas, nobles y menos nobles, tras la destrucción de
Troya, son hechas esclavas y concubinas. Los gritos y lamentos de las mujeres
no tienen desperdicio. Y no creo que Catón el censor considerara a Hécuba una
vasija parlante, una crátera o algo similar. Ahora bien, una cosa es que
ciertas personas tuvieran conciencia de la situación y otra, muy distinta, que
fueran capaces de cambiarla: había, como siempre, demasiados intereses por
todas partes.
Intereses, cómo no,
siempre disfrazados y ocultos tras palabras más o menos brillantes y bellas
cuando no cínicas y falsas. Como siempre y en todas las cuestiones del Imperio.
Y así cada vez que un senador invoca la palabra Patria en cualquier historia se
le ponían los pelos de punta: en el fondo, con esta palabra que llena
carrillos, pecho, boca y nariz, no está sino defendiendo sus negocios e
intereses, que, por supuesto, no está dispuesto a compartir con nadie. Y para
ello, en nombre de la Patria, de la República, de los Dioses Inmortales, de
Dios, de la Democracia, o de lo que sea, matará y masacrará a todo el que se le
oponga, elevando estatuas y templos a todos a cuantos han colaborado con él, y
con los dioses, para que todo siga igual y sus privilegios, tierras y
propiedades, no se vean mermadas ni tocadas.
Eso no es óbice para
no considerar a la sociedad romana como una sociedad esclavista. Por supuesto
que habría personas, quién lo duda, que considerarían la esclavitud como una
aberración; personas que manumitieron a sus esclavos; pero la inmensa mayoría
de la gente tuvo que aceptar ese estado de cosas como se acepta la lluvia, como
algo que, lo de siempre, “no se puede cambiar”. Siempre se ha dicho que la
historia, al menos hasta el presente, la escribe quien gana las guerras en el
campo de batalla. Y sí, es cierto: no tenemos ningunas memorias de ningún
esclavo; ni hay ningún tratado de la época que se ocupe de ellos, de sus más
íntimos pensamientos, de sus terrores y temores... Tal vez sirva de
aproximación la esclavitud en Estados Unidos. Al fin y al cabo los sudistas,
apoyándose en Atenas, también se definían como demócratas. Y de esta esclavitud
sí que hay documentación.
Hay frases o
situaciones que ciegan por su brillantez; y otras que sirven en bandeja lo que,
desde ningún punto de vista, moral al menos, tiene ninguna justificación. Y es
posible, concluía mi amigo, que la esclavitud fuera un avance con respecto al
sacrificio de los enemigos en el campo de batalla. Pero eso lo único que hace
es afirmar el eterno miedo del hombre a la muerte. Pues hay cosas que, sin
duda, son peores que ella. Al fin y al cabo como dijo el poeta, morir es cerrar
los ojos y dejar de llorar. Y siendo esclavo dudo mucho que se dejase de
llorar.
Pese a todo, le
objeté yo a mi amigo, cuando se habla como lo hizo Engels en el libro Origen
de la familia, la propiedad privada y el estado, se hace en términos
generales. Y siempre que se habla de esta forma se corre el riesgo de cometer
muchas imprecisiones. Hay que ser muy precavido con las definiciones. Así, le
dije, también podríamos definir nuestra época por la época del aburrimiento y
de las colas. A la gente del siglo XXI parece que le encanta hacer colas: colas
para entrar a un concierto, colas, de horas y horas, para comprar entradas para
un partido de fútbol; colas y más colas para ver una exposición o para comprar
un aparato electrónico en cuya posesión cifran toda su felicidad. En esas colas
pasan horas y horas, a veces hasta con tiendas de campaña y sacos de dormir.
Parece como si la gente no supiera qué hacer con su vida, y la invirtiera en
imitar las vaciedades que hacen los demás: colas, colas de todo tipo, y que
para nada sirven pues nada cambian.
Y en eso se ve que
consiste la democracia: hay colas para un partido de fútbol y colas inmensas
para ver los cuadros del Greco en Toledo con motivo de su centenario. Colas
para todos los gustos. Y, sin embargo, en el museo del Colegio de Corpus
Christi, de Valencia, hay dos cuadros del Greco que, al parecer, casi nadie
conoce. Hay otro cuadro del Greco en el Museo de Bellas Artes de Valencia, ante
el cual nunca se agolpan más de dos personas. Hay un autorretrato de Velázquez
siempre solitario. Y hay una importante colección de pintura religiosa ante la
cual sólo se ve, de vez en cuando, a estudiantes de la ESO, y más pequeños,
junto con sus profesoras o las monitoras del propio Museo tratando de despertar
el interés de las criaturas por el arte. Esperemos que gracias a ellas se
acaben las absurdas colas. Y esperemos que nadie defina nuestra época, por esas
colas, como una amante de los cuadros y los museos, ya que estos, si no
anuncian a bombo y platillo que han traído un cuadro de un país lejano o de una
colección privada y exótica, permanecen tan vacíos como un cementerio a la
cuatro de la madrugada. Roma y Grecia fueron esclavistas, de acuerdo. Pero ¿Es
nuestra sociedad una sociedad a la cual necesita que le digan lo que tiene que
hacer? La respuesta es complicada, máxime si se tienen en cuenta las palabras
de Stefan Zweig:
Mehmet es a
un tiempo piadoso y cruel, apasionado y malicioso, un hombre culto que ama las
artes, que lee a César y las biografías de los romanos en latín, y que, sin embargo,
es un bárbaro que derrama sangre como si fuera agua[2].
Sí, a veces las cosas
son un tanto complejas. Al menos para encerrarlas en una frase por muy
brillante que esta pueda resultar o parecer.
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