Cinco años… cinco años y ocho horas para ser más precisa ¿Cuántos minutos?
No; eso sí que no podía recordar, y no era posible porque no era el caso, dadas
las circunstancias de esa fresca y gris mañana otoñal, que mirara el reloj; una
lástima no tener la exactitud de los minutos porque fue el día cuando la
brújula vital enloqueció y lo mutó ciento ochenta grados, pero la hora no, la
hora no podía olvidarla. Él siempre se ajustaba a su rutina. Ocho de la mañana
¿Cuántos minutos? Debería haber mirado el reloj y sin embargo no lo hizo; él,
tan pendiente de los minutos, viejo seguidor de las tradiciones, entre ellas la
puntualidad, no lo hizo, no tuvo tiempo; calculaba, ambiguamente, que serían
cinco o siete minutos, a lo sumo, pasadas las ocho.
A las ocho de la mañana, como cada día, de lunes a
viernes, con una disciplina exacerbante, salió de su casa para tomar el tren de
las ocho y diez que lo llevaba a su trabajo. Ese día no pudo tomarlo, los
sucesos se lo imposibilitaron. Y sin embargo…desde ese día fatal no pudo
apartar nunca más los ojos del reloj pulsera, era lo único que se permitía
mirar cuando merodeaba por la ciudad. Solo, en su casa, sin más compañía que el
mobiliario, podía sacudirse el miedo adherido al traje y apartar la vista del
piso para relajarse y descontracturar los músculos cervicales.
Stamatis extrañaba las caminatas largas, aunque arduas,
formaban parte de sus ritos; vagabundeos que finalizaban en el banco de una
plaza, observando a los párvulos que jugaban o rescatando horizontes y rostros
que atraían su atención y él plasmaba para la eternidad con su vieja cámara
fotográfica Leica, herencia de su padre.
Del padre, del abuelo, de sus ancestros, había adquirido
además y por sobre todas las cosas, el orgullo de la sangre griega que corría
por sus venas y que se revelaba en su nariz aguileña, perfil distintivo de sus
raíces. Presuntuoso, deambulaba con la frente en alto, haciendo ostentación de
su tierra lejana en espacio pero intensamente enraizada en su esencia.
Estaba por cruzar la calle angosta y empedrada para
alcanzar el tren de las ocho y diez cuando vio a la niña de delantal blanco
impecable que dejaba en claro que era lunes, lunes doce de junio. También la
pequeña lo miró, y ahí comenzó la desdicha. La muchachita, con su mochila
atravesada a la espalda, cruzó la calle. Stamatis percibió la luz entre sus ojos
e inmediatamente, el automóvil que circulaba a gran velocidad, clavó los
frenos. Stamatis ahogó el grito, la niña voló por el aire y cayó ensangrentada,
su cuerpito cubierto por el delantal blanco salpicado de sangre. No se pudo
hacer nada, la pequeña estaba muerta y él, fiel testigo, no pudo ayudarla.
Llegó tarde al trabajo, y si bien le provocó cierto
malestar, más fuerte era el de la visión de la ambulancia transportando el
cuerpo sin vida, un cuerpo menudo enfundado en una bolsa negra. Trató de
concentrarse en su tarea pero no lograba anular de sus pensamientos el macabro
cuadro. Por la noche no pudo dormir pero siempre, puntualmente, a la mañana
siguiente tomó el tren de las ocho y diez, aunque cambió el recorrido. No
quería recordar la escena que se presentaba en sus sueños como una pesadilla, persistente,
noche tras noche desde hacía cinco años y ocho horas.
Muchos días pensó en la luz entre los ojos. Era de día,
no había nadie más que ellos dos ¿Quién pudo haberla encandilado con la luz
para que la jovencita cruzara la calle sin percatarse del automóvil? Nadie. No
había nadie en ese preciso instante.
Esa fue la primera vez que vio la luz entre los ojos y
luego, sin pausa, vino una seguidilla de luces que acababan con la vida de las
personas que la portaban, fue entonces que Stamatis comprendió el sentido de la
luz entre los ojos: era el preanuncio de la muerte que actuaría en segundos,
acaso en minutos. No pudo hablarlo con nadie, temía que lo creyeran un
perturbado. Pero la luz se presentaba constantemente y de inmediato se producía
el deceso. Lo concibió como un don, un don cruel, por supuesto. Él tenía el
poder de percibirla pero no podía hacer otra cosa más que angustiarse y esperar
que los hechos sucedieran tal como estaban predestinados.
En los bares, en el cine, en la calle, en las plazas, por
donde fuera Stamatis, cada día la luz se encendía en alguien y él ya sabía que
era el fin de la existencia del portador. Fue a partir del discernimiento del
don que decidió caminar sin ver. Salía de su casa para ir al trabajo y volvía
directamente al hogar. No quería salir, no quería reparar en las personas que
transitaban felices en la ignorancia de los últimos metros a recorrer. No podía
auxiliarlos, pero tampoco padecerlo. Marchaba con la cabeza gacha, miraba el
reloj y el piso, indistinta y alternadamente. El regreso a casa era su paz, la
luz, despótica, lo forzaba al aislamiento, porque allí no había nadie que
pudiera acongojarlo con la luz.
Lo despertó el timbre del reloj. La seis cuarenta y
cinco. Se calzó las pantuflas, se puso el salto de cama y caminó dos metros
hasta la cocina, enchufó la cafetera eléctrica, puso la dosis necesaria de
café, dos rebanadas de pan lácteo en la tostadora; en el dormitorio, sacó el
traje de la percha y los zapatos acordonados, eligió la camisa y la corbata,
las medias y ropa interior, también la camiseta, hacía frío. Doce de junio, faltaban
pocos días para el invierno pero el frío intenso ya se hacía sentir, tendrían
un invierno duro. Fue hasta el baño, corrió la cortina, abrió la ducha,
constató la temperatura del agua. Se quitó la bata y se introdujo en la
bañadera. Se envolvió con la bata de toalla, abrió el armario, extrajo la
espuma de afeitar, la brocha y la maquinita. Cerró la puerta espejada y se
dispuso a afeitarse. Recubría con la brocha su rostro cuando vio la luz entre
sus ojos. Las manos quedaron suspendidas con la maquinita en alto, el corazón se
contrajo latiendo cada vez más fuerte en una danza arrítmica, frenética; apreció
el sudor frío, sintió el dolor de estómago. Se arqueó, volvió a enderezarse
para mirarse al espejo y comprobar que la luz seguía allí, entre sus ojos.
Stamatis sonrió. La paz llegó antes del último estertor, la paz de saber que
nunca más tendría que caminar con la cabeza gacha.
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