Ilustración
“La mujer y el gato” de Beatriz Palmieri
El rugido del
viento hacía pensar que algún demonio errante intentaba ingresar en la
habitación descascarada, donde solos, una mujer y un gato color óxido, compartían
las horas de cada día y cada noche.
El lugar parecía encubrir un extraño misterio, de hecho y con suerte
aunque no se supo cómo, desde adentro de una alacena con puertas de madera
despintada que colgaba de una bisagra apenas sostenida de la punta por un clavo
sobreviviente de una época que demostraba haber sido esplendorosa, aparecía
algo capaz de saciar otro rugido: el de las tripas al chocar entre sí en el
centro de las panzas del dúo devenido en espectro luego del derrumbe de la
economía familiar.
Algún grupo de ángeles gastronómicos de una orden de caridad benéfica, oportunamente
camuflada como para permanecer en la trinchera clandestina de la madera reseca,
ponía al alcance de la mano de la mujer: paquetes de caldos vencidos, fideos
exiliados de algún envoltorio tomado por gorgojos, o unos terrones de harina
endurecida, salpicada de hongos, donde finas telarañas parecían custodiar lo
que hasta tiempo atrás fuera el polvo delicado del almidón. Las tiritas
frágiles, hamacas de los parásitos, parecían haber formado un alambrado de
seguridad.
La mujer de historia venida a menos se sentía condenada a padecer el
castigo de Tántalo*. Ella y su gato, mimetizados uno en el otro, presenciaban
desde la penumbra el derrumbe de un pasado que alguna vez auguraba eternidad,
gloria, triunfo.
“Vánitas vanitatum, et ómnia
vánitas: ‘vanidad de vanidades y todo vanidad’, solía ser
la consigna finamente trabajada por la mujer frente a pilas de billetes
acumulados a costa de lo que fuere, durante sus años de vida útil.
El viento potenció su rugido, aquello parecido a un
demonio avanzaba hacia la imagen en estado de descomposición acelerado. El gato
arqueó el lomo, afiló sus uñas y lanzando un maullido que apagó la única luz de
la sala, se precipitó hacia la calle perdiéndose en el buche oscuro de la noche
impresionante.
La mujer, haciendo uso de una varilla rescatada del
piso escribió sobre la superficie de una mesa antigua cubierta de polvo:
«Tempus fugit, asicut nubes, quasi naves, velut umbra». El se escapa como las
nubes, como las naves, como las sombras.
La frase obtuvo la fuerza de un rito de despedida,
quedando la mujer tendida de panza sobre el piso opaco de la casona añosa.
Afuera calmó el viento mientras el demonio se
alejaba silbando.
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*Por despertar
la ira de los dioses, el griego Tántalo fue castigado a vivir rodeado de
árboles frutales y de un río de aguas cristalinas; sin embargo, cuando se
acercaba para comer de los árboles o a beber del río, éstos se alejaban de él,
obligándolo a padecer hambre y sed para toda la eternidad. Comparativamente se
aplica para mencionar a esos que a pesar de tener todo al alcance de su mano no
pueden acceder a eso.
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