Alrededor de la mesa del simpático café de barrio
que solían frecuentar, un grupo de amigos pasaba la mayor parte de sus horas
libres entre amenas charlas, cervezas, algo simple de comer y mucho café. Desde
chicos, asistiendo al mismo club deportivo, se habían hecho inseparables.
Independientemente, cada uno cumplía lo suyo con efectividad. En grupo, sin
tendencia política, les importaba lo social, buscando formas eficaces de
solucionar problemas a corto plazo y aportando
también su tiempo para lograrlas. Eran tres muchachos y una chica:
Diego, Matías, Dante y Sara.
–Cómo demora Diego
–dijo Dante–, mirá si este gil no le arregló las luces al auto y lo pararon los
zorros grises, porque en casa de herrero...
–De gil no tiene
nada; le cambió los fusibles esta mañana
–aseguró Matías–. Debe estar atendiendo a algún cliente apurado. Miren,
ahí viene la camioneta.
–Vamos pidiendo
las pizzas –dijo Sara–, tengo hambre.
–¡Hola, gente!
–saludó Diego–, me apareció un trabajito urgente y lo pude cobrar bien, así que
hoy invito yo... ¿pidieron algo?
–Sí, ya vienen las
pizzas –respondió Dante–, Sara vive a
dieta pero acá en el bar se olvida y no hay demora que la contenga...
–¿Y vos cómo sabés
que Sara vive a dieta? –preguntó Matías–. Vamos, che... ¿ustedes tienen algo
para contarnos? No me mires así, Sarita... ¿qué tiene de malo si cayeron en
desgracia? Lo que no se puede es ocultarlo, ¿ta?
Todos rieron y
cuando vino el mozo Dante le pidió una botella de vino blanco.
–Ésta va por mi cuenta.
Ya que nos descubrieron, brindemos por Sara y por mí. Ya van a caer en
desgracia ustedes también y después de las bromas obligatorias de las que
tampoco se van a salvar, tendrán que pagar un vinito como hago yo ahora.
Al final de la
tertulia, Dante y Sara se fueron juntos, como tantas otras veces... aunque esa
tarde –ya no había por qué ocultarlo–,
subieron al auto de él, tomados de la mano.
Diego y Matías
caminaron hasta la camioneta. En el trayecto no se dio el diálogo acostumbrado,
comentando cualquier cosa de las dichas frente a grupo.
–¿Que te
pasa? –preguntó Matías–. Entraste
contento, compartiendo tu platita recién cobrada... y después te quedaste como
"en otra"... ¿me querés contar?
–Estoy cansado, me
gusta mi trabajo y sobre todo cómo rinde, pero a veces me paso de rosca y
después se me viene el día encima.
–No, loco; a mí,
no. Todo eso es muy cierto pero es la historia de tu vida y nunca te privó de
parlotear toda la tarde... Si no querés decirme, está bien y no me meto, pero
versos, no.
–Disculpame. Vos y
yo siempre fuimos confidentes y algunas cosas no las hablamos con el grupo...
Nunca me imaginé que Sara y Dante...
–Así que fui yo el
que te jodió la tarde... porque fue mi pregunta lo que dio pie a que se
sinceraran... Ni sospechaba que te gustaba Sara... Lo de ellos se iba a saber
de todos modos, pero yo tuve que ser el disparador... justo, yo, hermano...
–No me jodiste
nada, fui yo que me jodí la oportunidad, y eso no es de ahora. Si le hubiera
hablado cuando empecé a sentir algo por ella, tal vez en ese tiempo ni Dante ni
ella se habían fijado uno en el otro. Pero no, Sara nos trataba a todos por
igual y pensé que si la abordaba podía oscurecer esa amistad asexuada que
siempre exisitó entre nosotros. Ni siquiera se me ocurrió nunca ofrecerme a
llevarla... cuando salía del bar contigo, Dante ya le estaba abriendo la puerta
de su auto. Y eso tampoco me sugirió nada, a él le queda de paso llevarla, y a
mí llevarte a vos. Me faltó todo lo que a Dante le sobra... es posible que sea mejor
así... por ella, digo. Se merece un tipo decidido y yo... soy demasiado
reticente. Viéndolos felices lo voy a superar, los quiero a los dos.
–Sos un gran
tipo –dijo Matías–, y esa forma tan tuya
de enfocar las cosas te va ayudar a pasar el trance... Me alegro de haberte
empujado a que dieras el primer paso: te desahogaste conmigo; es un buen
comienzo.
Las reuniones en
el café del barrio continuaron, los novios –sin alardes frente a los amigos–,
seguían juntos, las charlas de siempre se sucedían y Diego... volvió a su
comportamiento acostumbrado. Su sentimiento hacia Sara permanecía dentro de él,
enquistado y sin atormentarlo. Ella estaba feliz y eso lo conformaba.
Unos meses
después, Dante menguó la frecuencia de sus visitas al bar. Sara asistía, justificando
la ausencia de su novio ante sus amigos. Trataba de variar: o eran horas extra
en el trabajo, o reuniones con clientes, o alguna otra excusa más o menos
creíble. Una tarde lluviosa de invierno entró sola –una vez más–, y se veía preocupada.
–¡Lindo día para
que tu media naranja te deje a pata!
–dijo irónico Matías–. ¿Qué le pasó esta vez? ¿Tuvo que ir a descular
hormigas?
–¿Por qué no me
llamaste? –le reprochó Diego–, sabés que
te hubiera ido a buscar...
–Fue a repartir
comida caliente a la gente en situación de calle –explicó Sara–, son tantos que
los del club le pidieron ayuda.
–¿Y eso desde
cuándo? –preguntó Diego–, siempre me
llamaron a mí... mi camioneta carga mucho más que el auto de él y la entrega se
hace más rápido...
–¿Servicio,
solidaridad...? –no pudo aguantarse
Matías–, mirá vos cuánta sensibilidad que no le conocíamos. El Dante que yo
conozco decía: "dejad que los pobres vengan a mí... es más cómodo que
tener que ir a buscarlos". ¿Te olvidaste de su frase matadora?
–No me des manija,
¿querés?, no estoy de humor. Mejor pedime un café... tengo frío.
Las dos tardes
siguientes sólo Diego y Matías estuvieron en el café. De Dante no se sabía nada
y Sara no contestaba el teléfono. Preocupados por ella, al salir fueron a su
casa. Los recibió de salto de cama y lentes oscuros.
–¡Qué sol hay aquí
adentro, Sarita! –dijo Matías riendo–,
seguro que te dio fotofobia...
–¿Qué te pasa,
Sara? –preguntó seriamente Diego–.
–Estoy muy
resfriada, tengo los ojos inflamados.
Fueron a la cocina,
se sentaron los tres y ella les sirvió café. Tenía el pelo desordenado sobre la
cara y su aspecto era extraño. Le preguntaron por Dante y ella desvió la
conversación. Entonces Diego, con un impulso instintivo... le quitó los lentes.
–¡Hijo de puta! –gritaron
los dos amigos al unísono–.
–Por favor,
déjenme sola –pidió Sara entre
sollozos–.
–No. De acá no nos
vamos hasta que nos digas toda la verdad –dijo Diego–. Esto está bien
claro, pero queremos escucharte.
–Y después de
oírte –aseguró Matías–, sola no te
quedás. O te venís con nosotros o uno de los dos se queda contigo... y el otro
va a arreglar cuentas con el "valiente".
Sara les contó...
lo usual. Dante había ido perdiendo el interés y estaba saliendo con cualquier
otra, sin siquiera inventar disculpas mentirosas. Cuando ella le reprochaba
discutían y esta última vez... ... ...
–Por favor, no me
pidan que lo denuncie...
–No. No va a ser
necesario que te expongas ni que te rebajes
–dijo Diego–.
–Ni te va a
levantar la mano ni se te va a acercar nunca más –dijo Matías–, dalo por hecho.
Se fue con ellos.
La madre de Matías la adoraba, la abrazó y le ofreció esa contención de madre
que le prodigaba a los amigos de su hijo cada vez que era necesario. Ellos
salieron en busca de Dante. Lo encontraron en su casa y cuando abrió, entraron
sin preguntar si podían. Estaba con una mujer.
–Vos vestite y
mandate a mudar –le dijo Matías a la
mujer–.
–Y vos vestite
también –dijo Diego–, un hombre desnudo está en inferioridad de condiciones.
–¿Qué van a
hacer? –preguntó Dante con tono
provocativo–, ¿son patoteros ahora?, ¿me van a reventar entre los dos?
–No; ya quisieras,
para después dar vuelta la torta a tu favor –respondió Diego–. Vas a pelear
sólo conmigo, a ver si me podés dejar un ojo negro...
–Yo sólo voy a ser
testigo, hijo de puta –dijo Matías–, y me voy a ocupar de que entiendas bien
clarito que si te volvés a acercar a Sara... no te salvan ni los años de cana
que me pueda comer por boletearte. Me conocés bien, sabés que no digo estas cosas
por joder y cuando me la juego por alguien que lo merece me importan una mierda
las consecuencias.
Diego y Dante se
enfrentaron. Se dieron unas cuántas y ambos rostros denotaban una pelea pareja.
Matías –como un árbitro–, miraba y esperaba... cuando al fin Diego le acertó al
ojo de Dante con un buen golpe... dio por terminada la pelea:
–Vamos,
hermano –dijo–, ya fue suficiente.
–Y vos ya sabés,
cobarde –advirtió Diego–, ¡lejos de
Sara, lejos del bar y lejos de nosotros dos!, ¿entendiste? Mirá que a mí
tampoco me importaría pagarte por bueno... y ganas de hacerte desaparecer del
todo, no me van a faltar nunca.
Esa noche
comprendieron que Dante no era como ellos. Lo habían tratado muchos años sin
que se diera una situación crítica que evidenciara el lado oscuro escondido en
su personalidad. Para Diego y Matías, que siempre habían sido auténticos, una
prueba de fuego no hizo más que afianzar su afecto y su lealtad.
Y sí, Dante era
mal tipo... pero no era gil. No volvió a aparecerse nunca más. Sara superó el
trance, apoyada siempre por sus dos fieles amigos. Y Matías, viendo que Diego
seguía durmiéndose en los laureles, un buen día, en la tertulia del bar, no
aguantó más:
–Sarita: con el
derecho que me otorga la amistad verdadera que tenemos los tres, y viendo que
Diego no se va a animar nunca... te declaro su amor, fidelidad y todo eso que
tiene que tener un tipo –y que a él le sobra–, para pretender que vos lo
aceptes como novio. Y después, ¡quiero ser el padrino del casorio!
Diego se tapó la
cara con una mano y miró a Sara de reojo... ella estaba sonrojada, pero tragó
saliva y dijo:
–Gracias Matías,
¡acepto!, yo también lo quiero.
Esa declaratoria
tan inusual también tuvo un broche final poco corriente: los tres amigos se
dieron un fuerte abrazo antes de que la pareja se besara.
Matías tuvo que dar el paso para que se armara la pareja que realmente tenía que ser. Insolito pero funcionó.
ResponderEliminarBien contado.