Tened presente que si
en una sociedad no se observa una equitativa repartición de derechos, de
deberes y de prerrogativas, de forma que los magistrados tengan un poder
suficiente, una suficiente autoridad el senado, y suficiente libertad el
pueblo, no puede esperarse una situación estable de la constitución del Estado.
Cicerón, República.
Vencida de la
edad sentí mi espada.
Y no hallé
cosa en que poner los ojos
que no fuese
recuerdo de la muerte.
Francisco de
Quevedo, Salmo XVII
Nunca imaginé que leer las noticias,
oírlas o verlas, en la radio o en la televisión, llegaría a ser un ejercicio de
puro y duro masoquismo. Nunca imaginé que abrir un periódico supusiera llegar a
tales extremos de dolor, de anonadamiento y de asco. Tal vez porque nunca
imaginé que la corrupción podría llegar hasta donde ha llegado, y con el
cinismo que lo ha hecho, y lo sigue haciendo. Es duro que uno y otro día sigan
saliendo políticos corruptos a los que nadie releva de sus puestos, y a los
que, encima, siempre hay alguien que defiende o avala, quizás porque más
cornadas da el hambre, o porque no hay nada más fiel en esta y en la otra vida
que un estómago agradecido. O por aquello de do ut des, o dicho en román
paladino, hoy por ti y mañana por mí. Y nunca imaginé que salieran políticos,
bufones más bien, a atacar a otros partidos que los están desbancando sin hacer
antes un ejercicio de humildad y de autocrítica, ya que no se atreven a hacerse
el harakiri, cosa que sería muy de agradecer. Y que encima los honraría.
Las cosas han
llegado a tal extremo que ya son varios los gobiernos de este maldito país de
las autonomías los que tendrían que dimitir en bloque si tuvieran un poco de
vergüenza, y una mínima noción de estado. No hay ni una cosa ni otra. Así que
es posible que cierto alcalde, muy acertado, como no podía dejar de suceder,
tenga toda la razón del mundo al decir que la basura acumulada en las calles de
su ciudad, a lo largo de varias semanas de huelga de los trabajadores del ramo,
ha hecho que aumente el turismo. Cráneo privilegiado. Me imagino a muchos
profesores llevando a sus alumnos a dicha ciudad para ilustrar a sus muchachos,
sin palabras, ya que dicen que una imagen vale más que mil palabras, y con una
buena carga de espesos e infectos de olores, cuál es el estado de la nación, y
cómo deben moverse sus habitantes por toda ella, a lo largo y a lo ancho: con
mascarillas, con pañuelos en las bocas y narices, y mirando, cuidadosamente,
dónde se ponen los pies. La porquería y la basura están ya instaladas en todas
partes. El mal olor y la podredumbre ya lo han invadido todo. Y el asco es
infinito, interminable. Ni cien mil establos del rey Augías huelen como lo hace
este privilegiado país lleno de sol y de playas. Y ni desviando doce ríos, como
el Rin o el Amazonas, se puede ya limpiar. Los malos olores, como las
cucarachas, pululan a sus anchas, jaleadas, eso sí, por algún que otro bufón de
tres al cuarto.
No deja de
ser patético que, ante una fiesta multitudinaria, con varias muertes incluidas,
la culpa de estas resida en un médico jubilado, y no en quien dio los permisos
pertinentes y no vigiló que estos se cumplieran a rajatabla. Está claro que si
el médico tuvo alguna negligencia debe pagar por ella; pero no fue el galeno
quien autorizó semejante evento ni vendió las entradas. Por supuesto que es
necio pretender tener un policía, o una patrulla de los mismos, en las puertas
de todos los lugares en los que se organizan actos públicos. Sí, se debe
confiar en las personas. Pero cuando una sociedad, como esta por no ir más
lejos, pone el dinero por encima por todo, el tanto tienes, tanto vales, no
es de extrañar que pasen estas cosas y aun otras peores. Al fin y al cabo, ¿qué
importa una vida humana, o varias? ¿Qué importa estafar a diez o doce mil
ancianos si se cuenta con impunidad, con apoyos, con defensas, con jueces y
fiscales, y a nadie hay que rendir cuentas de nada? ¿Qué importa todo? Resulta
chocante, encima, que algunos de estos personajes vayan a misa, no sabemos a
qué, o traten de poner crucifijos, otra especie de trágala, en los
sitios menos indicados para ello, y por las manos más indignas y menos
apropiadas.
El otro día
contaba un opositor, deseando, sin duda, dignificar la profesión a la que
quería acceder, que en Japón las únicas personas que no se inclinan ante el
emperador son los maestros y profesores. No pude evitar sonreírme al oírlo.
Pero no voy a volver a hablar, otra vez, del sistema educativo que nos asiste y
de todas sus virtudes, que son muchísimas. Sobre con decir que a los gobiernos,
ya que aquí somos un reino de taifas, no les sobra razón en cortar presupuesto
para educación: el mal olor es coherente consigo mismo: a menos educación,
menos percepción de la res publica y de otras realidades que no sean el
fútbol que, gracias a Dios, también está oliendo ya y no a ámbar.
Yo no sé si
lo que dijo el opositor sobre Japón era cierto o no. Ya se sabe que de
largas tierras, largas mentiras. Sí que sé, sin embargo, que Marco Tulio
Cicerón (106-43 a.C.) fue un acérrimo defensor de la educación de la juventud.
En su época el senado del Imperio estaba tan corrupto como lo puede estar ahora
el de las antiguas provincias romanas, citeriores y ulteriores. Decía el bueno
de Cicerón, al que decapitaron y cortaron las manos con las que escribía cosas
que no eran del agrado del poder, que el senado debía volver a ser “la asamblea
de los dioses”. Para que esto fuera así, los senadores debían tener una serie
de condiciones: “Entre las condiciones exigidas para senador se nombraba la honorabilidad.
Por ello se excluían del senado los ciudadanos condenados por robo o por
complicidad en el robo […] Se excluyen del senado los deudores insolventes, los
perjuros en materia de deudas; los antiguos soldados despedidos o degradados
del ejército; los que han recibido dinero por delación de un ciudadano romano;
los condenados en ciertos juicios públicos”[1].
Ya se quejaba
Cicerón de que en su época el senado estaba corrompido. El viejo enemigo de
Catilina quiere renovarlo, pues “todos pretender imitar a los magnates, y tal
como sean los gobernantes así se esfuerzan en ser los gobernados”[2].
Para renovarlo no se le ocurre nada mejor, y eso que desconocía al opositor que
habló del Japón, que recurrir a la educación. “Pero todo esto [la renovación
senatorial] exige una educación a fondo. Es precisamente lo que busca Cicerón
en todos sus tratados de política y en toda su actuación de consular: formar
una juventud sana e íntegra, cuyo único ideal sea la patria y su único objetivo
la grandeza y el esplendor de Roma”[3].
Han cambiado los tiempos, por supuesto. Y hablar hoy en día de la la grandeza y
del esplendor del país puede provocar, seguro, la rechifla de tirios y
troyanos. Como lo provoca en los gobiernos eso de la educación, que no lo es
sino está controlada por ellos, por supuesto, o recortada hasta dejarla tan
inservible como una camisa que no llegue a los pechos, ni a los codos, ni pueda
abrocharse. Y así va todo. A menos son coherentes, y al recortar también en
sanidad ya están logrando que la gente se muera antes, lo cual es un consuelo:
menos gasto y mas claridad. Y no pasa nada, y nadie dimite. Y persiste el
nauseabundo olor a podredumbre... No es de extrañar cuando un país se permite
bombardear hospitales y escuelas de otro país, y no pasa nada, ni casi nadie se
atreve a abrir la boca. Seguramente tenemos muchas instituciones muy bonitas y
sonoras para que muchos vivan muy bien sin ocuparse de nada y sin servir para
nada. Sobre algún minúsculo país se podía lanzar ya la bomba atómica, y nadie
se quejaría ni protestaría. Y aquí con mucho del dinero robado se podría haber
mantenido la sanidad pública y la escuela pública. Pero, claro, no hagamos
ciencia-ficción y doblemos el esternón hasta que cruja ante cualquiera con
capacidad para robar o dejar robar. Quizás, en el fondo, todo sea intencionado,
buscado y deseado. Quién sabe. Lo demás son bobadas y cosas del Japón o de
Cicerón, a quien decapitaron hace ya muchos años. Sit tibi terra levis.
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