Es enormemente
ridículo que algunos piensen haber fundamentado suficientemente sus opiniones,
guarecidas y afirmadas sin razón alguna, sólo con que deshagan de algún modo
las razones verdaderas de su contrario, no advirtiendo que no es lo mismo
destruir la casa del enemigo que construir la de uno.
Juan Luis
Vives, Las disciplinas.
A veces conseguir un
libro es toda una aventura. Pedir un libro en una librería convencional, cuando
este tiene más de cinco o seis años, o sólo dos o tres, es arriesgarse a que lo
miren a uno con cara de escepticismo, cuando no de terror; depende de la
educación del librero, de la confianza con el comprador, y de sus
conocimientos. Tras contemplar la pantalla del ordenador, el librero, ante la
cara de ansiedad del cliente, deniega con la cabeza, frunce el ceño, y afirma
lo ya sabido: que el libro tiene sus años, y que ya hace tiempo que está fuera
de circulación. Queda entonces lanzarse a la búsqueda del vetusto ejemplar por
otros derroteros, las librerías de lance por ejemplo. Ahora, afortunadamente,
ya no hay que recorrer todas estas librerías de la ciudad, y de otros lugares,
trotando de aquí para allá. La inmensa mayoría de ellas están ya
informatizadas; el amplio catálogo de sus libros figura en la red, así que es
relativamente fácil dar con lo que se busca, si que es que todavía existe.
Otro camino, mucho
más fácil, es visitar alguna buena biblioteca universitaria o pública. Aunque
el préstamo, lógicamente, tenga el inconveniente de no poder subrayar el libro,
anotar pensamientos e impresiones en sus márgenes, ni hacer observaciones, más
o menos pertinentes, en sus espacios en blanco. Es esto lo de menos, desde
luego. Lo que molesta, y mucho, es haber invertido un tiempo enorme en la búsqueda
de un material que, tenido por fin en las manos, resulta ser un fiasco. Hay
libros que, efectivamente, y pese a algunos profesionales que se empeñan en ser
originales yendo contra viento y marea, están mejor durmiendo el sueño de los
justos. Otros, por el contrario, con su lectura aumentan la alegría y el
contento que supuso su larga búsqueda y costosa captura.
Fue relativamente
fácil conseguir el libro, el último que quedaba disponible, de Jerôme
Carcopino, La vida cotidiana en Roma en el apogeo del imperio. Es un
libro de 1939 si bien la edición española, la más reciente al menos, es de
2004. Carcopino fue uno de los más importantes especialistas en la Roma
antigua. Vio su carrera un tanto ensombrecida, tras la segunda guerra mundial,
por su apoyo al gobierno colaboracionista de Vichy. Falleció en 1970.
Una de las cosas
buenas que tienen estos libros relativamente antiguos es que permiten una doble
lectura: la de la vida cotidiana de Roma en este caso, y la de los prejuicios
de quien lo escribió. Esto último casi siempre es fácil de detectar y de
obviar, si es que el libro vale la pena. Pues lo normal es que el investigador
prime sobre su propia filosofía no escrita, o sobre las ideas recibidas de la
época, y se imponga la visión del objeto estudiado. No es fácil de lograr. Lo
consiguen los buenos historiadores. Por otra parte, hay o tenemos tantas
versiones y visiones sobre unos mismos hechos que se tiene la impresión, a
veces, de que los historiadores hablan de cosas distintas aunque estén tratando
idéntico tema. El ejemplo más claro está en la esclavitud en Roma. Aunque
parece que todos coinciden en que no fue tan dura ni deshumanizada como la de
Estados Unidos durante el siglo XIX. Pero a partir de ahí, casi todo son
divergencias.
De todas formas, no
es este el tema más importante del libro de Carcopino. Llama la atención de
este estudio su enorme modernidad, al menos en algunos aspectos. Otros, la
influencia del cristianismo, la disgregación de la familia, etc., acusan más el
paso del tiempo. Pero a menudo nos encontramos, por aquí y por allá, con frases
o afirmaciones que parecen escritas por y para el mundo de hoy. A veces se
tiene la impresión de que la humanidad avanza muy poco. O, al menos, ciertos
sectores de la misma.
No hace mucho se
produjo en España un relevo generacional dentro de la monarquía. Algunos medios
de comunicación quisieron saber, inmediatamente, si dicho relevo iba a influir
positiva o negativamente en la concepción que el español medio tiene de la
política, y en su visión sobre el futuro del país. Parece ser que la valoración
de los políticos, monarquía incluida, está pasando por horas muy bajas.
Demasiadas corrupciones y corruptelas, y demasiadas diferencias a la hora de
juzgar a un ladrón de guante blanco del que se manifiesta porque le han robado.
Cosas que, sin duda, no han cambiado nada. En la Roma clásica, por ejemplo, no
recibía el mismo castigo el ciudadano romano que quien no lo era. Y dentro de
aquellos había que distinguir.
“Pero
también en los hombres libres debemos distinguir entre los ciudadanos
protegidos por la ley y los que están sometidos a ella.”[1]
Nada más actual para
nosotros, independientemente de que reine Juan o Felipe. No hace falta recordar
la gran cantidad de imputados que ocupan sillas y sillones de diputaciones,
parlamentos y ayuntamientos, o de estafadores que gozan del dinero estafado y
de libertad, mientras que el peso de la ley ha caído con todo su rigor sobre
los trabajadores que componían un piquete informativo durante una huelga, o
sobre quien se ha atrevido a meter en la cárcel a quien no debía. Los de los
piquetes, además, no han ido al juzgado escoltados ni en coches de alta gama.
Por no hablar del esperpento de que, según la comunidad do seas juzgado, así
será tu gloria o tu pena. La cual, lógicamente, también dependerá del cargo que
se tenga o se haya tenido. Sabido es que todo político acusado de corrupción
está siendo atacado injustamente, es el blanco de una conspiración, y que todo
obedece a celos y miedos de la oposición. Nunca son culpables para su partido.
Carcopino, sin embargo, advierte sobre esto:
Y aquí tenemos no
ovejas negras, sino rebaños de las mismas.
Los medios de
comunicación se podían haber ahorrado las encuestas, con motivo de la
proclamación de Felipe VI, si hubieran tenido un poco de paciencia. Y no
solamente por las penas impuestas por la Justicia. Parece que los romanos
practicaban aquello de divide y vencerás. Y la mejor forma de lograrlo
siempre ha sido falsear la verdad, darle el cariz que interesa. Por supuesto
que una forma de conocer la regeneración del país sería que un político, vamos
a hacer ciencia-ficción, reconociera sus errores y tratara de rectificar en
público, haciendo a este inteligente, y no tan estúpido como al parecer es él.
Pero en lugar de hacer eso, hacen lo mismo que Nerón tras el incendio de Roma:
acusar a los cristianos de todas las maldades. Estos, según Carcopino, y más
historiadores, se convirtieron en la panacea: eran los culpables de todo lo
desagradable. Hasta el punto de que san Agustín, en alguna parte de su De
civitate Dei afirma, con sorna, que Pluvia defit, cuasa christiani. Si
falta la lluvia es por culpa de los cristianos. Y estos, por supuesto,
incendiaron la ciudad de Roma. Nerón, el poder, quedaba a salvo. Es difícil
atacar al poder: el vecino siempre está más a mano, y más si dan carta blanca.
Ha sucedido lo mismo
ahora. Aunque, y por supuesto, no estamos hablando de cristianos ni de
emperadores, ni de leones o tigres sino de actitudes y circos. Así tras el
sonoro fracaso, por tantos y tantos años de corrupción y corruptelas, que ha
supuesto la votación para el parlamento europeo, el partido en el gobierno, que
no se caracteriza por su finura ni elegancia, se ha lanzado a todo tipo de
acusaciones y tonterías sobre el partido o formación política que los ha
desinflado. No hay día que no salga alguien lanzando alguna nueva imbecilidad
sobre dicho partido o su dirigente. Y los voceras hacen de todo menos reconocer
las propias faltas y tratar de cambiar de rumbo. Sin sonrojarse ni despeinarse
son capaces de decir las tonterías más grandes del mundo. Cada uno juzga al
mundo según es él, y estos creen que todos somos estúpidos. Por otra parte,
nada dicen estos avisados políticos, por ejemplo, sobre la corrupción y los
miles de imputados que tienen entre sus filas, muchos de ellos auspiciados por
ellos. Parece que el robo y la ostentación estás bien vistos, si la practica el
compañero de bancada. Carcopino, como no podía dejar de suceder, da la
explicación del porqué de las ansias de poseer y tener un elevado nivel de
vida:
“El
césar abrumaba hasta al más grande de sus súbditos, y el sentimiento que todos
ellos experimentaban ante su inigualable superioridad ayudaba a los más
humildes a aceptar lo endeble de su limitada condición frente al lujo de las
clases dominantes”[3].
No creo que la
explicación de hoy en día vaya por esos derroteros. Me inclino a creer más bien
que ha sido la hybris, la desmesura, quien los ha traicionado. “¿Qué
falta les hacía a estos robar si tenían un buen sueldo y un trabajo estable?”
decía el otro día un pensionista en la cola de un banco. No está mal que unos
saqueen bancos y cajas de ahorro, destruyan pruebas y hagan de su capa un sayo,
se vayan de safaris, y otros se las vean y se las deseen para llegar a final de
mes. Es de una ética apabullante. Pero mejor atacar al otro que cerrar esa
continua y sempiterna podredumbre. Y, por supuesto, dichos personajes no tienen
más mérito para haber llegado a esos puestos de saqueadores que la amistad con
el político de turno, o el haber sido conmilitones suyos, sin que eso suponga
ningún menoscabo para las mujeres, pues como todo el mundo sabe hay muchas
maneras de amistad y de acuerdos, entre hombres y mujeres y viceversa.
Y así podríamos estar
hablando sobre este libro y su rabiosa actualidad, pese a los años
transcurridos desde su publicación, y pese a la ideología de su autor. No
obstante, me gustaría finalizar con un ligero apunte sobre la educación y su valor
en la sociedad aquella, tan parecida en algunas cosas a la nuestra:
“Marcial
cuenta su indignación cuando ve que los abogados no pueden cobrar sus
honorarios después de haber cultivado los más hermosos dones del espíritu sin
provecho alguno: “Mira, Lupus, ¿para qué confiar la educación de tu hijo a un
maestro? Te lo ruego, no le permitas conocer los libros de Cicerón ni los
poemas de Virgilio. Antes deja que aprenda a tocar el arpa o se haga flautista,
o si sirve para ello, haz de él un perito tasador”[4].
Las palabras de
Virgilio traen a la memoria, inmediatamente, la vida de un español ilustre,
fallecido hace ya unos cuantos años, don Tomás Rodaja, o el famoso licenciado
Vidriera, hombre al que loco todos escuchaban, y cuerdo tuvo que irse a luchar
a los Países Bajos para no morir en el suyo de hambre. Ahora, unos
cuatrocientos años después, estamos en el momento en el que la juventud, muy
preparada pese al nefasto sistema educativo, se va del país; pero no por
necesidad sino, como dice alguna ministra, por movilidad social. Parece ser que
para llegar a estos cargos, y a algunos más, no hace falta mucha preparación ni
mental ni ética. Una pena que no los admitan de ministros o barrenderos en
otras latitudes. No olvidemos, además, que hace unos días falleció uno de los
mejores directores de orquesta, Lorin Maazel, a quien los medios de
comunicación apenas si han nombrado. Compárese este silencio, o el breve
apunte, con la cantidad de horas dedicadas al mundial de fútbol. Ya se sabe, panem
et circensis. El honor de un país está en la cantidad de goles que encaja.
Estamos en un sistema tan canalla como perverso. Tenemos que buscar a algún
culpable.
Otra parte del libro,
muy interesante, es cuando M. Carcopino narra cómo los griegos crearon el
primer cuentahoras, el horologio. Pero eso sería motivo de otro
artículo que, tal vez no interese a nadie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario