Tenemos con mi esposa este blog desde hace casi cuatro años. Según cómo se mire es un éxito o un fracaso. Si se mide por los beneficios mensurables en dinero, es un fracaso. Si se mide en la calidad y cantidad de gente que nos manda colaboraciones, la gente que nos lee en todo el mundo, el placer de la lectura y demás artes per se es un éxito. Yo prefiero pensar que es lo segundo porque jamás nos propusimos una meta económica.
Este jueves me toca a mí. Siempre ha sido y será así. Un jueves cada uno. Y mirando mis archivos me doy cuenta que este es el relato número cien que publico. Tengo cientos más en galera, pero son de esos relatos que se empiezan siempre y nunca se terminan. Por múltiples razones. Porque son meramente experimentales, porque no les encuentro final, porque me parecen poco. Y miren que he publicado algunas cosas que son francamente bodrios y otras que – los demás – han calificado de sublimes. En fin. Cuando me pongo sobre la página en blanco siempre me asalta la misma envidia: ¿Porqué un buen poema, un cuento bien escrito, una novela hecha de madrugadas jamás será tan sublime como un aria de “La Boheme”? ¿Porqué la música nos saca a los escritores esa magia de hacer gemir y llorar a los que escuchan? ¿Porqué la música tiene esa extraña combinación de sutileza y desmesura que le falta a la escritura?. Tampoco tengo respuestas. Sólo he escrito dos novelas y hubo gente que me dijo que moqueó hasta el hipo y otros frente a las mismas líneas me expresaron su total desagrado. He escrito ya más de 300 relatos, entre cuentos, poemas y ensayos, y algunos se ríen de lo que llaman mis personajes absurdos y otros me piden más cuentos con desespero, como si estuviese entregando obras por folletín.
La otra envidia es la de las comparaciones. ¿Cómo hago para lograr las imágenes que el incomparable Jorge Luis lograba con tan sólo su cabeza? ¿Quién tiene la genialidad de las metáforas del increíble Julio? ¿De dónde sale ese golpe en la mandíbula que lograba el tremendo Roberto con secundaria incompleta? Algunas, muy pocas, logro aspirar a algo de eso. Y me salen prosas remanidas, párrafos pretenciosos, líneas ya escritas. Segundo en fin.
Lo cierto es que hoy es el relato / cuento / prosa / poema / escrito cien. Y no quiero – al menos por ahora – volver a los muchachos del bar que tan buenas críticas recogieron y tanto me han rendido. Tampoco quiero hacer uno de esos cuentos que son medio realismo mágico porteño, mezcla rara de fantasía clásica con ciencia ficción. No. No tengo en claro qué escribir, sólo sé que lo debo hacer.
Y salgo, y me tomo el subte, y voy craneando lo que saldrá. En estación Leandro N. Alem me bajo y comienzo a caminar las tres cuadras que me separan del estudio. Y mientras camino, lenta e imperceptiblemente me voy elevando. No es un elevar en el sentido físico de la palabra. No sabría cómo explicarlo. Y antes de llegar a mi meta estoy como a treinta metros por sobre la Plaza Roma. Me dejo llevar. A la media hora, más o menos voy como a cien metros de altura y veo a la gente cual hormigas pululando en derredor de su territorio. Y mientras los veo pienso en las deudas, en las tarjetas, en la inflación, en el país. Y todo eso se va desvaneciendo mágicamente. Veo como todos y cada uno de nosotros no es más que eso. Hormigas. Valerosas, incansables, tenaces hormigas. Ya estoy oteando al Río de La Plata y a lo lejos Montevideo. Paso de soslayo, a pura fuerza de memoria y acostumbramiento. En un rato cruzo el Atlántico y vislumbro bajo mis zapatos de abogado algún que otro barco que se cruza en el camino.
Madrid y sus palacios, Roma y sus ruinas. Todo pasa bajo mis pies y yo sentado, tal vez en una nube, tal vez en mi conciencia. Y llego. Allá abajo está el Partenón que siempre quise conocer. Lo rodeo, lo husmeo como un perro a su cola. Unos kilómetros allende las Pirámides me extasían. Me quedo largo rato sobre la esfinge de Gizeh. Me siento sobre ella. Más hormigas cabalgando su placer. La noche me encuentra pacífico sobre la Torre Eiffel. Elijo los jardines de Versailles para descansar. La mañana me asalta volando sobre la muralla china, entrando misericorde al bello palacio del Taj Mahal, entro por una ventana y salgo por la puerta principal. El ejército de terracota quiere atacarme, no lo dejo. Viejas ruinas en Afganistán hacen palpitar mi corazón, Ankor Bath me marea, Machu Picchu me da una bofetada de verde, termino mi segunda jornada reposado sobre el Uritorco. Ya no quiero ver nada más. He pasado por encima de la humanidad toda, de sus bellezas, de sus miserias, de sus angustias, de sus sublimes creaciones, de la fuerza de la naturaleza. Decido darme un baño en las Cataratas del Iguazú y volverme a casa. Fue demasiado.
Despierto cabeceando sobre mi escritorio. Son las ocho y no me di cuenta. El sol que habitualmente se pone sobre mi ventana, detrás del Cartel del Grupo Santillana ya no está. No están las secretarias, no están mis colegas, no hay nadie. Menos mal que tengo la tarjeta magnética para salir. Y mientras bajo vuelvo a mi cuento cien y no encuentro respuestas. Sé que he visto cosas en sueños, sé que he viajado muy lejos. Pero los recuerdos se están yendo como agua entre mis manos. Sólo a un tonto se le ocurriría escribir sobre un sueño.
Último en fin. Ya se me ocurrirá algo.
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