Estaba haciendo lo que llevaba bastante tiempo deseando
hacer: ir caminando, bajo un cielo plomizo, desde el pueblecito donde me
alojaba hasta el monasterio de Veruela. Visitar dicho monasterio, fui el único
visitante, e irme luego por aquellos caminos, un día a Trasmoz, otro al parque
natural y otro a Añón. En total fueron tres o cuatro días de caminatas,
reflexiones y diálogos conmigo mismo y con mis fantasmas. Quizás como también
hiciera Gustavo Adolfo Bécquer en su momento. Iba por los mismos sitios por los
que, sin duda, caminó él, solo o en compañía de su hermano Valeriano. Yo iba
solo. Hacía frío pese a no estar ya en invierno.
-Me resulta difícil decirle si fui por aquí o por allá.
Esto está tan cambiado.
-Añada a eso que la descripción que hace usted de la
entrada al cenobio no es del todo correcta. Venir aquí con su libro, Desde
mi celda, es para volverse loco.
-Hombre, tampoco exagere.
-No. Era una pequeña broma. En nombre de los poetas y
de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe
a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano
demoledora y prosaica[1].
-Eso lo
dije yo en algún lugar. Y por lo que veo no me han hecho mucho caso. Era de
esperar, por supuesto.
-Todo se transforma y cambia. Todo. ¿Sabe? A veces a mí
también me da rabia tanto cambio y tanta mudanza. Quiero decir que me hubiera
encantado venir aquí, como hizo usted, y quedarme a pasar una temporada. Pero
ya no están las celdas, ni hay casi nada.
-Sin embargo, veo construcciones nuevas.
-Sí. Un parador nacional, es decir un hotel de lujo.
-Si se lo puede permitir.
-No, no puedo; pero tampoco se trata de eso, sino de la
pérdida del encanto...
-En mi época todo esto estaba en ruinas. Y, bueno, nos
queda la cruz negra, está el Moncayo, y están las magníficas puestas de sol,
más la iglesia y los torreones defensivos.
-Sí. Y el parador nacional. Un buen amigo mío dice que
hemos convertido al país en un parque temático. Y gracias a ello se mantienen
en pie muchas cosas que de otra forma serían historia por no decir ruinas o
piedras de otros edificios.
-Y eso que somos un país tradicionalista y algo
conservador.
-¡Ah! Pero el dinero es el dinero y acaba con todas las
diferencias ideológicas. Y con los conventos y los castillos.
-En eso tiene usted razón. No obstante, querido amigo,
siempre nos quedará el dolorido sentir.
-Sí, desde luego. Y esa cosa vaga y etérea que queda
flotando en el aire, que se nos mete en el cuerpo y estalla cuando uno menos lo
espera.
-Misterio indefinible. Que, a veces, nos aproxima más a
las realidades, etéreas o incorpóreas, que la filosofía o la más sesuda de las
reflexiones. El gran poder del arte, de la palabra, y de la sugestión; sí, eso
parece que sigue a pesar de todo.
-Y a ese misterio cabe añadir otro más: cómo a diversas
personas la misma cosa le afecta de formas diferentes; y cómo con los años se
van transformando esas visiones. Ante tanta transformación, no puede uno por
menos de preguntarse que en cuál de ellas reside la verdad.
-No lo sé. Si no se explica mejor... Tampoco sé si es
lícita esa pregunta. Tal vez en todas, y tal vez en ninguna. Y seguramente sin
unas no se pueda llegar a las otras, ¿no cree?
-Yo tampoco lo sé. Lo único que creo tener un poco claro
es lo que he experimentado en cada una de mis épocas, sin demasiadas sutilezas,
por supuesto.
-Cambiamos a lo largo del tiempo, querido amigo; y vemos
desaparecer cosas y personas sin llegar a comprender prácticamente nada.
-Creo que fue esa rima de usted la que me hizo, por
primera vez en mi vida, elogiar la ignorancia...
-¿He dicho yo eso en algún poema? No recuerdo...
-No, no lo ha dicho. Yo lo malinterpreté: si para que
haya poesía se requiere del misterio, la ignorancia, pensé, es buena.
-Pero, hombre, por Dios, donde hay ignorancia no hay
misterio: no hay nada. El misterio surge con la pregunta, con la inquietud.
¿Qué misterio quiere usted que haya en la ignorancia?
-El miedo.
-¿Cómo?
-Es muy sencillo. Y sin dármelas yo ahora de sabio, le
puedo decir que, de joven, cuando leí algunas de sus leyendas, más de una vez
se me pusieron los pelos de punta. No sé, sin ánimo de ser exhaustivo, le puedo
nombrar Maese Pérez el organista, El monte de las ánimas...
-Son pequeñas bromas. Aunque he de confesarle que también
a mí se me erizaron los cabellos al imaginarlas. Pero no es un miedo
paralizador...
-Pues no me parece usted un hombre especialmente miedoso.
O lo disimula muy bien.
-¿Por qué dice eso?
-Por la facilidad con la que usted se movía por entre las
tumbas de este monasterio, por su abandonado claustro, o por los inexistentes
caminos de aquellos años.
-Quizás no tuviera miedo porque iba buscando lo que sólo
hallaba mediante ensoñaciones o a través de la escritura.
-Yo también he experimentado una cosa parecida, aunque en
mi caso ha sido debido a la edad. He vivido mucho más tiempo que usted, aunque,
tal vez, no tan intensamente.
-Eso último suena a disculpa. Y no tiene porqué
disculparse por haber vivido más que yo. Yo, entre otras cosas, era un fumador
empedernido. Y por lo que veo usted no lo gasta.
-No.
-¡Vaya por Dios! ¿Y qué sucedió para que las Leyendas le
pusieran los pelos de punta? Si no es indiscreción preguntarlo.
-No, no lo es. Recuerdo que siendo joven me fui de viaje
con un amigo. Íbamos con un destartalado coche; llevábamos sacos de dormir, y
dormíamos donde nos cogía la noche, sin gastar nada en pensiones ni hoteles.
-Ahorrarían ustedes mucho dinero.
-Tales economías nos permitieron recorrer casi todo el
país, catando el vino de cada sitio, claro. Yo trazaba las rutas. Y un día se
me ocurrió pensar que deberíamos acercarnos a un convento cisterciense, pues
siempre me ha gustado mucho el canto gregoriano. Y en aquel coche no teníamos
ni radio, ni música. Pensado y hecho.
-Ve, eso es lo que yo eché de menos cuando estuve aquí
con mi familia. Me hubiera encantado oír a maese Pérez, o a los monjes.
-Yo tuve suerte: llegamos al convento un día por la
tarde. Entramos en la iglesia, y los frailes estaban cantando. Caí en éxtasis.
-Es bello el canto gregoriano.
-Sí, mucho. Al menos a mí me lo parece. Pero el amigo que
iba conmigo sintió una especie de repulsa... Para él aquellos cánticos le
sonaban a muerte, a ultratumba, a cementerios feos y con flores artificiales.
-Bueno, hay que reconocer que algunos de ellos pueden ser
interpretados de esa forma un tanto burda. Pero no todos, no todos.
-La cuestión es que por la noche, tiempos aquellos, nos
quedamos a dormir en un campo no muy lejano del convento. Y no sé porqué me
acordé yo de su leyenda El beso.
-Ya me
imagino el resto: se la contó usted estando los dos en medio del campo. Y su
amigo, impresionado sin duda por la música gregoriana, se asustó.
-Sí. Y fíjese, ahora me río; pero en aquel momento me
asusté: es verdad que yo cargué la mano en la historia del soldado enamorado de
una estatua fúnebre... pero jamás imaginé que mi amigo saliera del saco como
flecha disparada por el arco, y se negara a quedarse allí, en mitad del campo.
Le entró tal pánico que nos tuvimos que ir. Fue la única noche que dormimos en
una pensión. Y por supuesto los dos en la misma habitación.
-Tampoco es para tanto la leyenda, ¿no le parece?
-Es preciosa, como todas sus leyendas, pero...
-De todas formas hay personas a las que el mundo de ultratumba
les causa verdadero espanto. He observado que conforme el hombre se hace más
refinado, más y más terror le produce la muerte y su desaparición física.
Quizás estamos olvidando las cosas fundamentales de la vida.
-Quizás. De todas formas yo también creo que es un poco
cuestión de edad. Verá, yo de pequeño también era muy miedoso: todo me daba
pánico, y más que nada tener que ir a visitar a algún fallecido.
-Como usted sabe yo tuve contacto con la muerte desde
fecha muy temprana.
-Sí. Qué solos se quedan los muertos. Y los vivos.
-Los vivos se pueden mover y buscar a otros tan vivos
como ellos.
-Sí. Noté que ante la muerte, me surgían ganas de vivir,
y de hacer algo que me demostrara que estaba vivo... Pero a partir de una
determinada época, me entraron unos enormes deseos de hacer lo que no nunca
antes había hecho: visitar el cementerio de mi pueblo. Ya no me inquietaba ver
a los muertos ni halar con ellos.
-Es algo que se debería hacer con cierta frecuencia. No
debería haber esa separación tan tajante entre la vida y la muerte.
-También los cementerios deberían cambiar, y ofrecer otra
visión de la muerte.
-En eso tiene razón: los cementerios cristianos son un
tanto lúgubres. O mejor, son feos. Rematadamente feos. Desde muy niño
concebí, y todavía conservo, una instintiva aversión a los campo santos de las
grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la
estantería de una tienda de géneros ultramarinos; aquellas calles de árboles
raquíticos, simétricas y enarenadas, como las avenidas de un parque inglés;
aquella triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura sin alegría,
me oprimen el corazón y me crispan los nervios. El afán de embellecer grotesca
y artificialmente la muerte me trae a la memoria esos niños de los barrios
bajos a quienes después de expirar embadurnan la cara con arrebol, y entre el
cerco violado de los ojos, la intensa palidez de las sienes y el rabioso carmín
de las mejillas, resulta una mueca horrible.[2]
-No se puede decir mejor, ni con menos palabras. Yo
también siento atracción por los cementerios de aldea. Y un poeta andaluz, gran
admirador suyo, sintió un especial cariño por los cementerios norteamericanos,
sin vallas, con las tumbas casi al lado de las casas, y sin edificios tétricos
y lúgubres. Allí parece que los muertos están tomando el sol en un jardín...
Hay una imagen bellísima de ese poeta: habla de un pajarillo que va de la
lápida de una tumba al alfeizar de una vecina ventana...[3]
-Y los niños pasean por entre las tumbas... A nosotros
nos va lo solemne. El problema está en cuando lo solemne no es bello. Yo
también escogí un lugar donde quise ser enterrado. Pero esto de que te metan en
panteones y demás... ¿Qué quiere que le diga? ¿No puede el hombre mostrar su
agradecimiento de otra forma? ¡Yo quería estar al aire libre! Y al lado del río[4].
-Le pasó a usted lo mismo que a la pobre doña Leandra
Quijada, señora que fue de Bruno Carrasco.
-¿Quién es esa señora?
-Una heroína de don Benito. Aparece en el episodio
titulado Bodas reales. La pobre mujer, nacida en la Mancha, y trasladada
a Madrid, suspira por volver a su pueblo, o, por lo menos, por ser enterrada en
tierra y sin que ningún árbol le haga sombra. Y meten su cadáver en un nicho.
-¡Vaya con don Benito! ¿Y qué tal es doña Leandra?
-Una excelente persona. Sin duda la madre que no nos
merecemos nadie.
-¿Tan malos somos?
-No, no creo que sea un problema de maldad. Más bien de
ignorancia. De no comprender que todo es un rayo de luna. Y cuando lo
comprendemos ya es demasiado tarde.
-Es entonces cuando surgen las ansias por visitar a los
muertos, por hablar con ellos y por decirles todo aquello que no se les dijo en
vida, ¿es así?
-Al menos en mis caso, sí.
-Y entonces es cuando le gustaría que ellos se
levantaran, y se fueran a pasear con usted en tanto mantenían largas y fluidas
conversaciones.
-Efectivamente.
-¿Sabe? En esta vida casi todo se alcanza. Y eso que
usted busca, llegará. Ahora, debe estar preparado, pues como dijo aquella joven
princesa tebana, Antígona, son pocos los años que vamos a estar con los vivos;
con los muertos, por el contrario, estaremos toda la eternidad.
-Quizás por eso sus leyendas son ya una aproximación a
esa bella intemporalidad.
-Me halaga usted; pero, sí, tal vez tenga razón. Ahora
bien, nunca me hubiera imaginado que mis narraciones provocaran reacciones como la de su amigo.
-Sí, es interesante comprobar cómo perduran en nosotros
cosas tan atávicas. El miedo, sin duda, lo es. Por eso me parece que los
muertos no están tan solos.
-¿Usted cree? No sé. Tal vez tenga razón. ¿Y los vivos?
Bueno, estos dependen del grado de imaginación que tengan. A los muertos,
pobres, no les queda ninguna. Y, sin embargo, forman parte de nosotros, y en
nosotros siguen viviendo.
-Efectivamente.
[1] Gustavo Adolfo Bécquer, Tres
fechas, I
[2] Gustavo Adolfo Bécquer, Desde
mi celda. Carta III
[3] Juan Ramòn Jiménez, Diario
de un poeta recién casado. Son varios los poemas de Juan Ramón dedicados a
los cementerios norteamericanos. Aquí, evidentemente, el personaje se refiere
al que aparece en el poema en prosa CXL, fechado el 19 de mayo y titulado
Cementerios.
[4] Véase Desde mi celda. Carta
III
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