Hubo un tiempo, breve como no podía
dejar de suceder, durante el cual, todas las mañanas, mi primera tarea
consistía en leerme unos cuantos
periódicos nacionales. Es esta una de las enormes ventajas de Internet:
conectaba el ordenador, y accedía a toda la prensa diaria. Seleccionaba las
noticias que me interesaban, por supuesto, y leía aquellas que me parecían
interesantes o relevantes. Y no sólo leía la noticia sino que, además, leía los
comentarios de los lectores. Ciertamente, al principio, me pareció una
maravilla que cualquier lector pudiese opinar sobre cualquier noticia o evento.
También lo hice yo en un par de ocasiones. Pero desistí rápidamente, tanto de
participar en los comentarios como de leerlos. La razón es muy clara y
sencilla: la mitad de esos comentarios no eran sino insultos a la otra mitad de
los comentaristas, escritos con infinidad de faltas de ortografía, por
supuesto; y más insultos de la otra mitad al restante 50% de los participantes.
De no haber sido por la pobreza mental que suponía, me hubiera reído: todos,
unos y otros, se tildaban de analfabetos, ineptos y demás. Creo recordar que
fue don Benito Pérez Galdós quien dijo aquello de nadie es inteligente si no es
tan imbécil como nosotros.
Sospeché,
cómo no, que muchos de aquellos comentarios, horriblemente mal escritos, los
habían redactado algunos de los militantes de algún que otro partido, pues
fuese la noticia la que fuera, hablaban del tema que a ellos les interesaba, y
que, en la mayoría de los casos, no venía a cuento de nada. Y por supuesto eran
de una monotonía desesperante: achacar las culpas al otro, con insultos y
acusaciones, faltaría más, y cantar las enormes e importantes virtudes propias.
El sentido crítico brillaba, e imagino que seguirá igual, por su ausencia. Y la
falta de respeto al prójimo. Creo, como decía Azorín, que la crítica debe
consistir en hablar de todo sin molestar ni herir a nadie. Ya sé que pedir eso
en este país es como pedir cotufas en el golfo. Por supuesto sería injusto por
mi parte meter a toda la gente en el mismo saco. Me tropecé con comentarios muy
bien escritos, y que, por supuesto, valió la pena leer.
También
durante una larga temporada dejé de consultar los periódicos. La razón era bien
clara: la inmensa mayoría de las noticias que llevaban eran de política y sobre
políticos. Y hablar de políticos en este país, por desgracia, y en muchísimos
casos, es hablar de corrupción, de manipulaciones y de mentiras. Aquí cualquier
presidente del gobierno, ignoro por qué regla de tres, en cuanto lo envisten de
eso mismo, se cree un pequeño monarca absoluto que no tiene porqué rendir
cuentas a nadie de nada. Y no lo hace, por supuesto. La democracia, por si no
lo era, se ha convertido en una pura farsa. Y eso por no hablar de la
politización de la justicia, con magistrados y jueces impuestos o recusados por
los partidos políticos para obtener no la verdad, faltaría más, sino la
sentencia que les interesa. Y que será aquella que les permita estar y seguir
en el poder.
Como te dije
en mi anterior carta, de joven, y creo que ahora también, tuve problemas para
captar ciertas abstracciones. La raíz cuadrada de menos uno, por ejemplo, o
ciertas concepciones filosóficas, eran para mí cámaras selladas en las que no
había forma de penetrar. Al parecer no era yo el único: en mi época joven, y
ahora también, era muy aficionado al cine. Vi entonces una película en la que
un personaje tenía el mismo problema que yo: Las tribulaciones del joven Törles.
En la película, y pese a que es un tema marginal, por decirlo de alguna forma,
no me quedó muy clara la explicación que le da un profesor al joven Törles
sobre la famosa raíz cuadrada de menos uno, y los números imaginarios. Me
compré la novela, ya casi convertida en un incunable, la leí varias veces, y la
frustración siguió instalada en mi mente y en mi cerebro.
Todo este mal
sabor de boca, por la filosofía y mi incapacidad para las abstracciones, se me
curó de alguna forma leyendo a Platón. Con los libros de este filósofo, y por
primera vez, me encontré con una filosofía que comprendía bastante bien. O que,
al menos, para no ser arrogante, me permitía leer páginas y páginas haciéndome
la ilusión de que comprendía cuanto había escrito su autor. Por eso, y por lo
que decía, empecé a querer a Sócrates como se puede querer a un muy buen amigo.
Ahora bien, me disgusté mucho con él cuando, no recuerdo en qué diálogo, dice
que no está nada de acuerdo con la democracia: le parece totalmente injusto que
su voto, el de una persona que sabe que no sabe nada, valga lo mismo que el de
un zapatero... Me indigné contra Sócrates. Y sólo años después me percataría de
cuánta razón tenía. Y eso que en su época no había televisión. Entonces, ya de
mayor, reconciliado con Sócrates, comencé a darme cuenta de que, en una nación,
o los diversos poderes son independientes, si es posible, quiero decir el
judicial del político, o sólo nos cabe confiar en la virtud de unos y otros, lo
cual sea, tal vez, pedir demasiado. Por mucho que los sofistas sostengan que la
virtud se enseña. No digo que no. Lo interesante está en descubrir si hay
interés por aprenderla.
No confiaba,
por otra parte, en que un buen sistema educativo fuera capaz de generar
personas buenas y honestas, virtuosas. Esas ideas, como las hojas de algunos
árboles enfermos, se cayeron mucho antes de la llegada del otoño. En realidad
ya no confiaba en nada, o en muy pocas cosas. Y lo único que quería era
apartarme de todo, o, al menos, de aquellas situaciones que me daban una pésima
visión del hombre. Dejé, pues, de leer los periódicos; y, sobre todo, los
comentarios. Y dejé de ver la televisión. Eso no supone, por supuesto, que me
encerrara en mí mismo: el tiempo dedicado a ver telediarios, debates o
películas repletas de anuncios, lo invertí en oír música. Un mundo, un
maravilloso mundo, que me hacía estar despierto, atento; y que me causaba unas
sensaciones infinitas y maravillosas, tanto de alegría como de tristeza; pero
de una alegría y una tristeza que nada tenía que ver con la dimanada de los
periódicos. ¡Qué lejos de mis encontrados sentimiento cuando veía una tertulia
en la televisión! ¿Te has dado cuenta de que cuando intervienen tres personas
en un debate, no se dejan hablar los unos a los otros? Se interrumpen, se enardecen...
y no se entiende nada. A mí, eso, me ponía muy nervioso. Como me pone nervioso
que se presente alguien diciendo obviedades y pareciendo que acaba de descubrir
el Mediterráneo. Supongo que a la televisión le sucede lo mismo que al teatro,
según decía don Benito: el teatro va dirigido a un público heterogéneo, por lo
tanto no puede volar muy alto, pues parte de la sala se quedaría in albis, ni
puede andar en zapatillas, puesto que sería despreciado por otra parte del
público. Sea como fuere ha de encontrar en término medio. Ese término medio,
por supuesto, dependerá de la cultura de un país. Hoy se hace muy poco teatro;
pero esto mismo, querido Nemo, lo puedes aplicar a la televisión. Sí, la imagen
es desoladora. Hay que ver con qué cosas nos entretenemos.
Pensé que el
hecho de que en la televisión hubiera tanta tertulia, tanta aparente discusión,
y tanto periodista a toda hora, que no daba noticias, sino opiniones, estaba
dejando bien claro cuál era la situación: alguien cree que el país necesita guías,
jefes... necesita que le digan cómo tiene que pensar y de qué forma debe
hacerlo. Es una opinión. Tal vez de esta forma se sientan justificados para
andar siempre por todos los platós hablando sin cesar, y reflexionando cuando
se van a dormir o poco después.
No recuerdo
si te gustan los libros de viajes. Yo, últimamente, he estado leyendo algunos
libros sobre las expediciones al Polo Sur, a principios del siglo XX. Te los
recomiendo. Es estremecedor lo que en estos libros se cuenta. Pero una de las
cosas que más me impresionó fue leer que aquellas personas, montando depósitos,
buscando el Polo o haciendo investigaciones, caminaban y dormían sobre
bandejones de hielo, que, en cualquier momento, se podían resquebrajar
dejándolos caer a la helada agua, por donde nadaban las morsas, que no
distinguen muy bien a un pingüino de un ser humano. Rara vez aquellos
exploradores tenían algo seguro bajo sus pies. Y aquello me llevó a acordarme
de una lejana mañana de mi lejana juventud. Estaba haciendo una traducción de
latín. No me salía, no me había forma. Y yo no quería dar mi brazo a torcer.
Pero no pude con ella. La abandoné, tras varias horas de infructuosa labor, en
medio de un gran sentimiento de impotencia, con un gran dolor de cabeza y muy
enfadado conmigo mismo. A la mañana siguiente, en clase, reconocí delante del
profesor que no la había hecho, que no entendía un par de oraciones... Y fue la
cosa más tonta que te puedas imaginar. Tanto que las lágrimas estuvieron a
punto de brotarme. Se trataba de un epigrama de Marcial. Las oraciones que fui
incapaz de traducir se me han quedado grabadas a sangre y fuego:
Et stanti legis, et legis sedenti,
currenti legis, et
legis cacanti!
Es un
epigrama contra un poeta impertinente, un paliza como diríamos hoy en día, que
te lee sus poemas en tanto estás de pie, sentado, corriendo, o, como dice el
diccionario, muy honesta y limpiamente, exonerando tu cuerpo. Pues bueno, yo me
empeñé, y por eso no entendía nada, que legis era, y es, el genitivo de lex,
legis. Cuando el profesor me hizo caer en la cuenta de que era la segunda
persona del presente de indicativo del verbo lego, sentí que el bandejón se
abría bajo mis pies, que se me tragaba una orca, que no tenía ni idea de nada,
ni de lo más evidente, y que es peligrosísimo dejarse llevar por lo que uno
cree saber: el error, la grieta, está a la vuelta de la esquina, o tal vez
mucho más cerca. En estas circunstancias, créeme, oír cualquier sinfonía o
cuarteto de Beethoven, Haydn, Tchaikovsky o quien quieras, es una verdadera delicia.
Es darte cuenta de que existe el genio, de que hay algo de tierra firme, y de
que esta vale la pena. Hay algo que no huele a podrido, y que no es vana
palabrería...
No ha habido
muchas ocasiones; pero en las raras situaciones en las que se me ha alabado, y
yo me he creído alguien, siempre he recordado mi palabra mágica, legis. Ha sido
para mí un toque de atención, la frase que el acompañante le decía al general
victorioso celebrando el triunfo por las calles de Roma: recuerda que eres
mortal. Sí, es conveniente no olvidarlo. Entiendo, no obstante, que si uno se
pasa toda la vida oyendo aplausos y elogios, pierda al norte a no ser que sea
una persona íntegra y fuerte, que las hay. Al resto de los mortales no nos
queda sino aquello de Nosce te ipsum, conócete a ti mismo, y fíjate dónde te
metes. Vale.
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