Obviamente, dedicado a Manolo, a Pepe y al Gaita, con todo mi cariño.
Pepe y el Gaita fueron, son y serán dos amigos entrañables que tengo, que me regaló la vida hace más de treinta años y a los cuales quiero con toda mi alma. En realidad no me los regaló la vida, me los prestó Sergio cuando éramos adolescentes y ellos dos habían sido compañeros suyos de secundaria.
Sin embargo, largas noches de copas, billar y boliche, los convirtieron en unos hermanos más que me deparó la vida. Pepe era bajito, regordete y desde que tengo uso de memoria, casi pelado. Es más, creo yo que fue pelado desde su misma infancia. Tal vez por no haber compartido con él la primaria, no lo recuerdo de otro modo que no sea pelado. Terminó la técnica y ahí nomás se puso una mudadora, con más de tres camiones. Luego los socios malandras lo traicionaron y terminó en la lona. Viviendo con su madre y muerto su padre, terminó atendiendo una zapatería de travestis. Pasó casi una década hasta que se recompuso y volvió a poner una empresa de transportes, pero esta vez sólo. En sus ratos libres, cursó un teologado adventista que le dio un título de pastor. Y así los fines de semana no se cansaba de cuidar a sus ovejas en el sitio tal vez más inhóspito del planeta: Un penal de Marcos Paz, donde alternaba entre traficantes, homicidas y violadores, en lo él dio en llamar “el pabellón cristiano”, donde el que quería estar allí debía comportarse como correspondía.
Por su parte, el Gaita era todo lo contrario a Pepe. Alto, flaco y espigado. Rigurosos lentes e ingeniero recibido con honores en la Universidad Tecnológica Nacional. Hijo único de madre española. Recibido, con trabajo y pasaporte comunitario, partió a Valencia, a probar las mieses de la buena vida. Esa misma que duró un suspiro y luego de arduos cinco o seis años regresó a la Argentina escaldado por la crisis de 2008. Hoy, sigue viviendo con honda sabiduría en el hogar maternal y trabaja en una metalúrgica del Gran Buenos Aires con un buen sueldo. Vistos los dos juntos, son una versión porteña y actualizada del “Gordo y el Flaco”. Dos queribles Laurel y Hardy de los dos mil.
Y el tercer en amigo de las tripas fue Manolo. Con la diferencia que si bien Sergio trajo a Pepe y al Gaita, a Manolo lo traje yo. Laburador como pocos, le conocí más de 10 trabajos. Desde plomero a gasista, de empleado del tío en casa de antigüedades a dueño de bar propio. Las mejores pizzas de anchoas que comí en mi vida las hizo y las hará él. Bordeando los treinta, casado con chilena cojonuda como pocas y con dos pibes a cuestas se fue a probar suerte a España, porque la Argentina de los dos mil apestaba.
El tema apareció en Margot. Allí nos juntábamos al menos una vez al mes, Lucho, Pepe, el Gaita, Sergio y quien les habla. Y surgió entre los dos solteros de la barra – Pepe y el Gaita – ir a visitar a Manolo a España. Alhaurín de la Torre se llamaba el pueblo donde vivía Manolo, a tan sólo 30 kilómetros de Málaga. Paraíso en verano, paraíso en invierno. Playas, montes nevados y producción oficial: Espárragos. Producción paralela: Cannabis. Estuvieron más de cinco años Pepe y el Gaita juntando euro sobre euro hasta que llegó el día dichoso. Fuimos Sergio, Lucho y yo a despedirlos a Ezeiza con lágrimas en los ojos. Manolo, desde la otra orilla de la Mar Oceánica los esperaba como quien espera al Mesías. Él hacía diez años que no veía a sus seres queridos y la mala suerte había hecho que jamás hasta el momento hubiese podido volver una sola vez a su amada Argentina.
El Gallego ya tenía el pasaporte comunitario, y Pepe tuvo que sacar el argentino, porque jamás se había ido ni de excursión a Carmelo.
Diez horas soporíferas de viaje entre Buenos Aires y Madrid, cerca de las ocho de la mañana la azafata de Aerolíneas Argentinas anuncia el arribo a Barajas.
Sacan bolsos de arriba de sus cabezas, comienzan a apiñarse en el pasillo y los corazones empiezan a latirles como tambores gemelos, la emoción de verse las caras con su amigo del alma, que les había dicho que se iba a tomar el tren que unía Málaga con Madrid para ser el primero en recibirlos en tierras españolas.
Cinta de migraciones y tremenda sorpresa antes de pasar por el detector de metales. Pepe se da cuenta que se puso los jeans del último fin de semana. Si, esos mismos que uso para sacarle de las manos al “Faca”, uno de los presos más jodidos del “pabellón cristiano”, cerca de diez porros. Se lleva la mano al bolsillo y los palpa. Demasiado tarde. Ya están encima de él dos ovejeros alemanes cuidadosamente entrenados por la policía para detectar hasta pasto seco. Lo dan vuelta, dos guardias civiles verdes y fornidos como dos armarios. Toca con sus manos la pared y presiente lo peor. Lo palpan y encuentran el fatídico paquete. Quince años de prisión mínimo, hace la cuenta mentalmente Pepe. Uno sería para consumo personal, dos hasta para estar con un amigo, ¡¡pero diez!! ¡¡Es tráfico derechito viejo!!
Lo llevan a una habitación cerrada a cal y canto y lo comienzan a castigar con palmas y porras, mientras le van gritando “argentino drogón”, “putañero”, “a tomar por culo con tu droga que te comerás la jaula” y cosas por el estilo.
Mientras tanto el Gaita trataba en vano de recuperar a su amigo, llamando al cónsul argentino en Madrid, infructuosamente, pues al primer llamado le contestó su salerosa secretaria, diciéndole que se había ido “de parrandas” toda la semana.
Cuando todo parecía perdido apareció él: Gigante, gordo pero robusto. Manolo había aumentado al menos 40 kilos desde que se había ido del país. Enfundado en un brillante y maravilloso uniforme de guardia civil, con un tricornio tocando su mollera. Con entorchados brillantes. Gritando a diestra y siniestra. Dando órdenes que todos acataban. La boca del Gaita describía una “O” que parecía no tener fin. Les dice a los municipales que su amigo argentino era un infiltrado en las mafias de la droga, que tenía el móvil en la puerta norte de Barajas, que no sean memos, que por qué no se van a tomar por culo y así hasta el infinito. La soldadesca sólo atinaba a decir “si, mi Teniente General, a las órdenes mi Teniente General”.
Liberado Pepe de sus grilletes, los uniformados se deshacen en disculpas y le dan los dos argentinos a ese Señor al que llaman “Teniente General”, que no era otro que el Gallego Manolo disfrazado de Guardia Civil. Se suben a un orondo patrullero y comienzan a desandar el camino que unía Madrid con Málaga. Todos en silencio, todos alelados.
Toman la A-4 y a unos quince minutos, a la altura de Puente de Vallecas rompe el silencio el Gaita. Primero lo abraza y le dice emocionado:
- Gracias, Manolo estábamos hasta las tetas – cómo hiciste, hermano?
- Si, eso, exclama Pepe, como un boludo tenía esos porros en el bolsillo y me vengo a dar cuenta recién en migraciones -.
El genio de Manolo lanza una risotada y estaciona el auto policial a la vera del camino. Luego lentamente se va desvistiendo hasta quedar en calzoncillos y camiseta. Abre el baúl y les dice:
- Miren:
Y todos ven despatarrado y en completo estado de ebriedad a un gordo de similares proporciones a Manolo, desnudo y dormido.
- Bueno, les explica Manolo. Les presento a Pujol, amigo de borracheras y parrandas. Viene todos los lunes al boliche y se me pone en pedo. Yo sabiendo que venían ustedes, para hacerles una joda, me lo metí en la cajuela y me disfracé de Guardia Civil, sin saber el grado siquiera del coso, que resultó ser poronga. Si no es mucha molestia, me lo visten de nuevo y me lo ponen a dormir la mona atrás con Pepe, y yo me visto con lo mío. Tenemos como cinco horas hasta casa y quiero que se me despierte despejadito. Ya van a ver el pedo que se agarra con nosotros cuando lleguemos a Alhaurín. ¡¡Bienvenidos a España, muchachos!!
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