Hoy, cuando he salido de casa, había
mucho tráfico. Ante los semáforos de varias avenidas se agolpaba una enorme
cantidad de coches. Cuando los semáforos, alternativamente, se ponían en verde,
no conseguían pasar todos los vehículos que esperaban; algunos se quedaban en
el centro de la calle, colapsados, impidiendo el paso de los que, en ese
momento, salían de las otras calles o avenidas. Los conductores se ponían
nerviosos, y amenizaban a la soñolienta ciudad con violentos toques de claxon.
A pesar de carecer de una batuta, había cierta armonía en esos enfados
matinales, que provenían de diversos lugares y eran expresados de diversa
forma. No obstante, los fabricantes de coches, previendo estas situaciones,
podían hacer que el toque de la bocina fuera, en unos coches, unas notas de la
5ª sinfonía de Beethoven; en otros, unas de cualquier cuarteto de Hydn; en los
más atrevidos, Bach, Tocata y fuga; en otros, las campanas y los cañonazos de
la Obertura de 1812... Y así, de esta forma, la ciudad se podría transformar en
algo alegre y divertido. Además, si es cierto aquello de que la música amansa a
las fieras, tal vez consiguieran, los fabricantes de coches, un doble objetivo:
amenizar a los viandantes y tranquilizar a los conductores. Quizás, así,
fuéramos todos un poco menos desgraciados.
No hay vez
que hable de música, aunque sea indirectamente, que no me acuerde de un
“descubrimiento” que hice de joven. No recuerdo en qué obra dice don Miguel de
Cervantes que donde hay música no puede haber nada malo. La frase me gustó
porque, en aquel momento, me estaba iniciando yo en esto de oír música clásica;
y no me apetecía mucho ser malo. No obstante, descubrí, poco después, a través
del cine, que los generales nazis alemanes eran grandes aficionados a la
música, y enormemente crueles. ¿Era esto cierto, lo de la afición musical, o es
una imagen distorsionada que ha creado el cine? Si es cierto, don Miguel se
equivocaba. Y yo no quería que se equivocase: necesitaba algo o a alguien a
quien aferrarme. Un día, no obstante, me sucedió una cosa que me dio la
impresión de ser un capítulo de una novela de Cervantes, y una explicación
típicamente suya. No está exenta de cierta gracia, aunque sea una gracia un
tanto agridulce.
Cuando yo era
joven, in illo tempore, teníamos clase de religión creo recordar que hasta
llegar a la Universidad. La asignatura siempre la impartía un cura. No me
acuerdo si fue en 5º o en 6º de bachiller, entre los dieciséis y los diecisiete
años, cuando tuve de profesor a un cura que, y fue una pesadez, un castigo,
estaba obsesionado con Freud y el sexo. Un lunes, recuerdo que era lunes,
estaba especialmente enfadado. Sin duda debió de haber tenido problemas con
alguno de los grupos precedentes al que estaba yo. Algún compañero de otra
clase le había dicho algo de las incipientes discotecas de aquellos años, de
las mujeres y del baile. Y allí fue Troya: despotricó el cura contra todo y
contra todos; nos amenazó con el fuego del infierno y no sé con cuántas cosas
más Y respiró tranquilo, al fin, como quien expulsa un tumor, tras soltarnos la
famosa comparación que, a mí, una vez más, me llevó a recordar a don Miguel.
-¡Vamos a ver!-dijo lanzando una gran
voz en medio de una clase tan silenciosa como expectante y asustada- ¡Vamos a
ver si nos aclaramos! ¿De modo que vosotros consideráis que el baile no es nada
malo, una infamia? ¡Pues estáis equivocados! -clamó descargando un fuerte
puñetazo sobre la mesa-. ¡Muy equivocados!
Hasta ese momento
nadie de mi clase había dicho nada sobre ningún baile ni, menos todavía, sobre
ninguna mujer. En aquella bendita época en las aulas estábamos separados por
sexos. Oyéndolo, todos los muchachos nos quedamos estupefactos. Seguramente, y
como he dicho, venía caliente de la otra clase.
-¡Pues estáis
equivocados! -volvió a repetir-. ¡El baile es la antesala de la prostitución!
-tronó.
Esa frase se
me quedó grabada a fuego. Cómo me gustó. Y cuántas veces la he recordado: “el
baile es la antesala de la prostitución”. Preciosa. Pero no iba a quedar el
enfado del cura aquí. Siguió el padre con un ejemplo que me trajo a la memoria
a don Miguel. A veces he pensado que el enfado de aquel hombre, con su
impecable sotana negra, de aquel lunes, fue una broma que Cervantes me gastó a
mí.
-Porque vamos
a ver -prosiguió-. Si vosotros entráis a una sala donde hay música; y alguien,
con música de fondo, os quita la cartera, eso ¿es un robo o no es un robo?
Nadie dijo
nada. Pero el profesor volvió a repetir la pregunta, subiendo de tono, y
exigiendo una respuesta inmediata. De mala gana le reconocimos que sí, que era
un robo hubiera música o no hubiera música.
-¡Pues de la
misma forma -atronó- si os acercáis a una mujer, y os restregáis contra ella,
aunque haya música, es pecado! ¡Sí, es pecado, con música y sin música es
pecado restregarse contra una mujer!
Me encantaban
las palabras que utilizaba aquel cura. “Restregándose”, “restregarse contra una
mujer”. Para mí, y hasta el momento, aquel verbo había tenido siempre un matiz
de aseo y limpieza. Más de una vez, de pequeño, me habían dicho que me
restregara bien las orejas, o había recibido la orden de restregar bien el
plato o el tenedor que estaba limpiando. Mira por dónde estaba ampliando
vocabulario, y las cosas más inocentes iban tomando un cariz un tanto
divertido. Y es que siempre, en todas las cosas, hay su lado bueno.
Bromas
aparte, lo siento por usted y por mí, don Miguel. Pero donde hay música,
también puede haber cosas malas y pecado. Y tal vez hasta donde hay un estropajo.
Acuérdese usted, por otra parte, del baile en el patio de Monipodio. Bien es
cierto que es un baile honesto del que no hay más que decir, pero qué gente
baila.
Aquel famoso
lunes, y ante el enfado del cura, ni nos atrevimos a respirar. Pero no ha habido
vez, liberado de sus clases, que no me acuerde de él, y me ría, o, al menos,
sonría. Está claro que la obsesión nos lleva a decir muchas sandeces. Y las
bestias negras de aquel hombre eran Freud y el sexo. Por lo demás era una buena
persona, aunque tenía una ideas un tanto raritas.
Fue
precisamente aquel año, y con esto quiero rendir un sentido homenaje a todos
mis profesores, cuando me inicié en la música clásica. En mi casa la situación estaba tan mal que no
teníamos ni radio. Yo no oía música, por lo tanto. Ni nada. Una mañana, no
obstante, la profesora de Historia del Arte nos dijo, habíamos llegado al
capítulo dedicado a la música romántica, que los que quisiéramos podíamos
asistir a una clase especial: se impartiría de ocho a nueve de la mañana, y en
ella nos íbamos a dedicar a oír música. Yo asistí, por supuesto. Nos puso a
Bach, Tocata y fuga, y no recuerdo que más cosas. Aquella clase se alargó
durante un par de semanas, hasta que ella y yo nos convertimos en los únicos
asistentes. Sentí en el alma no continuar con las audiciones, pues si bien lo
del cura no me acababa de convencer sí que lo hacían las explicaciones de mi
profesora de Arte. Fue una pena no seguir las audiciones durante más tiempo. No
obstante, poco después mis padres compraron una radio, y yo pude sintonizar
emisoras donde se retransmitía música clásica. Y así, poco a poco, me creció
esta pasión, o esta afición, llámala como quieras.
Y ella está
siendo mi salvación. Ahora, y al contrario que en mi juventud, tengo la casa
llena de aparatos para oír música: MP4, ordenador, televisión, lector de Cds,
el antiguo tocadiscos, etc. Y discos; tengo bastantes discos, así que ahora soy
yo quien selecciona lo que oigo. No sé si esto es una ventaja, o un prejuicio,
pues cuando me obsesiono por un cuarteto, o por un autor, ya no hay más que ese
cuarteto o ese autor. Hasta el aburrimiento.
Pasados los
años, le doy la razón a don Miguel de Cervantes: donde hay música no hay nada
malo, o no puede haberlo. Ahora bien, habría que medir en qué intensidad nos
llega la música a cada uno de nosotros, y qué supone para nosotros. Para unos
es adorno, abalorios, afeites; y para otros, como los libros, algo vital, algo
capaz de hacernos mejores.
Detenidos
ante un semáforo, esta mañana, había dos autocares. Uno detrás del otro. Y una
señora le estaba explicando a una su amiga, por encima de la sinfonía de los
bocinazos, que aquello, el colapso de tráfico, era debido a que ya habían
comenzado las clases, y que los autobuses escolares estaban impidiendo la fluidez
de los utilitarios, más pequeños y mañositos que esos trastos. No había caído
en la cuenta del principio de curso. Qué felicidad esto de estar jubilado.
Paseando por la ciudad, en busca de un buen parque, he recordado a mis viejos
compañeros, que todavía están en activo.
Antes, por
estas fechas, a principio de curso, siempre nos traían a alguien para que nos
adoctrinara. Nos daban unas charlas insufribles. Siendo yo profesor jamás llegó
nadie al centro con un poco de humildad o algo de sentido común o crítico. Por
regla general, aquellas personas daban unas conferencias, larguísimas, llenas
de orgullo, de dominio y sabiduría, y de buen hacer. Nosotros, ya con cierta
práctica, los oíamos como quien oye llover. Pues una cosa es explicar cómo se
siega y otra, muy distinta, coger la hoz y deslomarse por entre el trigo y las
amapolas. Recuerdo que en una de aquellas charlas, o cursos intensivos de un
día, el charlatán de turno comenzó a decirnos que preparáramos las clases con
las músicas que les gustan a los chavales. Yo me fui; no necesité oír más. A
este paso, los alumnos van a salir de los colegios sin saber quién es Cervantes
porque les pilla muy lejos, y sin haber oído a Beethoven porque es un rollo.
Sí, se está perdiendo, si es que no se ha perdido ya del todo, la cultura del
esfuerzo. Y, efectivamente, como dijo algún periodista, es muy fácil oír a
cualquier cantante, o “músico” actual. Ahora bien, oír a Mozart o a Max Bruch
ya es otro cantar. No digo que las clases no tengan que ser lúdicas. Por supuesto
que sí; pero jamás renunciando a enseñar. Téngase en cuenta que en Roma la
escuela era el ludus, juego, nombre que, al parecer, le pusieron los romanos
para engañar a los niños, para hacerles creer que allí se iban a divertir
mucho. Las escuelas en Roma eran como eran; y en mi infancia y juventud
también; pero siempre, imagino, habría algo que salvaría a la escuela, algo
como aquellas clases donde nos enseñaron a oír música clásica, y muchas otras,
muchísimas otras cosas que, ahora, en la vejez, a altas horas de la noche, me
vienen a la mente cargadas de melancolía. Sí, a veces añoro las aulas, pero no
como profesor sino como alumno. No, no es buscar la juventud perdida, querido
Nemo; es que soy feliz en un aula, tanto como lo soy en un biblioteca silenciosa.
Tanto es así que me he vuelto a matricular en la facultad. Me gustaría aprender
paleografía. Para aprender a tocar un instrumento considero que ya soy un poco
mayor, pero no lo descarto... Una vez, tendría yo cinco o seis años, los Reyes
Magos me trajeron un xilófono de juguete. Aquel sonido se me quedó grabado a
sangre y fuego, como el de las campanas de mi pueblo y el del martillo al
golpear el yunque del herrero. Sería maravilloso sacarle sonidos armónicos a un
xilófono. Ya te digo: no lo descarto.
Muy buena lectura. Me llamó la atención varias cosas pero destaco dos : "Para unos es adorno, abalorios, afeites; y para otros, como los libros, algo vital, algo capaz de hacernos mejores." Curioso, porque para las letras también es aplicable, tal vez hasta el extremo de decir donde hay Literatura hay cosas malas, jeje.
ResponderEliminarOtra cosa es el punto alto del aporte "La cultura del esfuerzo". Claro que aprender es difícil y nadie lo sabe todo. Incluso hay lecciones que son muy aburridas pero hay que aprender.
Gracias por el texto que me parecio maravilloso y saludos a los amigos Eva y Carlos
Gracias por tus siempre valiosos aportes, Luis. Un gran abrazo. Eva y Carlos
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