Roberto tenía una cierta parsimonia para sus rutinas. Y cuando volvía todos los días de su trabajo, era el subte B el que lo depositaba en su casa. Indefectiblemente. Y en su parsimonia para hacer todo, reconocía que lo ponía de muy mal humor, tanto cuando el Subte se retrasaba, como cuando había paro y tenía que tomar un colectivo, como cuando se lo tomaba a otras horas que no eran las habituales. Él era a las seis bajando por el túnel y a las siete a más tardar, en la comodidad de su casa.
Y aquél día diversos encargos de último momento lo retrasaron en su trabajo, hasta cerca de las ocho. Primer motivo de incomodidad. Sin embargo, cuando llegó al vagón vio que tomarse el Subte a deshora, deparaba alguna que otra cosa positiva. No tenía a un mundo de gente tomando el tren en hora pico. Todos los asientos ocupados, pero una simple fila raleada de uno y otro lado de los bancos, era la que mostraba a la poca gente parada.
Y así fue que entró y poco a poco fue acomodándose. Entonces la vio, y lenta pero imperceptiblemente se acercó. Morocha infartante, de no más de veinticinco años, pelo ensortijadamente azabache, que caía en bucles sobre uno de sus hombros desnudos. Con disimulo se acomodó y se puso a su altura. Ella sentada, él parado frente a ella.
El Subte B tiene ciertas características que lo hacen – como cada una de las líneas de metro de Buenos Aires – única. Uno de ellas es que si alguien agarra alguna de las manijas del techo, queda a una altura justa sobre las personas que están sentadas. Hay otras más: El relativo buen nivel socio económico de los viajantes, cierta belleza o distinción de los que viajan en la línea – no es lo mismo una cheta de Barrio Norte que una hippie de Caballito -, la buena educación de los pasajeros. En fin. Cada línea es un mundo en sí. Pero la cualidad más importante de la “B” es esa suerte de privilegiado balcón que les brinda a los “parados” una vista espectacular de los sentados. Roberto aprovechó esa virtud y se dispuso a paladearla todo el viaje. Tenía cerca de seis estaciones hasta Pueyrredón y el paisaje que le regalaba esa morocha era de ensueño. La bella tenía una contextura más bien delgada, pero con desbordantes formas. Vestida de minifalda negra, blusa con un solo hombro y gran escote, fue ponerse sobre ella y admirar el esplendor que le regalaba la naturaleza. Un busto erguido y firme, que fácilmente entraba en sus manos grandes. Roberto miraba y miraba. Cada tanto levantaba la mirada hacia algún andén, como con disimulo. La morocha, vestida para matar y consciente de que su atavío estaba destinado a hacer las delicias de los hombres, se dejaba mirar. Su escote pronunciado mostraba esas dos colinas increíbles, más grandes que dos peras, más pequeñas que melones. Encima y ex profeso, la morocha de ascendencia seguramente española e italiana, no tenía puesto absolutamente nada, donde la tela y las vainillas debían sostener sus atributos. Ello hacía que en cada vaivén del vagón, sus pechos se mecieran acompasadamente, con dulce y deliciosa molicia. Roberto no podía dar crédito a ese exquisito viaje. Encima, la morocha de ojos color de noche, debía estar pensando en algo no muy casto, puesto que de estación a estación los pezones se le iban entumeciendo, lenta e inexorablemente. Tal vez era el roce de la tela con la piel. Como fuere, Roberto veía cómo las fresas de chocolate crecían a través de esa fina tela de algodón blanco y tuvo que llevarse su portafolio a la altura del cinturón, para no pasar un mal rato. Mientras tanto, George Gershwin en sus audífonos le daban un acompañamiento soñado al oficinista, que a la vez que veía con descaro el movimiento de los senos deliciosos, escuchaba la “Rapsodia en Azul” y toda aquella escena se le antojaba de maravilla. Cada tanto la morocha atendía su celular o mandaba un mensaje y arqueaba su cuerpo de gacela mostrando más y más. Roberto pasmado miraba esos dos montes deliciosos y no quería bajarse, quería ver la fotografía completa. En un tirón levantó la vista y vio que estaba en Pasteur, le faltaba una. La morocha, decidió mostrar más y fue así que se cruzó de piernas, obligando al hombre a retirarse un poco hacia atrás. La joven – al menos 20 años menor que el sufrido viajante – dejó entrever entonces una diminuta tanga blanca, bajo la minifalda de ébano. El pobre Roberto, a menos de 15 minutos de viaje, transpiraba como un condenado a muerte, en pleno invierno. Y la niña – mujer lo dejaba ver y disfrutaba de la situación. Sin embargo, a lo largo de todo aquél viaje, en una especie de ejercicio tácito de vouyerismo y exhibicionismo, jamás ambos cruzaron sus miradas. Ella mostraba con descaro, y él miraba sin dismulo. Dulces pechos, oscuros pezones, largas y trigueñas piernas, diminuta tanga, preciosos y liliputienses pies. Había que enfocar un punto. Y Roberto decidió que serían esos pechos deliciosos. Le faltaba poco para bajarse. Eligió lo que la modelo mejor le mostraba. Y se quedó las eternidades de las eternidades en esas colinas coronadas en puntas de dulce de leche. Si, esos pechos merecían toda su total y completa atención. No se podía abarcar todo. Y la morocha era lo que mejor mostraba. Así que Roberto definió una estrategia visual, un recuerdo perenne, una postal imperecedera para los tiempos de fatiga, para los momentos de vacío. Y así lo hizo.
Despertó de su ensueño en la Estación Juan Manuel de Rosas, como a quince estaciones de su destino. Se había pasado por completo y estaba como a una hora más de distancia de su casa. Las bellas turgencias de la morocha de ojos noche, estaban ocupadas por gigantescas colinas color betún. El lugar lo había tomado una mujer boliviana donde todo era redondo menos sus filosos pómulos, que podrían haber cortado tranquilamente el frío de aquella noche. Con ojos amenazadoramente belicosos miraba a Roberto con furia, censura y despecho, mientras trataba – infructuosamente – de acomodarse la estrecha remera, hecha para un cuerpo talle pequeño en un contenido de gigantescas proporciones. Roberto se percató de su mirada perdida e inmediatamente se dispuso a bajar en la estación, dándose vuelta hacia uno y otro lado, buscando en vano a su mediterránea. Con culpa y mientras tomaba en tren en sentido contrario, comenzó a llamar a su mujer, sabiendo de antemano, con algo de remordimiento – y porqué no también de dulzor -, que a veces, sólo a veces, las peores infidelidades son las que jamás se consuman.
El quedarse más tarde tuvo la compensación de encontrar a a esa morocha, consciente de su belleza. Lástima que ese momento no duró más, no derivó en algo más.
ResponderEliminarYa lo decía Vinicius, querido Demiurgo, "Tristeza nau tem fin, felicidade si". Abrazos. Carlos
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