De
Macho, machote. Salvador Alario Bataller, 2011, lulu.com, Rockville, USA
Los
hermanos Arturo y Ricardo Sangre Guerrero eran dos tipos verdaderamente
inteligentes y muy cultos. No obstante, como suele suceder en la vida, que
recompensa al revés o no lo suficiente, consiguieron menos fama y fortuna que
conocimiento y obra, a pesar de que su labor en el campo de la salud fue
notable. Ambos eran poseedores, por lo demás, del más alto título académico.
No
provenían de una familia poseedora de riqueza o abolengo, por lo cual nada les
fue dado; ninguno de sus antepasados había tenido una vida fácil, ni sin dolor.
Ellos vivieron buscando en placer, en su amplio sentido. En esto consistía su
básico sentido de la vida, entendiendo lo hedónico en su concepción más lata,
más allá del mero goce material.
Amantes
y estudiosos, en un tiempo, de los temas herméticos, vieron la vida siempre
como un viaje iniciático, como un descenssus
ad inferos del cual uno renacería renovado con la nueva luz del
conocimiento y del espíritu; pero, tocados también por el contento y la molicie
en la forma de vivir, soportaron con gran zozobra las contrariedades y las
veleidades de la vida y, con el tiempo, la rutina de este mundo monolítico se
les volvió insoportable. Por allá los
treinta y pocos acariciaron la idea de la belleza de la muerte y de la
trascendencia del día final, la jornada en verdad más importante de una
existencia. Como para ellos la vida fue pronto una intrusa, no tardaron en
coquetear con la contingencia del suicidio. Desafectos al hombre y al cosmos,
incluso ellos se regenerarían, como el mundo mismo, a través de la muerte.
Al
final, por aquella España del nuevo milenio, rota y desvertebrada,
esquizofrénica y desabrida, sin oro y sin luz, que habían dejado los que
prometen y nunca cumplen, se les fue agriando el ánimo. Detestaban de consuno
la pobreza mental que les rodeaba, la injusticia inmanente al existir y, más
propiamente, acreció en ellos la extrañeza ante una vida con la que, en
definitiva, nada tenían que ver.
Despreciaron
siempre a quienes manifestaban un absurdo apego a la vida, pese al infortunio y
al desconsuelo: mendigos sin remisión, enfermos roídos por el sufrimiento y la
agonía, pobres de espíritu y de solemnidad, toda aquella plétora calamitosa que
la vida iba dejando en la cuneta. Execraban esa enfermiza obstinación en el
vivir y su paralelo temor a la muerte. No podía ser de otra manera, a su
entender, pues, como luciferinos pur sang,
adoraban el saber y odiaban a la humanidad.
-Vamos
ya, se está acercando la fecha -le dijo uno al otro cierto día-. Que quede esto
para los demás.
Y
así se embarcaron en un viaje romántico en un tren que fue famoso tanto en la
literatura como en el cine.
Era
un día denso y plomizo de octubre cuando subieron a su lujoso camarote, como
gris y melancólico fue también el momento en que el empleado abrió la puerta,
como cada mañana, a las nueve, para despertar a los viajeros. Entonces los
halló, tal como los dejó el daemon químico, que les llevó a cruzar sin
consternación aquella última puerta que sus semejantes aborrecían. El revisor
llamó muy asustado al director del tren que, después de salir de su estupor,
leyó anonadado la nota que había sobre la mesita de noche. Después de la fecha
y de los encabezamientos de rigor, el contenido rezaba así:
“Lamentamos el susto. A pie de
página se escriben las instrucciones que deben seguir para dar el curso debido
a nuestras envolturas mortales. Hemos tenido cuidado que adoptar una perfecta
posición yaciente, a fin de no dar excesivos trabajos a los probos funcionarios
de pompas fúnebres.
Queden, pues, con lo suyo, que de
él, del mundo, ya conocemos bastante”.
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