Porque
nada borra la palabra escrita.”
Andrés
Rivera. Ese manco Paz.
La novela que había encontrado en el
segundo cajón del escritorio comenzaba con la descripción de un muchacho de
veinticuatro años, llamado Ariel. A las tres páginas este muchacho conocía y se
enamoraba de una chica de veintidós, estudiante de medicina, llamada Silvina.
El año en que se conocieron fue mil novecientos setenta y tres, algunos meses
antes del triunfo de Cámpora en las elecciones presidenciales. La constante
profusión de fechas y hechos me hizo creer que la historia de la novela debería
mucho, en cuanto a la trama, a la época en que se desarrollaba, o no habría
necesidad de dejar tantos puntos en claro.
No sentía mucho entusiasmo por seguir
leyendo. A pesar de que me había levantado tarde el dolor de cabeza me rogaba
por una siesta. Terminé de forma apresurada con la lectura del primer capítulo,
que no sugería nada especial, más que el comienzo de esa historia de amor a la
que juzgué demasiado endulzada para mi gusto.
Puse el ventilador de techo al máximo,
me saqué toda la ropa, dejándome solamente el bóxer y cerré los ojos, buscando
algo de paz en el arrullo de lejanas cigarras.
Jamás había tenido sueños recurrentes,
pero cuando volví a soñar con aquella habitación, con los puntos que crecían
hasta convertirse en manchas en la pared y conmigo mismo ahogándome en esa agua
asquerosa y fétida, la pequeña herida que había dejado aquella primera
experiencia se abrió revelando una honda preocupación.
Esa tarde la asociación fue inmediata,
el sueño había ocurrido por primera vez la misma noche en que llegué a Córber,
luego de acercarme a la casa de mi padre; hoy, que había ingresado en ella, el
sueño volvía a repetirse. Traté de serenarme, la lógica todavía presentaba
alguna resistencia y se negaba a ceder ante una idea semejante.
Me levanté y de inmediato comenzó a
dolerme la cabeza, solté una puteada que no escuchó nadie y que fue a anidar en
las sábanas meadas estiradas en el respaldo de la silla, como un fantasma
fláccido. Caminé hasta el baño arrastrando los pies y las ideas, ambos a la
altura del piso. Miré la bañadera blanca y un poco picada con ganas de zambullirme
de cabeza, pero el recuerdo del sueño, de esa otra agua en que había muerto por
segunda vez, me produjo un escalofrío y revivió el ardor en la nariz, el
pataleo inútil de insecto que se ahoga sin saber dónde quedan el arriba y el
abajo, la desesperación instintiva y la mansa afirmación con que tantos se
habrían despedido del mundo: “Esto fue la vida”.
Me miré al espejo y seguía vivo, al
menos en el ahora, en la vigilia; porque lo otro era como un eco, como una
muerte antigua y olvidada, en parte mía y en parte ajena como un objeto robado.
Bajé la tapa del inodoro y me senté complacido experimentando la frialdad de
los azulejos sucios en mi espalda, la tregua momentánea de todas las demás
sensaciones subyugadas a esta nueva sensación, la cualidad helada de esa
blancura que no lo era tanto.
El segundo capítulo continuaba
relatando el enamoramiento de los que yo creía eran los protagonistas: Ariel y
Silvina.
Además de trabajar en una fábrica,
Ariel era militante de la Juventud Peronista. Conozco lo suficiente de historia
como para reconocer la enorme cantidad de organizaciones políticas de la Argentina , entre ellas
la JP.
Un tercer personaje aparecía aquí o
allá, a veces nombrado, a veces aludido, como una salpicadura sobre el texto,
su nombre era Marco. Este joven era amigo de Ariel pero parecía sentir algo por
Silvina, un deseo que permanecía oculto para todos, excepto para el narrador de
la historia, mi padre. Al igual que su amigo, Marco también militaba en la JP.
La relación de esa pareja continuó
creciendo a medida que avanzaban los capítulos, que se caracterizaban por
carecer prácticamente de trama y más que nada, parecían un ejercicio para la
exhibición de una prosa un poco sobrecargada.
Hay incontables cosas que desconozco
sobre mi padre. No sabía por qué escribió su última novela ambientándola en esa
época. Eran los años de su juventud, pero hasta donde yo sabía (lo que no era
mucho), ni mi madre ni él estuvieron jamás envueltos en política. Tampoco
entendía por qué no había entregado ese ejemplar a su editor y había optado por
comenzar el libro de relatos, relegando la novela a un cajón, como si no
supiera qué hacer con ella, privándola incluso de nombre.
Una de las sensaciones que provocan
mayor voluptuosidad es la de tener un pequeño misterio entre manos. Al menos yo
creía que lo tenía, o quería creerlo, pude haber aceptado que simplemente no
había dado ese libro a su editor porque no había tenido tiempo de corregirlo.
Sin embargo, como un relámpago de brillantez, una idea atravesó mi mente: al
menos en mi caso, mi editor siempre se encuentra un poco impaciente con
respecto al proyecto en el que trabajo, y me veo obligado a darle aunque sea
pequeñas pistas sobre aquello en lo que me ocupo.
Pensé que el editor de mi padre podría
no haber sido muy distinto del mío y requerir esos adelantos de igual forma
(creo que muchos lo hacen). Una llamada telefónica pondría fin a cualquier
especulación con respecto a la novela, yo era el heredero del trabajo de mi
padre y seguro me dirían lo que quisiera con tal de hacerse con lo último que
él había escrito.
El único problema era que no tenía el
teléfono de su editor. Supuse que lo encontraría en la vieja casa. Junté valor
apoyándome en la curiosidad y después de varios minutos de hacerme a la idea,
asumí regresar otra vez a ese lugar que ya me parecía la mansión maldita de
alguna historia de Lovecraft, en la que yo era el condenado protagonista.
Volví a atravesar Córber por la calle
principal. Diez minutos más tarde me detuve frente a la reja, con el amargo
recuerdo del sueño zumbando dentro de mí, como una avispa malhumorada dentro de
un frasco. Busqué las llaves y entré.
Subí las escaleras sin ganas de
detenerme en la sala. En la habitación de mi padre las tablas volvían a
rechinar como si se tratara del suelo del ruiseñor, ese viejo truco usado en
algunos castillos japoneses que servía para anunciar la cercanía de alguien a
los aposentos del señor.
Volví a revisar los cajones del
escritorio. Luego me acerqué a un viejo ropero que en mi visita anterior no me
había despertado ningún interés. Abrí la puerta de la izquierda y en uno de los
estantes superiores encontré una gran cantidad de documentos dentro de una
bolsa. Los tomé y los llevé hasta el viejo escritorio para revisarlos. Había de
todo, desde el certificado de nacimiento de mi padre hasta la factura por la
compra de un caballo de paseo treinta años atrás.
Entre todo el papelerío inútil también
pude encontrar lo que estaba buscando: contratos con varias editoriales,
incluyendo aquella con la que había publicado su último libro un año y medio
atrás, titulado “Las noches del día”.
Había visto casi sin querer una breve
reseña de esa obra en una revista. Aparentemente trataba del recuerdo de una
fiesta por tres personas distintas, cada una con su propio lenguaje y su
particular visión. Nada original; recuerdo que pensé en ese entonces que al
viejo ya le andaba flaqueando la alcancía de las buenas ideas. Confieso que
además de placer, hubo en esa reflexión algo de malicia, ya sabía yo que un
tema, por banal que parezca, puede narrarse de un modo magistral.
En la copia del contrato figuraba el
nombre del editor a cargo, un tal Gutiérrez. Lo único que debía hacer ahora era
llamar a la editorial y hablar con él sobre los últimos proyectos de mi padre, tal
vez prometiéndole la exclusividad de los trabajos inéditos que había hallado,
esos cuentos que para mí importaban bien poco, porque la novela, aunque yo no
lo supiera del todo, ya me había atado a ella.
Entre tanto silencio al que me había
acostumbrado un fuerte ruido me hizo saltar como si tuviera un resorte, pareció
como si alguien hubiese arrastrado uno de los muebles de la planta baja. Me
levanté bruscamente y permanecí en silencio unos segundos, atento, esperando
poder escuchar algo más. Afuera, no en el patio de la casa, sino en el “más
afuera”, calles, veredas; las cigarras “cantaban” haciendo vibrar sus abdómenes
debajo de sus cuerpos verdes fileteados (cajita musical de quitina).
Dentro sólo hubo quietud y silencio.
Me moví lentamente hacia la puerta de la habitación, entrecerrando los ojos,
como si eso disminuyera estúpidamente el ruido que mis pasos provocaban en el
bendito y rechinante piso. Si había alguien más en la casa, de forma
inevitable, tuvo que haberme escuchado. Avancé por el pasillo, pegado a la
pared, en dirección hacia las escaleras, me asomé hacia abajo y no pude ver
nada. Bajé unos cinco o seis escalones y volví a mirar: otra vez nada. Deduje
que el ruido bien podría deberse al evidente trabajo del material, sobre todo
teniendo en cuenta la situación desastrosa en que estaba la casa. Pensé que ese
lugar resultaría atemorizante para cualquiera que decidiese pasar un rato en él. Las justificaciones no me
tranquilizaron del todo.
Di una fugaz vuelta por la cocina y
por el baño de la planta baja, silencioso como un gato, sin demasiadas ganas de
llevar a cabo una verdadera búsqueda. Saqué las llaves de mi bolsillo y me
dirigí hacia la puerta de entrada. Salí al jardín y cerré con llave la puerta.
Traté de tranquilizarme un poco. El atardecer todavía era luminoso.
Con el contrato plegado debajo del
brazo caminé hacia el centro del pueblo, en busca de un locutorio; la señal de
mi teléfono celular iba y venía según su capricho.
Luego de pedirle una cabina al joven
que atendía, al cual reconocí de la cena a pesar de que no podía recordar su
nombre, me dispuse a efectuar la llamada.
Carlos Javier Gutiérrez me atendió muy
amablemente, me dijo que había estado presente en el entierro de mi padre, en
Córber, apenas cuatro días antes de mi llegada, y que se sentía muy apenado,
era una desgracia… un hombre tan joven… y tan buen escritor… Lo dejé que
terminara de hablar, me pareció que su pena, aunque no la compartía, era
sincera. Luego pasó a preguntar por mí, que cómo estaba, esas cositas. Traté de
sacarme de encima pronto esa parte de la charla y le dije que había encontrado
los últimos escritos de mi padre. Creo que, aunque trató de dar un rodeo,
terminó hablando de la buena relación que mi padre había tenido con esa
editorial y con lo satisfecho que se había mostrado con respecto a la
publicación de sus últimos libros. Era evidente que su idea había sido la de
continuar trabajando con esa casa y que para ellos sería un honor, si así me
parecía a mí, dar a publicar aquello que hubiese dejado pendiente. Le dije que
eso mismo había pensado yo y pude notar la alegría en su voz, entonces me
pareció oportuno hacerle la pregunta que me había llevado a efectuar esa
llamada. Mi inquietud no resultó del todo forzada, ya que estábamos en planes
de hablar de esos temas.
Hasta donde Carlos sabía, lo último en
lo que había estado trabajando mi padre había sido un libro de relatos, y antes
de eso, sólo tenía conocimiento de “Las noches del día”, volví a preguntar por
las dudas de que no me hubiese comprendido bien, pero la respuesta fue la
misma. Luego de “Las noches del día” mi padre había pasado directamente al
libro de relatos, presumiblemente, aquellos mismos que yo había encontrado en
la silla, junto a su escritorio.
Aunque me pareció poco probable, le pregunté
si sabía de algún proyecto, alguna novela, en la que mi padre hubiese estado
trabajando, dejándola inconclusa. La respuesta otra vez fue negativa. Nada sin
terminar de lo que al menos él estuviera al tanto. Pensé que tal vez el trabajo
era anterior a esa editorial, pero el estado de las hojas parecía demostrarme
lo contrario. Debí asumir la conclusión de que no le había avisado a nadie de
esa novela olvidada en un cajón, sin siquiera un título. Incluso me atreví a
pensar que la había dejado para mí.
Las preguntas despertaron la
curiosidad de Carlos, ahora creía que yo había encontrado una novela entre los
papeles de mi padre; salí del paso diciéndole que había hallado muchas cosas,
pero que todavía no las había revisado todas, sin embargo, de encontrar algo
más para publicar, él sería mi primera opción. Podía sentirse tranquilo en
cuanto a ese respecto. Le agradecí la cortesía de haberme atendido y antes de
que se alargara demasiado la conversación pude finalizar la llamada. No me
pareció que ese fin se hubiera producido demasiado abruptamente.
Permanecí unos minutos cavilando,
encerrado en mi cabina telefónica. ¿Qué tal si mi padre hubiese dejado en
verdad ese libro para mí?
No era imposible que, no pudiendo
hacerlo en persona, hubiera optado por dejar algún mensaje o alguna reflexión
concerniente a nosotros en ese escrito. Incluso yo lo había hecho en algún
libro, dirigiéndome a alguna ex novia, pero de modo que el mensaje llegara lo
suficientemente encriptado en la trama para que sólo fuese reconocible por
ella. Aunque no lo crean, varios escritores me han confesado acciones
similares. La mejor manera de concluir un asunto, de exorcizarlo
definitivamente de nuestras vidas, es hacerlo secretamente público.
Pagué el gasto de la llamada y salí a
la calle. Las luces ya se habían encendido afuera, a pesar de que los últimos
rayos de sol eran lo bastante decentes como para iluminar aún el pequeño
pueblo. Me senté un rato en un banco de la plaza principal, volví a
maravillarme del cuidado que le prodigaban a cada planta y a cada rincón de
pasto. Incluso la pulcritud del suelo era envidiable para alguien que está
acostumbrado a la mugre de la ciudad de Buenos Aires.
A lo lejos pude ver a Andrea cruzar la
calle en dirección al bar, sin siquiera mirar a los lados, un lujo de los
pueblos chicos. A pesar de que ya sabía de dónde me había sonado familiar su
nombre la primera vez que lo oí, los recuerdos que tenía de ella no se
distanciaban demasiado de la fantasía. Sabía que en la casa de mis abuelos
habría varias fotos de mi niñez, y entre ellas, varias concernientes a
cumpleaños y fiestas del pueblo en las que era más que probable que Andrea
apareciese también. Me levanté y me dirigí hacia allá sin pensarlo dos veces.
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