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martes, 12 de noviembre de 2013

LA PARTE SECRETA ® NOVELA, por H.R. Malkiel, de Buenos Aires, Argentina. Capítulo cinco: Cosas viejas

“Familia que a su padre perdió y que desterrada toda ella de su hogar se halla.”
Esquilo. Las Coéforas

Me desperté con el inevitable dolor de cabeza y con una sed tan grande como el agujero en la capa de ozono. El reloj daba las once de la mañana. No había llevado mi teléfono a la cena; al verlo comprobé que registraba dos llamadas perdidas, ambas de Mariel. Tal vez se había quedado preocupada, así que le devolví el llamado. Le conté de la noche anterior y se alegró de que me hubiese divertido. De forma inevitable me preguntó cuándo volvería; tuve que decirle que aún debía ver la casa de mi padre, saber en qué condiciones estaba y cerrar algunas cosas más. No me parecía bien marcharme tan pronto. Creo que ese comentario la sorprendió un poco a juzgar por el pequeño silencio que se produjo y teniendo en cuenta el poco entusiasmo inicial que había demostrado en cuanto supe que debía volver a Córber. Nos despedimos afectuosamente, pero debió notar que algo no andaba bien. Mariel siempre había sido una persona perspicaz.

Fui hasta el baño y tomé agua directo de la canilla. Luego me di una ducha fría para terminar de despertar todos mis sentidos. Debido al exceso de bebida y comida de la noche anterior me sentía aún muy pesado. Decidí que lo mejor para empezar el día sería caminar hasta la casa de mi padre y ver qué novedades me llevaba. Busqué las llaves que me había dado el escribano, las agregué a mi llavero y salí. El sol brillaba ya tan alto y luminoso que tuve que ponerme lentes oscuros.


Siete cuadras después, sobre una de las calles que nacían de la calle principal, estaba la casa. La última vez la había visto en la noche, a plena luz parecía aún más derruida que antes. Noté que mi impresión sobre el jardín era cierta, las plantas apenas sobrevivían, y a pesar de que en los alrededores daban flores, dentro de esa ruinosa propiedad ninguna lo hacía.
Saqué el juego de llaves de mi bolsillo y busqué la que correspondía al candado del portón, luego accedí al jardín. Sabía yo que esa casa era vieja y que había pertenecido a la familia de mi padre desde hacía mucho, pero eso no justificaba su estado, teniendo en cuenta que en Córber hay muchas casas viejas y que ninguna de las que había visto estaba tan mal conservada como esta. Un camino de piedras desparejas llevaba desde el portón hasta la entrada principal.
Era una de las construcciones más grandes del pueblo, tal vez eso le había ocasionado a mi padre problemas para mantenerla en buen estado a medida que envejecía, pero recordando el dinero que me había dejado al morir no entendí cómo fue que no contrató a alguien para hacer los arreglos, o al menos para que mantuviera el jardín presentable.

Metí la llave en la puerta de entrada y giró trabajosamente, el óxido había actuado mejor aquí que en la casa de mis abuelos. Al principio, la luminosidad de la que venía no me permitió apreciar los detalles por lo oscuro que estaba dentro. A medida que mi vista se fue acostumbrando no se me reveló ningún rasgo familiar. Tal vez algún que otro mueble me pareció como algo más que una dudosa referencia a un lejano sueño.
Esa casa no formaba parte de mi historia, había vivido en ella apenas unos meses mientras fui un recién nacido. Luego, sólo la había visitado en un par de ocasiones; yo sabía que cuando mi padre se acordaba de que tenía un hijo era él quien venía a visitarme a la de mis abuelos. Abrí las ventanas y escuché con fastidio cada chirrido que producían las bisagras. La escalera que daba al primer piso era bastante bella. Incluso podría decirse que era lo único que contenía cierta belleza en todo el lugar. Subí y caminé a través del oscuro pasillo mientras abría las puertas de todas las habitaciones para ver qué era lo que me iba encontrando, hasta que di con la que seguramente había sido la habitación de mi padre. Me detuve en la entrada, tratando de encontrar algún detalle que me hablara de él. Sobre un escritorio descansaba una máquina de escribir, eso no me resultó extraño: nunca había imaginado a mi padre con una computadora. Me atreví a entrar, aunque me incomodó sobremanera el modo exagerado en que rechinaban las maderas del piso allí dentro. Algunos objetos de valor como un interesante cortaplumas aún permanecían sobre el escritorio. Estuve seguro de que nadie había tocado nada que no fuera suyo mientras la casa esperaba mi llegada.

Había algunos papeles escritos sobre una silla, lo último que pudo escribir en su vida. Los tomé y verifiqué que se trataban de unos relatos cortos. Los títulos no me dijeron nada.
Me quedé frente a la cama como si todavía pudiera ver sobre ella su cuerpo, no el que había muerto, sino aquel que recordaba. Me di cuenta de que no sabía cómo habían influido en él sus últimos diez años de vida. Mi habitual falta de interés con respecto a mi padre fue sustituida por una leve sombra de curiosidad. Mariel había previsto esa reacción cuando insistió en acompañarme. Me conocía mejor que yo mismo. Sé que pensé que no habría estado mal tenerla a mi lado en ese momento.
Me volví hacia el escritorio otra vez y abrí uno de los cajones en el que encontré muchas hojas en blanco, las que sin duda iba sacando a medida que escribía. El segundo cajón también estaba lleno de hojas, pero estas estaban escritas. Acostumbrado a esos menesteres calculé que serían aproximadamente doscientas. Las pasé todas rápidamente y noté que en lugar de separarse cada tanto mediante títulos, como las que estaban sobre la silla, estas se dividían en capítulos. Aquello era una novela.
Revisé algunas veces para confirmar que estuvieran en perfecto orden, lo que me permitió ver que no se encontraba en ninguna de ellas el nombre de la obra. Pensé que a diferencia de mí, que sé el título antes de escribir (aunque luego el título puede variar) mi padre trabajaba de forma inversa; primero escribía la obra y luego le daba nombre. Apilé todas las hojas juntas, la novela y los relatos, y me los puse debajo del brazo.
Dejé esa habitación y continué con mi recorrido. Algunos muebles estaban en buen estado pero la mayoría sólo servirían para leña, la simple restauración me saldría más cara que lo que podría obtener al venderlos. Yo ya sabía lo que iba a hacer: me quedaría con aquellos objetos que pudieran serme útiles o que estuvieran relacionados con mi madre y el resto lo regalaría a quien lo quisiera, incluyendo los muebles buenos. Ya tenía en mi posesión la casa de mis abuelos con todos sus muebles, y no había lugar ni interés para tantas cosas más.
Luego de algunas vueltas por la desvencijada edificación me senté unos minutos en la cocina para encarar el arduo trabajo de pensar con más claridad.
Aunque me resultaba extraño y de una forma incómoda, dolorosa, ese lugar ahora me pertenecía, y constituía la prueba de que, aunque fueron unos desconocidos para mí, había tenido padres.
Las manchas masivas de humedad en las paredes me parecieron pinturas rupestres en el interior de una cueva; todo en esa casa era extraño y viejo, sutilmente contaminado de alguna violencia atávica. La frescura allí no era reconfortante porque su origen no nacía en la construcción en sí, sino que provenía de una cualidad imposible de identificar, una cancelación de la naturaleza que llegaba incluso a que no se viera una sola tela de araña ni un desorientado insecto. Sólo polvo sobre polvo, y debajo la madera muerta de los muebles.

A lo lejos una bandada de teros graznó, señalando que algo o alguien se había acercado demasiado a sus nidos.

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