“El
amor florece, florece, y después se deshoja.”
Vladimir
Maiacovski. Comúnmente es así.
Esta casa era todo lo contrario a la
de mi padre, creo que ya lo he dicho, pero incluso la sensación que provocaba
en mí era totalmente distinta. Allí estaba verdaderamente “en casa”.
Por momentos, dolorosamente, tenía la
sensación de que en cualquier instante mi abuela o mi abuelo saldrían de detrás
de alguna puerta y mientras sonreían me preguntarían cómo me había ido en la
escuela. Los fantasmas no tienen por qué provocar miedo siempre, en ocasiones
pueden traernos un fugaz alivio. Esperé en vano.
Todas las vidas son breves soledades.
Busqué en el cuarto de mis abuelos la
caja en la que se guardaban las fotografías. Me sentí mal por haberlas dejado
tanto tiempo a merced del olvido y la humedad. No quise pensarlo, pero no
estaba seguro de hasta qué punto el abandono general en que había dejado todo
rastro de mi vida en Córber, no se había producido por una decisión
inconsciente, pero inequívoca. Sabía que tarde o temprano, al morir mi padre,
me vería libre de todo lazo con aquel tiempo y ese lugar que habían sido míos.
Ya lo había pensado antes, pero ahora que era él último miembro de mi familia
se me revelaba el abismo en toda su magnitud. Si mi relación con Mariel
terminaba, como podía verlo en un futuro no demasiado lejano, entonces no
quedaría nadie vivo que en verdad me amase (si es que mi padre, en algún
momento, había hecho semejante cosa).
Había sido un día malo desde que
desperté, uno de esos días en los que uno no sabe para qué se levantó de la
cama. Un día sin certezas, pero con muchas preguntas.
Las fotos no me ayudaron; pocas cosas
son tan terribles como recordar épocas mejores cuando todo se cae. Dejé de lado
mi propósito de buscar a Andrea en las fotos apenas abrí la caja, y sólo me
encontré a mí en ellas.
Demasiados pensamientos en mi cabeza
por el momento. Guardé las fotos otra vez y decidí que esta vez no me iría
dejándolas atrás. Di algunas vueltas por la casa sin nada que hacer, pero sin
querer salir, sólo limpiando algunos objetos y muebles, quitándoles un poco el
polvo de mi abandono. Pensé que debería volver a la pensión y continuar con la
lectura de la novela; pero mi cabeza se encontraba en “stand by”. No estaba
seguro de cómo había pasado tan rápido de la alegría de la noche pasada a la
tristeza de la noche que entonces se venía sobre mí, oscura como la sombra de
un gigantesco cuervo, similar a aquellos que en un viaje a Europa habíamos
visto con Mariel.
Mientras salía al patio posterior me
pregunté si habría fotos en la casa de mi padre. Ciertamente, en ningún momento
se me había ocurrido revolver a fondo en ese lugar, seguro de que poco habría
allí que me interesara, pero no podía descartar que encontrase alguna foto de
mi madre; las que había en casa de mis
abuelos eran más bien pocas. Dejé la faena para el día siguiente, por el
momento, ya había tenido demasiado con la búsqueda del editor y no pensaba que
volver, tan cerca de la noche, le fuera a hacer bien a mis nervios.
De regreso pasé por la puerta del bar,
Andrea se encontraba en la vereda, acomodando unas sillas. Seguramente algo
debió ver en mi cara, porque me preguntó si me sentía bien. Mentí, asegurándole
que me encontraba perfectamente. Hizo un leve gesto pensativo, como si
examinara mi mentira. Supe que no la había engañado así que desvié la
conversación; me mostré sorprendido de que prácticamente no hubiese visto mucho
más de ella que el hecho de ir del estudio al bar y del bar al estudio.
Apoyó ambas manos en el respaldo de
una de las sillas y con una leve sonrisa me preguntó si la ayudaba a cerrar;
luego se asomó al interior del bar y sin esperar mi respuesta le dijo a los
empleados que ya podían retirarse por ese día, que ella se encargaría de lo que
faltaba.
Hasta el momento no había prestado
atención, pero el bar cerraba demasiado temprano. Es decir, de haber estado en
Caballito, un lugar como ese se habría visto beneficiado de la noche.
“No hay mucho que hacer en Córber”,
dijo mientras comenzamos a levantar las sillas de la vereda. Por eso es que
encontraba consuelo del aburrimiento ocupándose con el trabajo. Cada tanto iba
a bailar a alguno de los boliches de los pueblos cercanos, pero después de un
tiempo ya no hay muchas sorpresas, siempre se encontraba a la misma gente, e
incluso aquellas salidas pasaban a ser parte de la misma rutina. Me preguntó si
entendía lo que quería decirme, le contesté afirmativamente.
En ese aspecto, Andrea extrañaba un
poco la capital, un poco bastante. Pero Córber no era mal lugar si te mantenías
ocupado. Por eso mismo se había hecho cargo del bar, por eso y porque nadie más
estaba interesado en hacerlo, y no quería que ese lugar cerrara. Había tenido
que hacer muchas remodelaciones y estaba segura de que, al ritmo actual, iba a
recuperar el dinero invertido dentro de diez años. Sin embargo, alcanzaba para
pagar tres sueldos y con eso bastaba para ayudar un poco más al pueblo.
Traía una remera de color blanca y un
pantalón bahiano, que sin dudas no había comprado allí. Cuando comencé a
ayudarla con las sillas del interior se quitó las sandalias y trabajó descalza.
Yo mismo viviría descalzo si pudiera, y dentro de mi casa son extrañas las
ocasiones en que uso calzado, aun en invierno. La simple visión de su cintura a
través del espacio que con cada movimiento dejaban la remera y el pantalón
alcanzó para levantarme el ánimo. Encendió un cigarrillo y me convidó otro, nos
sentamos sobre una mesa y ella puso sus pies sobre una silla. Entonces, como si
me conociera de toda la vida, volvió a preguntarme si me sentía bien.
La intimidad hizo su trabajo, entendí
que desde el momento en que me preguntó si me sentía bien en la vereda, hasta
el mismo gesto en que me convidó el cigarrillo, no había hecho otra cosa más
que ablandarme, distraerme con pequeñas cosas, que de a poco me iban
desnudando. Sabía lo que hacía, porque no pude volver a mentir.
Fui sincero, le dije que no estaba
descansando bien y que demasiadas cosas estaban robándome la tranquilidad
simultáneamente.
No pude esconderle lo de la novela que
había encontrado, y aunque todavía me resultaba un poco absurda la idea de que
mi padre la hubiese escrito para mí, su cara no evidenció ninguna opinión.
Le conté lo que sentía con respecto a
mi relación con Mariel. De los recuerdos que se me habían venido encima de un
día para el otro. En fin, me vacié totalmente frente a esa chica y no pude
evitar sentirme un poco avergonzado.
Lo sé, a veces es más fácil contar
esas cosas a un desconocido, por eso mismo es que vamos al psicólogo. No quiero
decir que no tenga buenos amigos, pero sin un par de whiskys encima no es muy
probable que me abra tanto.
Me sentí un poco raro; por lo general,
en las charlas con alguna chica, soy yo el que conduce o domina la
conversación, basta con que diga que soy escritor para que crean que tengo
todas las respuestas sobre la vida, pero en esta ocasión era Andrea la que lo
sabía todo, o al menos, la que me miraba como a su igual. Quiero explicarme,
nunca me he sentido más que nadie, pero es fácil hacerle creer a los demás que
uno es una persona cuya principal ocupación es el pensamiento. Con Andrea esto
no funcionaba, era yo el que demostraba todas las dudas y era ella la que parecía
estar ahí para darme consejos.
Se mostró comprensiva, había conocido
a mi padre y a pesar de que su relación se había limitado al ámbito
profesional, estaba dispuesta a ayudarme con lo que pudiera. En cuanto a
Mariel… pues dejó bien en claro que el único que podía resolver eso era yo.
Le agradecí sinceramente la atención
que me había prestado.
Cuando salimos afuera podía verse
hacia el final de la calle principal el crepúsculo más espectacular que pudiese
recordar. Las tonalidades iban desde el naranja más cercano hasta el púrpura
que rozaba la superficie misma del horizonte.
Andrea tenía razón, sólo yo podía
resolver lo que me ocurría con Mariel. Era probable que el pueblo tuviera las
respuestas con respecto a mis demás inquietudes, pero la única forma en que
podría develar el porvenir de mi relación sería volver a Buenos Aires. Evaluar
las posibilidades me provocaba una extraña sensación de peso adicional en el
cuerpo, como si mi corazón se hubiese llenado de piedras, aunque tampoco era
exactamente eso… era más bien como una sustancia pesada y viscosa, algún
misterioso mineral fundido dentro de mí.
Nos separamos al llegar a la puerta de
la pensión.
Ya es evidente que no quiere alejarse de Andrea. Y que ningun lector que siga los capitulos admitiría que lo hiciera.
ResponderEliminarHabrá que ver al final, porque esta pequeña obra fue escrita hace tiempo, y hora no puedo pedirle a los personajes que hagan algo distinto de lo que ya eligieron. Pero gracias por seguirla!
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