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martes, 26 de noviembre de 2013

LA PARTE SECRETA ® NOVELA, por H.R. Malkiel, de Buenos Aires, Argentina. Capítulo siete: Circe

“El amor florece, florece, y después se deshoja.”
Vladimir Maiacovski. Comúnmente es así.

Esta casa era todo lo contrario a la de mi padre, creo que ya lo he dicho, pero incluso la sensación que provocaba en mí era totalmente distinta. Allí estaba verdaderamente “en casa”.

Por momentos, dolorosamente, tenía la sensación de que en cualquier instante mi abuela o mi abuelo saldrían de detrás de alguna puerta y mientras sonreían me preguntarían cómo me había ido en la escuela. Los fantasmas no tienen por qué provocar miedo siempre, en ocasiones pueden traernos un fugaz alivio. Esperé en vano.

Todas las vidas son breves soledades.



Busqué en el cuarto de mis abuelos la caja en la que se guardaban las fotografías. Me sentí mal por haberlas dejado tanto tiempo a merced del olvido y la humedad. No quise pensarlo, pero no estaba seguro de hasta qué punto el abandono general en que había dejado todo rastro de mi vida en Córber, no se había producido por una decisión inconsciente, pero inequívoca. Sabía que tarde o temprano, al morir mi padre, me vería libre de todo lazo con aquel tiempo y ese lugar que habían sido míos. Ya lo había pensado antes, pero ahora que era él último miembro de mi familia se me revelaba el abismo en toda su magnitud. Si mi relación con Mariel terminaba, como podía verlo en un futuro no demasiado lejano, entonces no quedaría nadie vivo que en verdad me amase (si es que mi padre, en algún momento, había hecho semejante cosa).
Había sido un día malo desde que desperté, uno de esos días en los que uno no sabe para qué se levantó de la cama. Un día sin certezas, pero con muchas preguntas.
Las fotos no me ayudaron; pocas cosas son tan terribles como recordar épocas mejores cuando todo se cae. Dejé de lado mi propósito de buscar a Andrea en las fotos apenas abrí la caja, y sólo me encontré a mí en ellas.

Demasiados pensamientos en mi cabeza por el momento. Guardé las fotos otra vez y decidí que esta vez no me iría dejándolas atrás. Di algunas vueltas por la casa sin nada que hacer, pero sin querer salir, sólo limpiando algunos objetos y muebles, quitándoles un poco el polvo de mi abandono. Pensé que debería volver a la pensión y continuar con la lectura de la novela; pero mi cabeza se encontraba en “stand by”. No estaba seguro de cómo había pasado tan rápido de la alegría de la noche pasada a la tristeza de la noche que entonces se venía sobre mí, oscura como la sombra de un gigantesco cuervo, similar a aquellos que en un viaje a Europa habíamos visto con Mariel.

Mientras salía al patio posterior me pregunté si habría fotos en la casa de mi padre. Ciertamente, en ningún momento se me había ocurrido revolver a fondo en ese lugar, seguro de que poco habría allí que me interesara, pero no podía descartar que encontrase alguna foto de mi madre; las que había en  casa de mis abuelos eran más bien pocas. Dejé la faena para el día siguiente, por el momento, ya había tenido demasiado con la búsqueda del editor y no pensaba que volver, tan cerca de la noche, le fuera a hacer bien a mis nervios.

De regreso pasé por la puerta del bar, Andrea se encontraba en la vereda, acomodando unas sillas. Seguramente algo debió ver en mi cara, porque me preguntó si me sentía bien. Mentí, asegurándole que me encontraba perfectamente. Hizo un leve gesto pensativo, como si examinara mi mentira. Supe que no la había engañado así que desvié la conversación; me mostré sorprendido de que prácticamente no hubiese visto mucho más de ella que el hecho de ir del estudio al bar y del bar al estudio.
Apoyó ambas manos en el respaldo de una de las sillas y con una leve sonrisa me preguntó si la ayudaba a cerrar; luego se asomó al interior del bar y sin esperar mi respuesta le dijo a los empleados que ya podían retirarse por ese día, que ella se encargaría de lo que faltaba.
Hasta el momento no había prestado atención, pero el bar cerraba demasiado temprano. Es decir, de haber estado en Caballito, un lugar como ese se habría visto beneficiado de la noche.
“No hay mucho que hacer en Córber”, dijo mientras comenzamos a levantar las sillas de la vereda. Por eso es que encontraba consuelo del aburrimiento ocupándose con el trabajo. Cada tanto iba a bailar a alguno de los boliches de los pueblos cercanos, pero después de un tiempo ya no hay muchas sorpresas, siempre se encontraba a la misma gente, e incluso aquellas salidas pasaban a ser parte de la misma rutina. Me preguntó si entendía lo que quería decirme, le contesté afirmativamente.

En ese aspecto, Andrea extrañaba un poco la capital, un poco bastante. Pero Córber no era mal lugar si te mantenías ocupado. Por eso mismo se había hecho cargo del bar, por eso y porque nadie más estaba interesado en hacerlo, y no quería que ese lugar cerrara. Había tenido que hacer muchas remodelaciones y estaba segura de que, al ritmo actual, iba a recuperar el dinero invertido dentro de diez años. Sin embargo, alcanzaba para pagar tres sueldos y con eso bastaba para ayudar un poco más al pueblo.
Traía una remera de color blanca y un pantalón bahiano, que sin dudas no había comprado allí. Cuando comencé a ayudarla con las sillas del interior se quitó las sandalias y trabajó descalza. Yo mismo viviría descalzo si pudiera, y dentro de mi casa son extrañas las ocasiones en que uso calzado, aun en invierno. La simple visión de su cintura a través del espacio que con cada movimiento dejaban la remera y el pantalón alcanzó para levantarme el ánimo. Encendió un cigarrillo y me convidó otro, nos sentamos sobre una mesa y ella puso sus pies sobre una silla. Entonces, como si me conociera de toda la vida, volvió a preguntarme si me sentía bien.
La intimidad hizo su trabajo, entendí que desde el momento en que me preguntó si me sentía bien en la vereda, hasta el mismo gesto en que me convidó el cigarrillo, no había hecho otra cosa más que ablandarme, distraerme con pequeñas cosas, que de a poco me iban desnudando. Sabía lo que hacía, porque no pude volver a mentir.
Fui sincero, le dije que no estaba descansando bien y que demasiadas cosas estaban robándome la tranquilidad simultáneamente.
No pude esconderle lo de la novela que había encontrado, y aunque todavía me resultaba un poco absurda la idea de que mi padre la hubiese escrito para mí, su cara no evidenció ninguna opinión.
Le conté lo que sentía con respecto a mi relación con Mariel. De los recuerdos que se me habían venido encima de un día para el otro. En fin, me vacié totalmente frente a esa chica y no pude evitar sentirme un poco avergonzado.
Lo sé, a veces es más fácil contar esas cosas a un desconocido, por eso mismo es que vamos al psicólogo. No quiero decir que no tenga buenos amigos, pero sin un par de whiskys encima no es muy probable que me abra tanto.
Me sentí un poco raro; por lo general, en las charlas con alguna chica, soy yo el que conduce o domina la conversación, basta con que diga que soy escritor para que crean que tengo todas las respuestas sobre la vida, pero en esta ocasión era Andrea la que lo sabía todo, o al menos, la que me miraba como a su igual. Quiero explicarme, nunca me he sentido más que nadie, pero es fácil hacerle creer a los demás que uno es una persona cuya principal ocupación es el pensamiento. Con Andrea esto no funcionaba, era yo el que demostraba todas las dudas y era ella la que parecía estar ahí para darme consejos.

Se mostró comprensiva, había conocido a mi padre y a pesar de que su relación se había limitado al ámbito profesional, estaba dispuesta a ayudarme con lo que pudiera. En cuanto a Mariel… pues dejó bien en claro que el único que podía resolver eso era yo.
Le agradecí sinceramente la atención que me había prestado.
Cuando salimos afuera podía verse hacia el final de la calle principal el crepúsculo más espectacular que pudiese recordar. Las tonalidades iban desde el naranja más cercano hasta el púrpura que rozaba la superficie misma del horizonte.
Andrea tenía razón, sólo yo podía resolver lo que me ocurría con Mariel. Era probable que el pueblo tuviera las respuestas con respecto a mis demás inquietudes, pero la única forma en que podría develar el porvenir de mi relación sería volver a Buenos Aires. Evaluar las posibilidades me provocaba una extraña sensación de peso adicional en el cuerpo, como si mi corazón se hubiese llenado de piedras, aunque tampoco era exactamente eso… era más bien como una sustancia pesada y viscosa, algún misterioso mineral fundido dentro de mí.
Nos separamos al llegar a la puerta de la pensión.

2 comentarios:

  1. Ya es evidente que no quiere alejarse de Andrea. Y que ningun lector que siga los capitulos admitiría que lo hiciera.

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  2. Habrá que ver al final, porque esta pequeña obra fue escrita hace tiempo, y hora no puedo pedirle a los personajes que hagan algo distinto de lo que ya eligieron. Pero gracias por seguirla!

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