Como te dije en una
de mis anteriores epístolas, creo recordar, ya no veo la televisión, ni apenas
consulto los periódicos. Tal ha sido el hartazgo que me ha producido la
omnipresencia de los políticos en los medios de comunicación; la continua
corrupción, que no cesa; las necias justificaciones del necio mensajero de
turno; los continuos ataques de unos a otros; y la poca o ninguna sustancia de
todo ello, pues no hay ninguna intención, por parte de nadie, de cambiar nada.
Si acaso se pondrán de acuerdo los políticos, de todos los signos y tendencias
que quieras, para hacer las cosas de otra forma y manera, más sibilina y menos
transparente, no para dejar de hacerlo. El resto es palabrería, hojarasca y
mentira. A la experiencia me remito. Y a sus actitudes y palabras. Pero
cambiemos de tema porque de este no vamos a sacar nada en claro. Ni vamos a
decir nada que no esté dicho hace ya muchos siglos.
Ver en la televisión,
por otra parte, un programa cultural, o algo que se le parezca, una buena
película, u oír un concierto, es como pedir peras a un olmo. Así que cuando
estoy cansado de leer o de estudiar, me pongo los auriculares, para no molestar
a los vecinos, y porque me concentro mejor, y me dedico a oír música clásica.
Últimamente he recuperado mi vieja afición de juventud de ir a comprar discos
una vez al mes. No creas: si escoges las tiendas, los discos no están tan caros
como pudiera parecer. Y ya sé que algunas de esas grabaciones que me compro me
las podría bajar de Internet; pero, al igual que me sucede con los libros, me
gusta tener el soporte en mis manos. Por ahora me puedo permitir el lujo. Por
ahora.
Entre unas cosas y
otras, como podrás ver, soy un hombre con muy poca información; y te diría que
casi feliz. No obstante, a veces, de tarde en tarde, veo la televisión por la
sencilla razón que alguna que otra presentadora me gusta. Sí, me gustan mucho,
físicamente. Una debilidad de vejez. De vez en cuando alguna de estas chicas me
maravilla por su hermosura. Entonces, le quito la voz a la tele, y me quedo
mirándolas. Sí, algunas de ellas son realmente hermosas. Tienen, además, la
belleza de la juventud. La lozanía. Y una en especial se dirige a la cámara con
verdadera pasión, como si esta fuera un espectador al que quiere aleccionar. Me
encanta. Me sorprende, a veces, que no salga de la caja y se siente a mi lado
para reprenderme por haberla dejado muda. Una manía como otra cualquiera.
Gracias a una de
estas hermosas muchachas me enteré, pues, de que el país, o Madrid, había
presentado su candidatura para ser sede de los Juegos Olímpicos. A mí me parece
un despropósito que no se celebren, siempre, en Atenas. Y un despropósito que
se hayan convertido en un negocio de padre y señor mío, al menos para algunos.
Lo que originariamente debía propiciar la paz entre las polis no sirve
ahora más que para generar un dudoso prestigio político, por las medallas
ganadas; y un gran negocio en el que quien menos percibe es el deportista que
se prepara y compite. Por otra parte hay deportes que no me explico cómo pueden
subsistir, pues si lees la prensa, o ves la televisión u oyes la radio, el
único deporte que existe para los medios de comunicación es el fútbol. La
obsesión por este deporte llega a tal extremo que son capaces, en cadenas
televisivas y en periódicos, de estar horas y horas, y días y días, hablando
del partido que se jugará el domingo que viene, para luego estar una semana y
otra semana más viendo el mismo partido desde todos los ángulos posibles e
imaginarios y hasta imposibles. Si Yhavé nos juzga así a los mortales,
acabaremos todos, salvo alguna que otra histérica religiosa, en el Infierno de
Dante. El Señor nos coja confesados.
Como te decía,
gracias a una de estas bellísimas chicas, presentadoras de televisión, me
enteré de que el país, o el Madrid de los Borbones, había solicitado la
posibilidad de organizar los Juegos Olímpicos. Y al parecer, y por eso mismo,
por el rotundo fracaso, medio país ha entrado en crisis de identidad, mientras
que el otro medio o se parte de risa o se calla por miedo a ser insultado y
tildado de poco patriota. Porque aquí, ya se sabe: siempre que no se sigue a la
masa o se es un insociable o un renegado, un traidor o lo que se quiera. Habría
que estudiar que se entiende por patria y patriotismo. Pero todo esto es tan
ridículo... ¿No te has sonrojado nunca cuando has visto por la calle, ante un
partido de fútbol, a gente cubierta con la bandera nacional, y con la cara
pintarrajeada con los colores nacionales como si fueran apaches hollywoodienses
dispuestos a enfrentarse a un John Wayne al que siempre me he preguntado cómo
lo podía soportar el caballo? Yo sí, qué quieres que te diga. Siento vergüenza
ajena.
El otro día paseando,
por aquello de hacer algo de ejercicio, dos hombres, más o menos de mi edad, se
pusieron a mi altura manteniendo mi lento ritmo al caminar. Iban hablando entre
ellos de todo lo que ha supuesto el fracaso de la candidatura española para los
Juegos Olímpicos. Ambos buscaban razones para ese descalabro como si ello fuera
lo más importante que ha sucedido nunca en este país. Presté atención a lo que
decían: comentaron el ridículo de algunos de nuestros políticos hablando en
inglés, parece ser que este ha sido un tema recurrente. Yo, querido Nemo, no sé
nada de inglés. En mi época estudiábamos francés. Ahora bien, tampoco creas que
soy bueno en este idioma. La ventaja es que, como lo sé, no lo hablo, no digo
una palabra como no se trate de alguna broma entre amigos. Tampoco me parece
que eso sea determinante, pues políticos ridículos, por desgracia, los hay en
todas partes. Y no todos saben hablar idiomas, ni callarse a tiempo. Hablaron
luego mis accidentales acompañantes de la política exterior, de Gibraltar, del
poco peso de España en Europa. Y no hará falta que te diga que ni nombraron el
sistema educativo que tenemos, ni eso les importaba lo más mínimo. Porque
puestos a buscar explicaciones, también podría decir yo que no nos concedieron
los juegos olímpicos debido a que la gente de este país es bastante maleducada.
Haz la prueba: entra en un sitio, donde quiera que haya gente, y di buenos
días. Ya me dirás las personas que te contestan. Y no te digo nada de cuando
hay una discusión o una conversación: lo normal es que si hay cuatro personas,
hablen todas al mismo tiempo. Sí, igual que en las óperas, aunque con una
ligera diferencia.
Esa tarde, intrigado,
mea culpa, vi la televisión. Y, te lo repito, no sé inglés, y por lo
tanto no puedo opinar; pero fue desesperante que, una y otra vez, sin descanso,
y vuelta a empezar, pasaran la película de la alcaldesa de Madrid con su famoso
discurso en inglés. Y venga la burla y la crítica. Cualquiera pensaría que
aquí, quien más y quien menos, es bilingüe o trilingüe. Pero ya lo decía
Baltasar Gracián: quien se burla tal vez se confiesa.[1] Sin
duda.
Yo me imagino que en
esto de organizar juegos y demás eventos multitudinarios, habrá mucho dinero
por el medio; y donde hay dinero ya sabes lo que sucede. Es una suposición,
pues, la verdad, lo mismo me da que los Juegos se celebren Madrid que en Marte.
Ahora bien, picado por la conversación de aquellos dos hombres, cuando regresé
a casa estuve consultado los periódicos, y, como te he dicho, viendo la
televisión. Me pareció todo un puro esperpento, desde gente llorando a
periódicos que atacaban a Japón, la ganadora, o a un futbolista que esa noche,
la de la derrota, se le ocurrió ir a cenar a un restaurante japonés, y
difundirlo por la red. Hace falta estar mal de la cabeza para que un periódico
eleve esta anécdota, esta tontería, a la categoría de noticia. Como si el buen
hombre no pudiera ir a cenar a donde le diera la real gana. Por lo visto el
menú de la noche de la derrota tenía que haber sido tortilla de patatas, tomate
con ajo y vino de la casa. De pena. No dijeron si había que cenar a oscuras o a
la luz de un candil.
A mí lo que sí me ha
parecido vergonzoso es que, estando en la situación en la que estamos,
recortando dinero en sanidad y educación, dejando a los dependientes casi en
manos de la muerte, tengan algunas personas, bastantes, la desfachatez de irse
de viaje a Buenos Aires, con gastos pagados por el erario público, faltaría
más, para estar presentes en la votación del Comité Olímpico. Es insultante.
Con ese dinero tal vez se podía haber aliviado la situación de alguna familia
en el paro, o de algunos de esos niños malnutridos. Eso por no hablar de otras
situaciones. Pero al parecer los políticos necesitaban el prestigio que dimana
de tener una buena cantera de deportistas. El deporte y el poder siempre han
estado en buenas relaciones. Ya lo descubrieron los romanos, con aquello de panem
et circensis. ¿Y quién se cree que el deporte es la cara de una nación?
¿Por qué no lo son los músicos? Esto me recuerda lo que le sucedió a un amigo
mío en cierto colegio de cuyo nombre no me quiero acordar: lo contrataron para
dar clases se supone que de su especialidad; pero no fue así: terminó dando
clases, como casi todos los profesores, de aquello que no había estudiado. Pues
bien, un verano también tuvo que sufrir una de esas insufribles charlas que nos
daban los Dulcamaras de turno. Pero esta vez con el agravante de que el
charlatán era, según él, un inspector de enseñanza. Este hombre era una
maravilla: planteaba los problemas y los resolvía con una solvencia que no
había más que pedir. Mi pobre compañero, no obstante, desconfió de él. Y en una
pausa lo cogió aparte y le dijo que mucha de la violencia que se producía en
las aulas era debido a que los alumnos, como había dicho él, no son tontos; y
saben perfectamente cuando un profesor domina la materia y cuando les está
tomando el pelo y hablando ex cathedra. El inspector lo tranquilizó
quitándole importancia al asunto: eso es una cosa, le vino a decir, que pasa en
todos los sitios.
Asesinatos,
violaciones y demás salvajadas también pasan en todos los sitios. Si eso es una
justificación, pues nada, no hay problema. En vez de preparar a la gente bien,
invirtamos en estadios con la idea de que se organicen allí eventos, y los
eventos los amorticen. Aquí paz y allá gloria. Al fin y al cabo, lo hacen todos los países.
Como podrás ver,
querido Nemo, en todas partes cuecen habas y en mi casa a calderadas. Este
inspector, cosa lógica, no tenía ganas de enfrentarse con la dirección del
colegio por un pelagatos sin importancia. Esto será toda la democracia que tú
quieras, pero tanto la justicia, como el poder y los políticos no hacen sino
recordarme un cuento que, de pequeño, no recuerdo a santo de qué, me contaba mi
querida madre: mi padre le pega a mi madre; mi madre me pega a mí; yo le
pego a mi hermano pequeño; y mi hermano pequeño le pega al gato. Si peligra
el status de alguno o algunos de estos, se pondrán de acuerdo entre
ellos. Quien no tiene nada que hacer, al menos desde ciertos puntos de vista,
es el gato. Y ya sabes: hay algunos que se cortan el rabo y las orejas por no
parecer lo que son. Y quedan muy monos. Cuídate.
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