Llegó pasadas las ocho, como
en los últimos veinte años. No le extrañó el silencio ni que sus hijos o
incluso el perro no corriesen a saludarlo. Sabía que Marina y los chicos estaban
en la costa para aprovechar un fin de semana que él no había podido tomarse
para cumplir con todo el trabajo que tenía atrasado.
Cerró
la puerta del departamento después de un saludo cortés al portero. Ya adentro colgó
el llavero de cuero en el segundo gancho como hacía cada día y enfiló derecho
hacia la habitación para acomodar con cuidado en una percha el pantalón y el
saco del traje. Después colocó los zapatos en el armario para que todo
estuviese en su lugar.
En
la cocina puso a hacer café sopesando con cuidado si cada una de las cucharadas
de aquella variedad colombiana estaba
bien al ras. También usó la jarra medidora para no excederse de los 850
centímetros cúbicos que cabían en la cafetera. Prefirió no preparar un expreso
ya que la máquina tenía espacio para hacer dos a la vez y detestaba la
asimetría que constituía un solo pocillo.
No
se preocupó por la cena ya que sabía que en el freezer tenía un recipiente con
la pizza que solían comer los viernes. Elegiría tres porciones: dos de
muzzarella y una de napolitana y las calentarla en el horno eléctrico. Sabía
que en la bodega del living tenía cerveza y vino tinto pero no acostumbraba
beber sino era fin de semana y no se encontraba entre amigos.
Mientras
tanto, aún le quedaba un rato para su rutina diaria: chequear los mails, hacer
algunos llamados y dedicar un rato a algunas de las sitcoms de los canales de
series. No es que les prestase demasiada atención pero las risas grabadas y las
situaciones absurdas constituían un marco adecuado para pensar o incluso
repasar su día. Por lo demás, había visto la mayoría de los capítulos al menos
una docena de veces y podía recordar algunos diálogos de memoria.
Después
de cenar se preparó un baño pensando que el agua caliente lo ayudaría a
relajarse. Intentó hablar con su mujer y escuchar la voz de sus hijos, pero
encontró su celular apagado y se contentó con dejarle un mensaje. Quizás
volvería a llamar un poco más tarde pero no quería irse a dormir demasiado
tarde.
Con
la bata a rayas puesta se sentó en el escritorio a hacer el último chequeo de
mails de día. Después puso a cargar el celular y consultó la agenda del día
siguiente: una reunión con el directorio, otra con representantes de un grupo
inversor extranjero y un almuerzo con el abogado de una de sus ex mujeres para
negociar un aumento en la cuota de alimentos.
Mientras
preparaba las carpetas para el día siguiente revisó sus cajones y comprobó con
deleite que todo estaba en su lugar: las tarjetas de crédito, las credenciales
de la medicina prepaga, las partidas de nacimiento de los chicos y las facturas
pagadas de cada uno de los servicios. En el segundo cajón, el que siempre tenía
llave encontró el arma que le dejó su padre. Comprobó que estaba cargada y que
el gatillo funcionaba correctamente.
Después
apoyó el caño en su sien. No lo pensó demasiado y comenzó a disparar. Disparó
repetidamente hasta que se le fue la vida.
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