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jueves, 7 de noviembre de 2013

PARSIMONIA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Llegó pasadas las ocho, como en los últimos veinte años. No le extrañó el silencio ni que sus hijos o incluso el perro no corriesen a saludarlo. Sabía que Marina y los chicos estaban en la costa para aprovechar un fin de semana que él no había podido tomarse para cumplir con todo el trabajo que tenía atrasado.

Cerró la puerta del departamento después de un saludo cortés al portero. Ya adentro colgó el llavero de cuero en el segundo gancho como hacía cada día y enfiló derecho hacia la habitación para acomodar con cuidado en una percha el pantalón y el saco del traje. Después colocó los zapatos en el armario para que todo estuviese en su lugar.
En la cocina puso a hacer café sopesando con cuidado si cada una de las cucharadas de aquella variedad  colombiana estaba bien al ras. También usó la jarra medidora para no excederse de los 850 centímetros cúbicos que cabían en la cafetera. Prefirió no preparar un expreso ya que la máquina tenía espacio para hacer dos a la vez y detestaba la asimetría que constituía un solo pocillo.
No se preocupó por la cena ya que sabía que en el freezer tenía un recipiente con la pizza que solían comer los viernes. Elegiría tres porciones: dos de muzzarella y una de napolitana y las calentarla en el horno eléctrico. Sabía que en la bodega del living tenía cerveza y vino tinto pero no acostumbraba beber sino era fin de semana y no se encontraba entre amigos.
Mientras tanto, aún le quedaba un rato para su rutina diaria: chequear los mails, hacer algunos llamados y dedicar un rato a algunas de las sitcoms de los canales de series. No es que les prestase demasiada atención pero las risas grabadas y las situaciones absurdas constituían un marco adecuado para pensar o incluso repasar su día. Por lo demás, había visto la mayoría de los capítulos al menos una docena de veces y podía recordar algunos diálogos de memoria.
Después de cenar se preparó un baño pensando que el agua caliente lo ayudaría a relajarse. Intentó hablar con su mujer y escuchar la voz de sus hijos, pero encontró su celular apagado y se contentó con dejarle un mensaje. Quizás volvería a llamar un poco más tarde pero no quería irse a dormir demasiado tarde.
Con la bata a rayas puesta se sentó en el escritorio a hacer el último chequeo de mails de día. Después puso a cargar el celular y consultó la agenda del día siguiente: una reunión con el directorio, otra con representantes de un grupo inversor extranjero y un almuerzo con el abogado de una de sus ex mujeres para negociar un aumento en la cuota de alimentos.
Mientras preparaba las carpetas para el día siguiente revisó sus cajones y comprobó con deleite que todo estaba en su lugar: las tarjetas de crédito, las credenciales de la medicina prepaga, las partidas de nacimiento de los chicos y las facturas pagadas de cada uno de los servicios. En el segundo cajón, el que siempre tenía llave encontró el arma que le dejó su padre. Comprobó que estaba cargada y que el gatillo funcionaba correctamente.
Después apoyó el caño en su sien. No lo pensó demasiado y comenzó a disparar. Disparó repetidamente hasta que se le fue la vida. 

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