“Estás aquí bebiendo
mi sangre, bebiendo mi amor de niño pasado, mientras mis ojos se quiebran en el
viento con el aluminio y las voces de los borrachos.”
Federico García Lorca.
Poema doble del lago Eden.
El oficio de escritor es grato para
los que son vagos por naturaleza, como es mi caso, siempre y cuando te vaya
bien. Jamás me vi en la situación que se da con mucha más frecuencia, en la que
alguien que escribe debe dedicar gran parte del día a otra actividad para poder
pagar las cuentas. Mi primer trabajo fue, justamente, escribir; y había tenido
gracias al pedido de mi padre, la suerte de comenzar en una editorial bastante
respetada y sólidamente establecida, por lo cual me salté todo lo que en
general pasa antes de ser un escritor conocido, como los concursos, la inicial
frustración de enviar cuentos a revistas y ser rechazado amablemente, los
eternos intentos de convencer a una editorial de que valemos la pena. Nada de
eso me había ocurrido a mí, lo que resultaba en que también era perfectamente
inútil a la hora de responder las inquietudes de otros escritores novatos, que
cada tanto me pedían consejos sobre ese tema.
Con apenas treinta años, ya llevaba
casi doce de escribir de forma profesional.
Faltando veinte minutos para las nueve
de la noche salí a la calle. No encontré a la recepcionista de la pensión, por
lo cual imaginé que ya estaría en el club.
Afuera lo primero que percibí fue el
agradable olor de la carne sobre la parrilla, había almorzado apenas una lata
de pescado, además del cortado de la mañana y el café de la tarde; al contacto
con ese aroma mi estómago protestó de impaciencia. En el cielo se iban
esfumando los últimos restos de luz natural y los insectos comenzaban a zumbar
y a volar por cientos alrededor de las lámparas de las calles y de las casas,
ese deseo inútil y abrumador, esa danza quemante de inmolación voluntaria.
Caminé lentamente hacia el club,
sabiendo que al llegar debería atravesar la incómoda situación de saludar a
todos los habitantes de Córber, o al menos a todos los que vivían cerca. La
brisa era la ausencia más acuciante en el verano, el aire pesado y quieto me
saturaba los sentidos y me hacía transpirar las manos como si llevara guantes.
Me pude ver respondiendo una y otra vez las mismas preguntas. Lo único que me
alegró fue saber que Andrea estaría allí y que como era la persona con la que
mayor contacto había mantenido hasta el momento, podría siempre contar con su compañía
sin que ello resultase extraño.
Luego de mudarme a Buenos Aires había
mantenido cierta comunicación con mis viejos amigos. Al pasar los meses y al
hacer nuevos conocidos allí, el contacto y las llamadas telefónicas se habían
hecho cada vez menos frecuentes. Hasta que finalmente habían cesado del todo y
perdí el rastro de los que fueron mis más íntimos compañeros durante tantos
años, como era el caso de Mauro O’Brien. Si lo pensaba, la facilidad con que
había cancelado esa parte de mi vida me resultaba pasmosa.
Al llegar a la puerta del club me fue
imposible no reconocer a la primera persona que me saludó. El tiempo es siempre
menos gentil de lo que imaginamos, pero a pesar de las pequeñas diferencias,
como minúsculas perturbaciones en un estanque de agua, allí estaba Camila, mi
novia de la secundaria. Me saludó con un inesperado abrazo; a su lado había
otras mujeres, algunas con niños. Vi en ellas el futuro que no tuve: una
familia en Córber, absorbido para siempre por el pueblo imperecedero y bucólico,
las posibilidades ahuyentadas como infatigables moscas.
Poco a poco fui reconociéndolas como
ex-compañeras o simplemente personas que de un modo u otro habían sido parte de
mi infancia y mi juventud.
Una vez que terminé con los saludos
afuera, seguí con los saludos dentro del club y luego con los saludos en el
patio posterior, donde se ubicaba la parrilla. Cuando por fin logré acabar con
todos, estoy seguro, debo haber saludado a más personas que en cualquier semana
en Buenos Aires.
Algunos pocos fueron aquellos cuyo
recuerdo me permaneció vedado.
Pensé que lo mejor sería quedarme en
el patio de atrás, cerca de las parrillas, lugar que parecía haber sido
escogido y acaparado por los hombres. Hasta el momento no había podido ubicar a
Andrea, así que cuando la vi salir por la puerta posterior del club, hacia
donde estaba yo, me sentí reconfortado.
Llevaba una pollera de color violeta
por encima de las rodillas, sandalias y una musculosa blanca que insinuaba sus
tetas hasta el punto de ponerme nervioso. Tenía un vaso de cerveza en la mano,
del cual me invitó. A pesar de que yo acababa de dejar el mío sobre una mesa no
pude rechazarla. Su pelo suelto, casi rubio, dejaba caer algún mechón
caprichoso sobre su cara.
Hasta el momento ella no se había
mostrado interesada en conocer mi situación sentimental, y a mí no se me había
ocurrido tampoco el contársela. Pensé que su trato hacia mí no sería el mismo
si se lo decía, pero no pensaba abusar de esa omisión. Así que a pesar de que
mi libido, después de unas cervezas, me decía otra cosa, decidí que no era
apropiado demostrar por ella algo más que una intención de amistad. Así también
me aseguré de enterrar la poca culpa que ya sentía con respecto a Mariel, pues
mientras yo no intentara nada, no importaba lo que pensara, seguía siendo un
hombre fiel.
Mi relación con Mariel no iba mal,
simplemente se había apagado un poco, pero si ella me hubiese necesitado esa
misma noche por cualquier cosa, yo hubiese salido corriendo en su ayuda. Los
escrúpulos todavía hacían lo suyo. Y sin embargo, debo reconocer que a pesar de
ese afecto del que hablo, había sido imposible no considerar, los últimos
tiempos, la idea de que la relación tal vez estaba llegando a su límite. No a
ese límite que llega de pronto, como una tormenta de verano, el cual puede ser
provocado por una infidelidad, por dar un ejemplo. El límite que yo veía era
bastante más incierto, pero ahí estaba; no había tormenta en el horizonte, pero
eso no quería decir que no sintiera una cierta estática en el aire que respiraba
todos los días.
En el interior del club habían ubicado
unas largas mesas y a cada lado de ellas varios bancos igualmente largos.
Cuando la cena estuvo lista me aseguré de no separarme de Andrea, para sentarme
a su lado. A pesar de la cercana muerte de mi padre el ambiente era bastante
más alegre de lo que me había atrevido a esperar, creo que la muestra de
respeto se limitó a omitir el detalle de
poner música, así que el ruido de fondo era el incesante murmullo que
provocaban todas aquellas personas.
Mentiría si no dijera que a medida que
avanzaba la noche iba recuperando el gusto por esas cenas multitudinarias y
ruidosas, tan poco frecuentes desde mi mudanza. Córber me llamaba otra vez; no
sólo a través de los recuerdos y de los rostros que iba recuperando gracias a
la charla y la cerveza, sino también de un modo más sutil, utilizando a la
mujer sentada junto a mí. No me pareció extraño en ese momento que luego de
vivir en la ciudad más populosa, ruidosa y también, más sucia del país, ella
hubiese vuelto.
No sería hasta el día siguiente en que
el pueblo comenzaría a reclamarme de un modo mucho más amargo.
Luego de cenar lamenté la falta de
música, me hubiese gustado bailar con Andrea. La cerveza le había dado paso al
vino durante la comida y ya me sentía sin ninguna inhibición. Incluso me atreví
a dar un agradecimiento levantándome de mi asiento. Dije algunas cosas que me
parecieron un poco ridículas luego, como que me sentía feliz de regresar a mi
verdadera casa y otras imbecilidades semejantes. Que haya superado rápidamente
ese recuerdo bastante vergonzoso se debe a los sinceros aplausos que me
respondieron, evidenciando que los demás concurrentes habían bebido tanto o más
que yo, o que en caso de estar sobrios, en verdad creían lo que estaba diciendo.
Luego de algunas horas de sobremesa y
de charlas en el patio mientras los grandes fumábamos y los chicos corrían
incansablemente tratando de alcanzar a las luciérnagas, llegó el momento en que
la gente comenzó a regresar a sus casas. Mi intención, poco original, fue la de
esperar a que Andrea anunciara su retirada para poder caminar con ella algunas
cuadras.
Me llevé media botella de vino para el
camino, la cual compartimos de forma despreocupada.
Pasamos por la pensión antes de llegar
a su casa, pero yo insistí en acompañarla. Charlamos de cosas sin importancia,
mayormente de recuerdos mutuos. Cuando el camino llegó a su inevitable fin no
demoré mucho en despedirme, aún me quedaba un resto de cordura que me impidió
hacer algo de lo que después me arrepentiría. Me despedí con un beso en la
mejilla y un abrazo injustificado, y regresé tres cuadras por el mismo camino
que habíamos hecho juntos, trazando eses por el medio de la calle principal.
Llegué a la pensión y me metí en mi
cuarto, dejé la botella vacía a un lado de la cama y al primer pestañeo quedé
inconsciente, sin siquiera haberme quitado la ropa.
Creo que siente atracción por Andrea, que lo de que lo pusiera nervioso era algo deseado. Parte de lo deseado. Y que se hubiera olvidado de su novia, que seguramente hubiera pasado a ser ex.
ResponderEliminarGracias por tus comentarios!!
ResponderEliminar