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jueves, 21 de noviembre de 2013

EL ZORRO Y LAS UVAS – UNA FABULA PUEBLERINA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


El viejo llegó al pueblo y nadie jamás supo de donde venía. Se instaló en una casa modesta sobre la calle de la ruta y clavó un cartel en las rejas de la entrada que ofrecía sus servicios de  zapatero remendón y se hizo tiempo para pasar a presentarse en la sociedad de fomento y la parroquia del pueblo.

A fuerza de prolijidad y paciencia logró que las vecinas lo habían adoptado como el artesano capaz de devolverle la vida a los zapatos de otras épocas, peor también como el confidente de sus penas de amor, rencillas familiares y celos fraternos. Para los hombres, era la pareja ideal para el truco y un más que discreto jugador de bochas y para los chicos, un abuelo postizo capaz de construir los mejores barriletes con unas cuantas cañas y unos trozos de tela.
Al poco tiempo ya nadie recordaba que el viejo no había nacido en el pueblo, sino que había llegado una mañana de mayo vaya a saber de dónde. Algunas de sus mejores clientas habían intentado indagar en su biografía, pero se habían tenido que contentar con unos pocos datos: no tenía hijos ni hermanos, su esposa había muerto y los pocos amigos que le quedaban se habían ido de la ciudad. Nada lo ataba a aquel conglomerado urbano que se le antojaba ancho y ajeno. Por eso había decidido instalarse en otro escenario, más pequeño y humano.
Y aquel pueblo serrano no lo había defraudado. Encontró vecinas dispuestas a convidarle pastafrola o dulce casero, compañeros para el truco o el vermuth de la tardecita y nietos para contarles de la época en la que los árboles estaban llenos de gorriones y los hombres iban con traje a la cancha. Hasta el cura lo había convertido en su contrincante favorito para las damas y pasaba a visitarlo cada noche después de cenar.
Pero llegó la primavera y el viejo notó que hombres y mujeres empezaron a ausentarse del club y la parroquia. Le intrigó el motivo que retenía en sus casas a sus vecinos y comenzó a visitarlos. Los encontró en sus jardines, equipados con tijeras, rastrillos y guantes prodigando amorosos cuidados a sus respectivas parras.
Entonces cayó en la cuenta de que había algo que uniformaba la incesante variedad de estilos que tenían las casitas del pueblo: todas, sin excepción tenían una planta de uvas en el jardín. Algunas la tenían al frente; otras, junto a la galería que corría a un costado de las habitaciones, y la mayoría en el fondo.
Al viejo le encantó la dedicación de sus vecinos por esa planta de hojas verde brillantes, que de seguro perfumaría el verano con sus frutos oscuramente dulces. Y se acostumbró a prescindir de sus nuevos amigos al verlos tan absortos en sus tareas de jardinería. Pero ellos quisieron sumarlo a su causa.
Primero fue una de sus mejores clientas, que se acercó con unos sarmientos de la parra que acababa de podar. Se los ofreció para plantarlos en el jardincito del frente, o mejor aún en el fondo, delante del galpón que usaba como taller, para tener sombra donde disfrutar del fresco. La oferta se multiplicó durante varios días y llegó de boca de sus compañeros de truco y los muchachos del bar, pero él les agradeció el gesto y pretextó su completa ignorancia del cuidado de las plantas.
Claro que ellos le ofrecieron ayuda y hubo quien se comprometió a pasar cada día al atardecer para ocuparse de verificar que la planta tuviese suficiente riego y que no la atacase ninguna plaga. Pero el viejo se obstinó en la negativa.
Entonces fue el turno del párroco, quien llegó con sus alusiones a las escrituras sobre la vid y los sarmientos, el vino de la Eucaristía y el llamado de los corderos al redil. El cura le pidió que no fuese la piedra del escándalo en su comunidad y que consintiese en tener en su jardín una planta que tenía tan buena reputación desde los tiempos bíblicos. Pero él volvió a negarse.
Después llegó el Municipio. Un empleado del área de Inspecciones desempolvó una ordenanza antiquísima que reglamentaba la plantación de retoños de uva isabela en las propiedades del ejido urbano, con el propósito múltiple de asegurar sombra, unificar la fachada de las viviendas y proveer a los vecinos de follaje y a la vez de un dulce postre. El hombre que para entonces estaba emperrado en incumplir la normativa, argumentó un pacto internacional que garantizaba a los ciudadanos del mundo el libre albedrío para elegir la ornamentación de sus jardines.
Para entonces las clientas habían empezado a tirar botas y botines para no frecuentar el taller del zapatero rebelde. En el club lo habían reemplazado en el truco por un farmacéutico tuerto que parecía hacer una eterna seña y su silla en el bar siempre estaba ocupada.
El cura tampoco había vuelto a los desafíos en el tablero de damas y cuando él se acercó a participar de la misa, dedicó varios sermones a repasar la condena del fuego eterno al que desoía las enseñanzas de Cristo, la Vid Eterna.  
El viejo no se inmutó. Ni siquiera cuando el comisario se apersonó en su puerta para entregarle una orden judicial que lo conminaba a cumplir con la plantación de una parra en su patio, so pena de ser expulsado del pueblo. El no dijo nada, se metió adentro y guardó la notificación en el aparador. En los días sucesivos se dejó ver poco en la calle ya que sólo recibía silencios y miradas hostiles.
Una mañana su casa y su taller aparecieron completamente quemados. Los vecinos de las casas cercanas aseguraron que por la noche no habían escuchado ni ruidos ni pedidos de auxilio y atribuyeron la tragedia a un desperfecto eléctrico. Los bomberos confirmaron que ellos hubiesen intervenido de mil amores, pero que nadie los había alertado.
Del viejo no hubo más noticias. Algunos dicen que murió en el incendio y que los restos grises de sus huesos quemados se parecían a esos sarmientos que no había querido plantar. Otros aseguran que logró escapar y vive en un pueblo vecino, donde el muy terco armó su taller debajo de una parra a la que le presta amorosos cuidados. 

2 comentarios:

  1. Gente muy rara la de ese pueblo, con extrema hostilidad disfrazada de amabilidad.

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  2. Amables, mientras el recién llegado no contradijese los rígidos preceptos de la comunidad. Eva

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