El viejo llegó al pueblo y nadie jamás
supo de donde venía. Se instaló en una casa modesta sobre la calle de la ruta y
clavó un cartel en las rejas de la entrada que ofrecía sus servicios de zapatero remendón y se hizo tiempo para pasar
a presentarse en la sociedad de fomento y la parroquia del pueblo.
A fuerza de prolijidad y
paciencia logró que las vecinas lo habían adoptado como el artesano capaz de
devolverle la vida a los zapatos de otras épocas, peor también como el
confidente de sus penas de amor, rencillas familiares y celos fraternos. Para
los hombres, era la pareja ideal para el truco y un más que discreto jugador de
bochas y para los chicos, un abuelo postizo capaz de construir los mejores
barriletes con unas cuantas cañas y unos trozos de tela.
Al poco tiempo ya nadie
recordaba que el viejo no había nacido en el pueblo, sino que había llegado una
mañana de mayo vaya a saber de dónde. Algunas de sus mejores clientas habían
intentado indagar en su biografía, pero se habían tenido que contentar con unos
pocos datos: no tenía hijos ni hermanos, su esposa había muerto y los pocos
amigos que le quedaban se habían ido de la ciudad. Nada lo ataba a aquel
conglomerado urbano que se le antojaba ancho y ajeno. Por eso había decidido
instalarse en otro escenario, más pequeño y humano.
Y aquel pueblo serrano
no lo había defraudado. Encontró vecinas dispuestas a convidarle pastafrola o
dulce casero, compañeros para el truco o el vermuth de la tardecita y nietos
para contarles de la época en la que los árboles estaban llenos de gorriones y
los hombres iban con traje a la cancha. Hasta el cura lo había convertido en su
contrincante favorito para las damas y pasaba a visitarlo cada noche después de
cenar.
Pero llegó la primavera
y el viejo notó que hombres y mujeres empezaron a ausentarse del club y la
parroquia. Le intrigó el motivo que retenía en sus casas a sus vecinos y
comenzó a visitarlos. Los encontró en sus jardines, equipados con tijeras,
rastrillos y guantes prodigando amorosos cuidados a sus respectivas parras.
Entonces cayó en la
cuenta de que había algo que uniformaba la incesante variedad de estilos que
tenían las casitas del pueblo: todas, sin excepción tenían una planta de uvas
en el jardín. Algunas la tenían al frente; otras, junto a la galería que corría
a un costado de las habitaciones, y la mayoría en el fondo.
Al viejo le encantó la
dedicación de sus vecinos por esa planta de hojas verde brillantes, que de
seguro perfumaría el verano con sus frutos oscuramente dulces. Y se acostumbró
a prescindir de sus nuevos amigos al verlos tan absortos en sus tareas de
jardinería. Pero ellos quisieron sumarlo a su causa.
Primero fue una de sus
mejores clientas, que se acercó con unos sarmientos de la parra que acababa de
podar. Se los ofreció para plantarlos en el jardincito del frente, o mejor aún
en el fondo, delante del galpón que usaba como taller, para tener sombra donde
disfrutar del fresco. La oferta se multiplicó durante varios días y llegó de
boca de sus compañeros de truco y los muchachos del bar, pero él les agradeció
el gesto y pretextó su completa ignorancia del cuidado de las plantas.
Claro que ellos le
ofrecieron ayuda y hubo quien se comprometió a pasar cada día al atardecer para
ocuparse de verificar que la planta tuviese suficiente riego y que no la
atacase ninguna plaga. Pero el viejo se obstinó en la negativa.
Entonces fue el turno
del párroco, quien llegó con sus alusiones a las escrituras sobre la vid y los
sarmientos, el vino de la Eucaristía y el llamado de los corderos al redil. El
cura le pidió que no fuese la piedra del escándalo en su comunidad y que
consintiese en tener en su jardín una planta que tenía tan buena reputación
desde los tiempos bíblicos. Pero él volvió a negarse.
Después llegó el
Municipio. Un empleado del área de Inspecciones desempolvó una ordenanza
antiquísima que reglamentaba la plantación de retoños de uva isabela en las
propiedades del ejido urbano, con el propósito múltiple de asegurar sombra,
unificar la fachada de las viviendas y proveer a los vecinos de follaje y a la
vez de un dulce postre. El hombre que para entonces estaba emperrado en
incumplir la normativa, argumentó un pacto internacional que garantizaba a los
ciudadanos del mundo el libre albedrío para elegir la ornamentación de sus
jardines.
Para entonces las
clientas habían empezado a tirar botas y botines para no frecuentar el taller
del zapatero rebelde. En el club lo habían reemplazado en el truco por un
farmacéutico tuerto que parecía hacer una eterna seña y su silla en el bar
siempre estaba ocupada.
El cura tampoco había
vuelto a los desafíos en el tablero de damas y cuando él se acercó a participar
de la misa, dedicó varios sermones a repasar la condena del fuego eterno al que
desoía las enseñanzas de Cristo, la Vid Eterna.
El viejo no se inmutó.
Ni siquiera cuando el comisario se apersonó en su puerta para entregarle una
orden judicial que lo conminaba a cumplir con la plantación de una parra en su
patio, so pena de ser expulsado del pueblo. El no dijo nada, se metió adentro y
guardó la notificación en el aparador. En los días sucesivos se dejó ver poco
en la calle ya que sólo recibía silencios y miradas hostiles.
Una mañana su casa y su
taller aparecieron completamente quemados. Los vecinos de las casas cercanas
aseguraron que por la noche no habían escuchado ni ruidos ni pedidos de auxilio
y atribuyeron la tragedia a un desperfecto eléctrico. Los bomberos confirmaron
que ellos hubiesen intervenido de mil amores, pero que nadie los había
alertado.
Del viejo no hubo más
noticias. Algunos dicen que murió en el incendio y que los restos grises de sus
huesos quemados se parecían a esos sarmientos que no había querido plantar.
Otros aseguran que logró escapar y vive en un pueblo vecino, donde el muy terco
armó su taller debajo de una parra a la que le presta amorosos cuidados.
Gente muy rara la de ese pueblo, con extrema hostilidad disfrazada de amabilidad.
ResponderEliminarAmables, mientras el recién llegado no contradijese los rígidos preceptos de la comunidad. Eva
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