¿Te has dado cuenta, querido Nemo, de
que cada día que pasa los aparatos electrodomésticos son más pequeños y
livianos, como las casas en las que nos movemos, en tanto que crecen desmesuradamente
los espacios públicos como los mercados, las tiendas y los cines? Hoy en toda
ciudad que se precie hay enormes tiendas de todo tipo, con miles y miles de
metros cuadrados llenos de todo cuanto puedas desear. Es mareante; y aun así
cada día hay más y más macromercados, macrocines, macrocolas, macroeconomías,
macroconferencias y hasta macroestupidez. Por el contrario, los teléfonos
móviles, aunque también van creciendo en tamaño, son, como los aparatos para
oír música, más y más pequeños, y muy ligeros. Gracias a ello puedo oír música
en cualquier parque, aunque siempre prefiero mi casa por cuanto en ella puedo
cerrar puertas y ventanas, y concentrarme sólo en la música, sin que me moleste
ningún ruido o visitante extraño.
En la
anterior carta, cuando te hablé de las conferencias que nos daban a los
profesores a principio de curso, no quise entrar en detalles para no cansarte.
La epístola ya era excesivamente larga. Pero al mencionarte varias de aquellas
macrocharlas, o macroconferencias, también recordé mis pensamientos de
entonces, de cuando era un profesor en activo. Todos aquellos conferenciantes,
sin excepciones, me parecían siempre charlatanes de feria. Como Azorín siempre
he desconfiando de toda propuesta pedagógica. Por supuesto que, confiando o
desconfiando, estábamos obligados a a asistir a sus verborreas y alocuciones,
aunque a veces yo me escabullía. Ellos, los charlatanes, o no debían tener
conciencia de la situación del profesorado, o debían pensar, y es lo más
probable, que más cornadas da el hambre. Así que le echaban cara a la cosa, y
se ponían a hablar con tal desfachatez y seguridad que, inmediatamente, ya con
el primero de aquellos sofistas, me vino a las mientes el recuerdo del
impagable doctor Dulcamara.
Imagino que
sabrás la historia de la famosa ópera de Donizetti. Te la recuerdo brevemente,
por si acaso: Nemorino, un campesino simplote, está enamorado de una rica
terrateniente, Adina. Ella, por supuesto, no le hace ni caso. Adina aparece
leyendo Tristán e Iseo; y el pobre de Nemorino sueña con un filtro, con un
elixir, como el que toman Tristán e Iseo, capaz de despertar la pasión de
Adina. Y dicho y hecho, allí se presenta el doctor Dulcamara prometiendo
maravillas a quien le compre su famoso elixir. El primero en adquirirlo es el
bueno de Nemorino. Y sí, Adina se enamora de él; pero porque lo persiguen las
mujeres al enterarse de que ha recibido una cuantiosa herencia. Aun así se aman
y se supone que son felices. Dulcamara se va de escena cantando las bondades de
su elixir que, como ha visto el público, ha funcionado a la perfección.
Por desgracia
para nosotros, sin la maravillosa música de Donizetti, ni con la gracia de
Nemorino o de Dulcamara, todos los años aparecía alguien por el colegio
vendiendo pócimas y elixires. Con estas íbamos a conseguir no el amor de Adina,
quien más y quien menos ya tenía sus amores resueltos, sino que los alumnos
fueran eficaces, buenos, competentes, felices y todo cuanto se te ocurra. Una
maravilla. Pero claro, para que el elixir funcione y sea efectivo, primero hay
que creer en él; segundo, este tiene que ser efectivo; y, tercero, tener buen
sabor. Excelente, como dice Dulcamara. Y esto es lo que, sobre todo, se
buscaba. El buen sabor de boca.
Recuerdo una
anécdota, significativa, y que no me resisto a contarte: uno de estos
dulcamaras nos dijo, y nadie le contestó por educación y miedo a perder el
puesto de trabajo, que los cristianos no somos, recalcó somos, xenófobos porque
tenemos un Rey Mago negro que nos hace regalos. Y así, por supuesto, ¿quién va
a ser xenófobo? Me quedó claro: si los inquisidores medievales, en España,
hubieran conocido a los Reyes Magos, no hubiera habido tanta hoguera ni tanto
tormento. Además, seguramente tampoco cayeron en la cuenta de que su patrono,
Jesús, era judío. En fin, ¿qué quieres que te diga? Siempre teníamos que
soportar mamarrachadas como esta dichas con el tono de quien acaba de descubrir
que si metes la mano en el agua, esta se moja.
Nunca estuve
de acuerdo con los sistemas educativos que me tocaron en suerte. En realidad
fue uno nada más, pero ampliado y empeorado año tras año. Lo mismo que sucede
con los aparatos electrónicos y los macroespacios sucedía con la educación: a
un mundo cada vez más próximo y más amplio, le ha tocado en suerte un sistema
educativo en el que el alumno sólo estudia la historia de su ciudad y los ríos
de su pueblo. Se ha vuelto a resucitar aquel viejo espíritu de campanario,
propio de la Edad Media, y que parece que nunca nos ha abandonado. No, tampoco
me opongo a que se estudien las lenguas autonómicas; pero me parece un
despropósito enorme que no se conozca el latín, ni la historia de un territorio
que, alguna vez, fue común para todos: hablo de Hispania. Hablo, también, de lo
políticamente incorrecto: de no alimentar a gente que, año tras año, permanece
en las aulas sin hacer otra cosa que bostezar, aburrirse y molestar a quien sí
quiere aprender. Que digan lo que les dé la gana, y que me acusen de cuanto
quieran y deseen; pero creo que en esta vida hay que ganarse las cosas; y sí ,
hay que ayudar a quien lo necesite; pero no a quien se pasa la vida delante de
la televisión o de los juegos de ordenador. Creo que ya está bien. Y no es de
recibo que un alumno tarde dos y tres años en aprobar un curso.
Por supuesto
que ninguno de aquellos charlatanes de feria, ni otros muy parecidos, hacía
ningún planteamiento como este o similar: no es políticamente correcto. Ellos
venían allí intentando, como los jesuitas o el opus dei, modificar la rueda que
lo mueve todo (?), el profesor, a fin de que este lograra no el cambio del
sistema, faltaría más, sino la eficacia del alumno, otra ruedecita del
engranaje. Y para ello comenzaban los sofistas por decir sandeces que casi
nadie se creía, pero que, por educación, simulábamos tragarnos, como si fuera
el elixir del doctor Dulcamara. Y así en una de aquellas charlas de barracón,
me enteré no de que hablaba el prosa, cosa evidente, sino de que todos
nosotros, los profesores, si volviéramos a la universidad, y nos hicieran un
examen que aprobamos, por ejemplo, en 5º de carrera, y con buena nota, lo
suspenderíamos ahora. Lógico. Acabamos de descubrir el Mediterráneo. Hay libros
que me los he leído infinidad de veces. Y seguramente no pasaría un control de
lectura como me lo hacían en la universidad. Y he oído infinidad de veces
sinfonías, cuartetos y quintetos; y si me tapas los ojos, y me pones un disco,
seguramente no sabré decirte ni el autor, y ni si es un cuarteto o un octeto.
¿Y qué quiere decir todo esto? ¿Que tengo que cambiar mi forma de leer o de oír
música? ¿Tengo que ser una especie de Funes el memorioso? ¿Y si no me acuerdo
de todo soy un fracasado? No estoy de acuerdo, no estoy de acuerdo; pero no me
malinterpretes, querido Nemo, pues no estoy diciendo que la memoria sea absurda
a inútil. Muy por el contrario creo que sí que sirve: es muy útil. Ahora bien,
hay que distinguir entre lo que se debe memorizar, y aquello que es factible de
ser olvidado. No he hace falta recordar El ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha de pe a pa. Es imposible sabérselo de memoria. Y tampoco me sé de
memoria a Beethoven; pero sé que forman parte de mí. Aunque Dulcamara, que no
tiene ojo clínico, ni lo aprecie ni lo sepa reconocer. La enseñanza no es un
concurso televisivo. Al menos no lo era en mi época aunque ya apuntaba maneras.
Nadie más
convencido que yo de que había, hay, que cambiar el sistema educativo. Pero
este se ha convertido, en realidad lo ha sido siempre, en un arma política, a
la que sólo le faltaban las autonomías, y las enormes ganas de ser originales
unos y otros con sólo rechazar al vecino o cortar la historia por donde nos
viniere en gana. Añádele a eso el poco aprecio que se tiene por el esfuerzo y
el trabajo. Y la explicación es muy fácil y sencilla: es más fácil gobernar a
un país de idiotas que a uno de medianas inteligencias. Y, por supuesto, los
políticos hacen los sistemas a su medida. Y algunos profesores y directores de
colegio, también. Así nos va.
Por otra
parte siempre he sabido, querido Nemo, como muchos de mis compañeros, cómo hacernos
con nuestros alumnos y hacer que participen en clase. Los sofistas no nos
estaban diciendo nada nuevo. Lo he sabido desde que leí teorías pedagógicas de
la Edad Media. También yo las he puesto en funcionamiento, y han sido útiles,
muy útiles. No hay más que darles la iniciativa a los alumnos, representar, por
ejemplo, una obra de teatro, que sean ellos los protagonistas, sacarlos de las
aulas, enseñarles la ciudad, la naturaleza, hacerles ver y observar... Ahora
bien, luego tengamos en cuenta lo que persigue la escuela: con estos métodos,
salvo que se cambien los exámenes, los alumnos no van a aprobar la PAU, ni a
sacar la altísima nota de corte que se exige para entrar en la facultad de
medicina, verbigracia. Y ya me dijo un padre que está muy bien que hagan teatro
porque aprenden muchas cosas; pero eso deben hacerlo en primaria o en infantil.
Ahora a su hijo le interesaba llegar a la nota de corte, y nadie le iba a
preguntar su texto de la obra de teatro en la PAU. ¿Qué le digo al padre? ¿Le
salgo con sofismas? Evidentemente aquel hombre tenía razón. Y eso sería lo
primero a delimitar: ¿para qué queremos la escuela y la universidad? ¿Qué
objetivos debe cumplir? Aquí, como siempre, empezamos la casa por el tejado, o
hacemos lo típico de los neuróticos: tienes que enseñar y ser creativo; si
luego suspenden los alumnos, te sancionaré por ser un mal profesor, y si
aprueban te echaré en cara que no sólo de pan vive el hombre. Hagas lo que
hagas, está mal hecho.
Me he metido,
querido Nemo, en un berenjenal enorme. Ya no tengo nada que perder. La ventaja
de hacerte mayor es que puedes decir lo que quieras sin que tu sinceridad,
siempre dentro de unos límites, te cueste la vida, o el puesto de trabajo. Es
muy probable que algunas de las teorías que manejaban aquellas pobres personas,
los charlatanes de feria, fueran interesantes y fructíferas; pero de la forma
en que las presentaban resultaban todo lo contrario.
Por
deformación profesional si quieres, en cuanto llegaba alguno de los sofistas,
me fijaba enseguida en su forma de hablar. Y de verdad, me cansé de oír a gente
que me explicaba como dar una clase de lengua, diciendo “sentaros”,
“marcharos”, “iros”, “pa qué”,“salir por aquí”, “vamos pa lla”y otras lindezas
por el estilo. Al menos el bueno de Dulcamara, que creo que era calvo, no
vendía pócimas contra la alopecia.
No te puedes
imaginar lo tranquilo que estoy ahora sin tener que asistir a esas
macroconferencias de seis y ocho horas de duración. Compadezco a mis pobres
compañeros. Y con esto no estoy diciendo que el maestro no tenga que seguir
estudiando y preparándose. Nada más lejos de mi intención: creo que esta, como
otras profesiones, yo diría que la mayoría, requieren de una renovación casi
diaria. Hay que estar leyendo y estudiando continuamente. Y tienen razón estos
charlatanes cuando dicen, en cursillos intensivos de seis u ocho horas, que no
se puede aburrir a los niños en una clase. Es cierto, aunque, a veces, resulta
complicado explicar el adjetivo calificativo, o los verbos, sin que te bostece
el más pintado. Ahora bien, que estén diciendo estas cosas personas que
apabullan a adultos con macroconferencias que se convierten, además, en un
batiburrillo o cajón de sastre, es un contrasentido. ¿No se han enterado
todavía de que un oyente, por mucha buena voluntad que le ponga, desconecta al
cabo, como mucho, de una hora u hora y media? ¿No se han enterado de que el
Sermón de la Montaña, ya que uno de ellos era o semicura o semicreyente, no
duró más allá de diez o quince minutos? Recuerdo que ante la amenaza, hecha
realidad, de un par de macrocharlas en las que sobró todo, un compañero citó a
un fraile dominico conocido suyo. Este, antes de empezar la homilía, en la
misa, dijo: en época de melones, acorta los sermones. Y por ahí tenía que
empezar toda didáctica o pedagogía que se precie, por eliminar hojarasca y
palabrería, pues en el fondo es todo muy sencillo: hay que dominar la
asignatura, y apasionarse por lo que se hace. Y recordar siempre a quién se
tiene delante. Te dejo ya, querido amigo, pues no quiero que me acuses de
prolijo o aburrido. Me voy a oír música.
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