Creéme que saber perder sabe
cualquiera. Porque te toca. Porque es más fácil. Basta con enojarse, con buscar
excusas, con agarrársela con el otro. Pero ganar es más difícil. A uno le da
pudor, no sabe qué decir. Se paraliza.
Eso
precisamente es lo que nos pasó allá por el ´95 a los hinchas de Deportivo
Escoria. Claro que el club no se llamaba así. Tenía un nombre mucho más
pomposo, pero es el que nos habían puesto después de cinco años al borde de la
desafiliación, de años de marchas siempre parejo, al fondo de la tabla. De
perder cada una de las fechas y arañar los puntos imprescindibles para no
descender a fuerza de empates amarretes.
En
esa época muchos se fueron del club. rompieron el carné, quemaron la camiseta y
otras atrocidades por el estilo. Los que quedamos entendimos que lo nuestro era
la mística, la pasión y el sufrimiento. Que éramos apóstoles enrolados en una
cruzada infructuosa: la de llevar bien alto los colores del equipo.
Así
que los barras, los dirigentes, los jugadores, el técnico y hasta el utilero
empezamos a desarrollar una adaptación para perder con dignidad y con
elegancia. Descubrimos que no era tan difícil. Lo jugadores, le echaban la
culpa al referí. Los dirigentes, a los antecesores que les dejaron un club en
bancarrota. El técnico atribuía la derrota al pasto de la cancha, las últimas
lluvias, la presión de la hinchada contraria, la represión policial o las
trabas a la importación de botines.
Lo
nuestro era más puro. Bastaba con cantar: “Yo te sigo a todas partes…”, o “En
las buenas y en las malas”. Bastaba con la presencia, con lluvia o sol, con
viento o granizo para ver al balón entrar una y otra vez en nuestro arco. A los
nuestros superados por sus rivales quienes quiera que fuesen. Y había una
enorme colección de banderas con leyendas que hablaban del aguante y la pasión,
que retrucaban que el éxito era el motor de otros, que a nosotros nos movía la
mística.
Nadie nos
pedía explicaciones. Lo nuestro era amor a la camiseta y nada más. Y mirá que
las pasamos negras en esas canchas perdidas del conurbano. Una vez los
muchachos jugaron en alpargatas porque un corte de ruta no permitió llegar al
micro con la indumentaria. Ellos se pagaron varios remises que pasaron por la
banquina pero tuvieron que arrancar el partido con el calzado que había
disponible. Y las camisetas suplentes del equipo que jugaba de local.
Hasta que
volvió Angelito. Había sido el crack más grande que tuvo el club en su
historia. Cuando lo vendieron, la comisión directiva logró techar el gimnasio y
completar de una vez la tribuna visitante. Después jugó en Primera y hasta tuvo
un breve paso por Europa. Pero se juntaron varias lesiones y el pibe no se
hallaba entre tanto gringo, así que se retiró y volvió forrado en guita, a
vivir en el barrio en el que nació.
Dicen que
invirtió en campos, que sembró soja y que hasta abrió un concesionario de
autos. Pero él igual se aburría, así que le propuso al técnico del Escoria que
podía jugar gratis una temporada para el club. Con la ilusión de retirarse en
la cancha donde había empezado. Con el berretin de jugar para divertirse, por
el solo amor a la camiseta.
No sabés cómo
se pusieron los dirigentes. Se frotaban las manos pensando en las entradas que
iban a vender entre los hinchas de otros equipos que querían ver al crack. Pero
los de la barra nos pusimos firmes: los tablones eran sólo para nosotros, los
que habíamos bancado al equipo en las épocas de malaria.
Y ahí vino el
gran problema, porque, a fuerza de inventar excusas, de cantar cantos sobre
bancar en las malas y tener huevos para irse con la canasta llena, los del
Escoria nos habíamos olvidado de lo que era ganar. No solamente los hinchas. Los
dirigentes, el técnico, los jugadores y hasta el utilero tenían escondido en
algún recoveco de la memoria el discurso triunfalista y les costaba
encontrarlo.
En el primer
partido que nos pusimos arriba con un gol de Angelito, de más está decir, la cancha enmudeció de asombro. Y no voló una
mosca hasta que el árbitro pitó el final. Salimos felices, y aplaudidos pero
nadie atinaba a hacer algún comentario. El segundo encuentro fue por goleada
porque el crack venía entonado. Fue fácil gritar los goles pero después nadie
podía recordar un cántico que nos
cantase ganadores. Todos hablaban del huevo y el aguante, de bancar en las
malas. Y no era cuestión de adaptar una melodía de los rivales porque eso te
exponía más burlas que aquel apelativo
de Escoria.
Esa temporada
hasta las banderas quedaron en offside. Imaginate lo absurdo de hablar de la
mística y no el éxito, de que no nos importan los fantasmas del fracaso si
estábamos trepando en la tabla a máxima velocidad.
Nos llevó vaya
a saber cuántas fechas y no fue un barra aguerrido sino un pibe que nunca había
visto ganar así al equipo. Fue en el partido en el que arrancamos 1 a 0 antes
del primer minuto y llegó un segundo gol que nos aseguró el campeonato. El nene
estaba pegado al alambrado con su papá y, de pronto, esbozó una tonada pegadiza
de una propaganda de champú y le cambió la letra. Habló del Angel y de la magia, de la fiesta y de la pasión, y nos
fue contagiando a todos que nos prendimos a corear su letra.
Ese día
salimos con lágrimas en los ojos y las gargantas ardiendo. Gracias al pibe,
habíamos aprendido a ganar.
Muy lindo!!!
ResponderEliminarMuy bien, Eva.
ResponderEliminarQue curioso, no estaban a acostumbrados a ganar, no sabían como reaccionar.