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jueves, 16 de octubre de 2014

SABER GANAR, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina



Creéme que saber perder sabe cualquiera. Porque te toca. Porque es más fácil. Basta con enojarse, con buscar excusas, con agarrársela con el otro. Pero ganar es más difícil. A uno le da pudor, no sabe qué decir. Se paraliza.

            Eso precisamente es lo que nos pasó allá por el ´95 a los hinchas de Deportivo Escoria. Claro que el club no se llamaba así. Tenía un nombre mucho más pomposo, pero es el que nos habían puesto después de cinco años al borde de la desafiliación, de años de marchas siempre parejo, al fondo de la tabla. De perder cada una de las fechas y arañar los puntos imprescindibles para no descender a fuerza de empates amarretes.
            En esa época muchos se fueron del club. rompieron el carné, quemaron la camiseta y otras atrocidades por el estilo. Los que quedamos entendimos que lo nuestro era la mística, la pasión y el sufrimiento. Que éramos apóstoles enrolados en una cruzada infructuosa: la de llevar bien alto los colores del equipo.
            Así que los barras, los dirigentes, los jugadores, el técnico y hasta el utilero empezamos a desarrollar una adaptación para perder con dignidad y con elegancia. Descubrimos que no era tan difícil. Lo jugadores, le echaban la culpa al referí. Los dirigentes, a los antecesores que les dejaron un club en bancarrota. El técnico atribuía la derrota al pasto de la cancha, las últimas lluvias, la presión de la hinchada contraria, la represión policial o las trabas a la importación de botines.
            Lo nuestro era más puro. Bastaba con cantar: “Yo te sigo a todas partes…”, o “En las buenas y en las malas”. Bastaba con la presencia, con lluvia o sol, con viento o granizo para ver al balón entrar una y otra vez en nuestro arco. A los nuestros superados por sus rivales quienes quiera que fuesen. Y había una enorme colección de banderas con leyendas que hablaban del aguante y la pasión, que retrucaban que el éxito era el motor de otros, que a nosotros nos movía la mística.
Nadie nos pedía explicaciones. Lo nuestro era amor a la camiseta y nada más. Y mirá que las pasamos negras en esas canchas perdidas del conurbano. Una vez los muchachos jugaron en alpargatas porque un corte de ruta no permitió llegar al micro con la indumentaria. Ellos se pagaron varios remises que pasaron por la banquina pero tuvieron que arrancar el partido con el calzado que había disponible. Y las camisetas suplentes del equipo que jugaba de local.
Hasta que volvió Angelito. Había sido el crack más grande que tuvo el club en su historia. Cuando lo vendieron, la comisión directiva logró techar el gimnasio y completar de una vez la tribuna visitante. Después jugó en Primera y hasta tuvo un breve paso por Europa. Pero se juntaron varias lesiones y el pibe no se hallaba entre tanto gringo, así que se retiró y volvió forrado en guita, a vivir en el barrio en el que nació.
Dicen que invirtió en campos, que sembró soja y que hasta abrió un concesionario de autos. Pero él igual se aburría, así que le propuso al técnico del Escoria que podía jugar gratis una temporada para el club. Con la ilusión de retirarse en la cancha donde había empezado. Con el berretin de jugar para divertirse, por el solo amor a la camiseta.
No sabés cómo se pusieron los dirigentes. Se frotaban las manos pensando en las entradas que iban a vender entre los hinchas de otros equipos que querían ver al crack. Pero los de la barra nos pusimos firmes: los tablones eran sólo para nosotros, los que habíamos bancado al equipo en las épocas de malaria.
Y ahí vino el gran problema, porque, a fuerza de inventar excusas, de cantar cantos sobre bancar en las malas y tener huevos para irse con la canasta llena, los del Escoria nos habíamos olvidado de lo que era ganar. No solamente los hinchas. Los dirigentes, el técnico, los jugadores y hasta el utilero tenían escondido en algún recoveco de la memoria el discurso triunfalista y les costaba encontrarlo.
En el primer partido que nos pusimos arriba con un gol de Angelito, de más está decir,  la cancha enmudeció de asombro. Y no voló una mosca hasta que el árbitro pitó el final. Salimos felices, y aplaudidos pero nadie atinaba a hacer algún comentario. El segundo encuentro fue por goleada porque el crack venía entonado. Fue fácil gritar los goles pero después nadie podía recordar un cántico  que nos cantase ganadores. Todos hablaban del huevo y el aguante, de bancar en las malas. Y no era cuestión de adaptar una melodía de los rivales porque eso te exponía  más burlas que aquel apelativo de Escoria.
Esa temporada hasta las banderas quedaron en offside. Imaginate lo absurdo de hablar de la mística y no el éxito, de que no nos importan los fantasmas del fracaso si estábamos trepando en la tabla a máxima velocidad.
Nos llevó vaya a saber cuántas fechas y no fue un barra aguerrido sino un pibe que nunca había visto ganar así al equipo. Fue en el partido en el que arrancamos 1 a 0 antes del primer minuto y llegó un segundo gol que nos aseguró el campeonato. El nene estaba pegado al alambrado con su papá y, de pronto, esbozó una tonada pegadiza de una propaganda de champú y le cambió la letra. Habló del Angel y de  la magia, de la fiesta y de la pasión, y nos fue contagiando a todos que nos prendimos a corear su letra.
Ese día salimos con lágrimas en los ojos y las gargantas ardiendo. Gracias al pibe, habíamos aprendido a ganar.

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