Ilustración:
“La cerca” de Beatriz Palmieri
Mi querida Haydée:
-Ya se que vas a
volver a decirme que estoy loca, que sigo siendo eso que llamás una especie de
bípeda parlante que pasa la vida saltando un poco acá, un poco allá, como si
nunca hubiera sentido paz. Siempre dijeron eso, vos, el, ella, todos. Y la
verdad que nunca me importó, no se si me habré sentido cómoda en ese devenir o
por ahí asumí ser algo así como una rara avis pero ¿qué importa a
esta altura? ¿Por qué esa compulsión por buscar explicación a todo
si nunca se llega al corazón del nudo que se forma casi, casi, sin que nos
demos cuenta?
Creo que siempre traté de durar de la mejor manera posible, la que menos
dañe, la que me permitiera evadirme al menos por un buen rato de las garras de
la angustia cuando me di cuenta que trataba de instalarse como una
amiga inseparable. Yo no quiero acostumbrarme a la tristeza a mí
nunca me gustó que me impongan más de lo que me impusieron. Todo fue dándose
casi naturalmente un día de vaya a saberse cuándo o por qué. Fue cuando creía
estar enloqueciendo, cuando las situaciones me superaban o no sabía develarlas,
vos sabés que tampoco soy de echar culpas porque por suerte las religiones no
lograron hacer nido en mi alma.
Te conté que aquella vez encontré una cerca grande, pesada, de rejas
sólidas, negras y brillantes, de esas que se veían en las casonas viejas de los
libros de cuentos. Recuerdo que de alguna manera me pareció que del otro lado
de esa verja la vida parecía ser menos conflictiva. Curiosa como siempre fui,
pegué el salto buscando…
¡Qué se yo qué busqué! Tal vez zafar de alguna imposición, de la
larguísima lista de demoras donde el “no” era el corolario de cualquier
inquietud. Cualquiera, hasta la más inocente.
La cerca representó para mí la huida momentánea, el sacudón de todo lo
que me angustiaba. Ya se qué como elección no fue buena, pero vos sabés que no
encontraba las alternativas. Cruzarla era como entrar en una especie de búnker
de hierro donde las cosas más fuertes se demoraban, quedaban estáticas por un
tiempo y así fui construyendo mi paisaje imaginario aséptico. Un aislamiento
que con el transcurso de los días me permitía recuperar fuerzas para volver a
irrumpir por las mismas situaciones que me impulsaban a esa especie de hueco
salvador.
No era tanta la gente que andaba del otro lado de la cerca. La que había
no pedía nada, solamente hacía una pasadita como para quedarse tranquila viendo
que todavía estaba viva, apenitas escuchaba las voces que quería escuchar, las
que por una cosa u otra ya habían dejado de sorprenderme en la cotidianeidad. Y
me refugiaba en esa fugacidad tan mirando hacia la nada hasta que las cosas que
me impulsaban a esa huída transitoria se fueran calmando. O no, mejor dicho
hasta que el callo que daba lugar a la costumbre se fuera formando, dejara de
doler tanto y la dureza y yo aprendiéramos a convivir en esa rara situación de
conveniencia mutua.
Así fui aprendiendo que de este lado de esa reja todo es más
versátil, las cosas se van desencadenando con demasiada prontitud. Buenas y
malas, más o menos, tolerables o no, pero pasan rápido, a veces hasta parece
que te llevan puesta y te arrastran convirtiéndote en torbellino descontrolado.
Cuando regresás, te das cuenta que acá la gente se odia y
mañana se amiga, otros no se hablan nunca más y van tomando forma y cuerpo como
de robot. Cada uno, si mirás bien, anda metido en una especie de escafandra y
ni se entera de lo que le ocurre a quien le pasa por al lado. La vida para
ellos parece transcurrir dentro de un ombligo y los que se atreven a salir de
ese agujero cubierto de pelusas suelen enfrentarse a realidades que habrán de
trastocarlo fácilmente. Sobre todo si no encuentran el refugio donde
acovacharse un rato, hasta que la situación se calme.
A mí nunca me gustó eso, pero me tocó adaptarme, como a todo. Entonces,
cuando las penas apretaban y hacían nudos resbaladizos que si querías zafar, te
apretaban mucho más, era cosa de arrimarme al confín del paisaje y saltar para
el lado donde el silencio te dejaba notar que vos eras vos, no lo que querían
que fueras. Me quedaba allí un tiempito, el necesario hasta sentirme fuerte,
pero siempre regresé por más larga que fuera la intromisión en esa especie de
remanso.
En esos momentos era cuando las fuerzas se recomponían, comenzaba a
emprender el regreso para enfrentar la realidad de la que dicen que uno no
debería alejarse pero yo tengo mis dudas. ¡Qué se yo! Estamos tan cargados de
pautas dictadas vaya a saber por qué cerebro manipulador, imperativo,
determinante, que hace uso de una prepotencia de situaciones que siempre
terminamos aceptando. Yo preferí escaparme de esa telaraña. Vos,
como amiga, en tantos años nunca aceptaste eso que llamabas mis huídas. Y no
porque no me comprendieras, sino porque el miedo te metió su semillita.
Entonces empezaba tu perorata y comenzabas a martillarme la cabeza sin
dejar de hacerme notar que debía cuidarme, que tu preocupación era mucha, que temías
por ese eterno trajinar de idas y vueltas, nunca quisiste -o no pudiste, mejor
dicho- aceptar que era mi juego, irresponsable tal vez, pero que era
la única herramienta que encontré como para mantenerme viva, medio a salvo,
partida pero en vías de recomposición constante. Fueron tantos los años que
compartimos, vos admirando el que llamaste mi poder de recomposición. Yo
admirando tu capacidad para mantener la serenidad y el equilibrio.
Creo que eso fue lo que nos mantiene y mantendrá unidas, la diferencia y el
respeto además del tremendo cariño.
No te asustes amiga mía, vos sabés que del otro lado de mi cerca ando
solo cuando me hace mucha falta. Que luego regreso como si nada a esta margen,
con el oxígeno circulando normalmente aunque sea por un breve lapsus y no salto
por un buen tiempo.
Créeme que se está bastante bien allá, no sé si decirte que todo parece
más claro o no lo es, lo que sí puedo distinguir es que no sentís la
presión que te impone pensar en qué es lo que tenés que hacer y qué
es lo que no. Digamos que no hay nada que tengas que… (Bah, directamente
no podés)
Y lo mejor de todo es que no estás anestesiada, hay algo que te permite
pelearte con vos misma, preguntarte hasta cuándo tendrás que recurrir a ese
refugio. Cuándo será el día que puedas cerrar esa verja para siempre dando paso
a otra vida menos agitadita, pero de momento no encuentro ese momento…
Pensá que allá siento que soy (i) responsable de mí misma. Nada me daña,
hasta permito que me crezcan alas y que las cosas se vayan dando, las tome o
las deje sin complejos ni culpas. ¡No me digas que eso no es bueno!
Por supuesto comprendo también que aceptar o no esa regla sin reglas tal
vez no sea fácil para todos. De este lado, si te fijás, verás que la gente
termina siempre igual: adaptada. Domada. Estática, Temerosa, Prejuiciosa.
Ordenada. Apabullada. Insatisfecha. Moderada. Acartonada. Enquistada en
cuadrados tan limitantes como estrictos, que tácitamente te marcan un hasta acá
llegaste y listo.
Tu pragmatismo te exige razonar en lo que debe hacerse para vivir mejor:
Pensar un poco más en uno, saber marcar límites y eso yo también lo
siento imprescindible aunque muchas veces, cuando quiero tirar de la puntita
del hilo para acercarlo, se me escapa. Dar, en tanto y en cuánto puedas, sin
exigirte tanto. Hacer consultas al médico al menos una vez al año. ¡Me canso de
reírme cuando te cuento que todos los que conocí murieron rodeados de
médicos! Que cuando te llega la hora y no se quién carajos maneja
ese reloj odioso, te vas hasta sin desearlo. Y veo tu cara de resignada al
repetirme:
-¡Yo no se para qué
te pido que te cuides si no me vas a dar bola!
Y me das pie para
responderte:
-Jatejoder, que el
día que se me ocurra cuidarme va a ser cuando ya no pueda levantarme. Todos nos
morimos, hermana. Antes o después, lo importante es no morirnos de miedo a
morir y a eso me aferro con uñas y dientes. (Aunque hoy confieso que
no tanto)
-Dejame que quiero
defenderme de lo que para mí es una descomposición que nos marcaron como
premisa excluyente. Vos estás de este lado, de allá no hay nada. Pero ves que
acá es donde te muelen a palos, propios y ajenos, mientras que allá te acaricia
el silencio y te abraza, y te seca las lágrimas y te sopla bajito y te despeina
y te levanta la falda y te llena los ojos de lucecitas.
Ahora fijate, hace rato que no andaba por la cerca, venía demasiado
tranqui y eso mismo me lo hiciste notar hace unos días entre mates y bizcochos
y tu orden firme de “apagá ese pucho” que interpreto apenitas como un
“abrí la ventana”…
Hace rato que no volvía a la cerca, andaba bien, sin grandes sobresaltos
personales, apenas los que vemos en las noticias que no son pocos pero nos
pegan distinto, pero de pronto, cuando menos lo esperábamos apareció el impulso
irresistible de atravesar el férreo límite. Fue cuando recibí aquella noticia
tan dura y por supuesto recurrí a vos como hago siempre. Creo que esta vez me
empujaron de un boleo, aunque no puedo recordarlo bien.
Lo único que sí, tengo grabado, es que recibí como
si toda la ira de un ser descontrolado se abalanzara sombre mi metro y medio
del suelo, haciéndome estallar un rayo que pareció partirme el
pecho. Increíble si tenemos en cuenta lo que venimos hablando de tantos golpes,
tanta furia resistida, tanto dolor, que se yo. Sentí la espina del odio
irracional dando en el blanco inmovilizado de mi pecho.
¿Y quién dijo que iría a aceptar esa situación dolorosa? Eso
sería pedir mucho, fue allí que pensé que lo mejor era levantar vuelo, agitar
mis alitas en reposo y arrimarme a la verja que esa mañana hasta me pareció
casi escabrosa. Algo parecía llamarme y fue así, de pronto lo vi, tan bonito,
tan chiquito recostadito sobre una mesita blanca. Solo pude mirarlo desde un
poco lejos, pero me invitaba a acercarme. Su carita reflejaba paz, era una
cosita así chiquitita, como dormidita y hasta me pareció que me guiñó un ojito
sin que nadie se diera cuenta.
Era una invitación que fue paralizando a la sorpresa. No lo pensé ni un
segundo, levanté mi pierna y salté hacia donde estaba continuando su reposo.
Por supuesto, la reja marcaba la divisoria. Estiré mis brazos queriéndolo traer
de este lado, me pareció tan desprotegido en esa soledad sin nadie, sin mí,
algo impidió que él atravesara la reja pero para este lado. El nuestro, el
ordenado, el indicado. No tenía siquiera la opción de elegir y yo, casi en la
desesperación del pánico, no encontré más opción que levantar mi pierna derecha
para saltar hacia donde él estaba. Me miraba desde sus ojitos cerrados y su
naricita parecía un botoncito. Había como un llamado extraño entre nosotros.
Solo eso.
Nos miramos, cada uno desde su propia visión y fue allí cuando me/le
prometí volver cada día para comenzar un juego en el que solos los
dos tendríamos espacios. Creo que le gustó la idea, si hasta creí verlo sonreír
desde una boquita chiquitita donde seguía reflejándose la idea de un sueño en
paz. En paz implantada, impuesta, exigida.
Estuve un rato y lo despedí casi con naturalidad y se que él entendió
que regresaría todos los días. En pocos minutos nos hicimos amigos, tanto, que
hoy se que me espera. Cada vez que aparezco extiende hacia mí su manita rosada,
me toma de un dedo y juntos nos vamos saltando del lado del que a él no le
permiten salir. Del lado de mi cerca.
Jugamos como hace tanto tiempo olvidé que se podía jugar,
como te dije antes, de ese lado, que ahora es su lado, todo transcurre como más
liberado. El mantiene las ganas de corretear que desde esta perspectiva absurda
hace rato que perdimos, justamente, por permitir que jueguen tanto con
nosotros. Absurdamente tanto que hasta nos arrancaron las ganas de intentarlo.
Pero vamos a procurarlo sin horarios, sin promesas, a las puertas de
la cerca que se abre ni bien voy llegando con el apurón que nos acompaña
siempre a los que andamos por estos confines.
Quisiera que no te asustes si no me ves tan seguido, amiga mía; acordate
que siempre dijiste que cuando me voy siempre vuelvo. Siempre volví. Ya no
quisiera que sientas miedo por perder esta locura mía, ni que creas que
quedarás sola de este lado del paréntesis trazado. Tal vez desde allá yo
te sirva para invitarte a recorrer otros lugares algún día. Voy a ser buena
guía, te prometo.
Vieras que lindo lo pasamos, que maravilla parece el día cuando
comenzamos a jugar corriéndole carreras al viento. Nosotros ya sabemos que
somos un poco brisa; nos divertimos juntando bichitos que nos ganan carreras
por el césped. Nos reímos mucho cuando silbo desafinando y a él le suena fuerte
el sonido que solo nosotros escuchamos.
Nos revolcamos por la gramilla y el otro día, cuando empezó a
lloviznar, pudimos trepar por la pollera de una nube que hasta nos
permitió hacer vuelta carnero sobre su falda impecable, algodonada. Ya le dije
a él que voy a ponerle cascabeles en el ruedo para que hagan ruidito
y despierten a los grillitos que duermen de día. Y el se ríe, cree que de este
lado de la verja la gente anda un poco loca como yo. Y le confieso que si,
porque no pienso mentirle en nada.
Cuando nos despedimos y regreso sola a esta solemnidad acotada, nunca
nos decimos cuándo será el próximo encuentro, apenas agitamos nuestras manos y
él queda riendo, mirando como salto para este lado de la verja y se
sonríe viendo que todavía pueda caer y levantarme.
Volveré todos los días, quiero enseñarle cosas que no verá
porque ya te dije, ni siquiera tuvo la oportunidad de conocer este espacio por
esas imbecilidades que nunca se entienden. Le contaré que en este
extraño mundo de marionetas todo es muy lindo, pero que no existe la libertad
que uno pudo imaginarse algún día.
Le contaré que lastimaron a las estrellas, que se hace mucho daño y que
hay niños que lloran llantos provocados. Le contaré que si lo hubieran dejado
saltar, no hubiera permitido que le hagan daño y le hubiera enseñado
a refugiarse de ese lado donde ahora está condenado a permanecer. El no elige.
Le contaré que acá muchas veces el hombre mata al hombre. Y que otras, mata
al niño, argumentando error humano.
Comprenderá mi pequeño que de momento nos toca vernos de a ratos, pero
que llegará el día en que no nos separaremos. Que iremos por el prado buscando
los sueños que saltaron antes que yo y le diré que él será quien deba enseñarme
a buscarlos, porque de momento ese es su lugar y está conociendo
mejor que yo los recovecos.
Hasta que llegue el día que andaremos explorando juntos
nuevas especies de flores. Hasta que llegue el día que salgamos a hacerle
zancadillas a la luna para que entre en calor cuando el sol se apague. Y
haremos ring-raje con los luceros. Y haremos coros de sapitos y cargaremos la
luz de las luciérnagas cuando la fatiga las apague. Y nos iremos al mar a
salvar olas en la rompiente.
Y atraparemos la lluvia para bañarnos los dos y arrastrar toda
esta carga que acarreo luego de estar tantos años en este mundo real
contaminado. Y sabrá mi pequeño que en ese lugar donde duerme su rato en
mi ausencia, anduve muchos años, y que ahora voy ensayando un
arrorró desafinado para cantarle cuando me quede con él y seamos uno.
Como te dije, amiga
mía, del otro lado de la cerca donde por una cosa u otra siempre anduve…
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