El cielo
estaba gris. No hacía frío, sin embargo. Era pronto. Todavía no se veía a nadie
por las calles. La hora, el momento y la temperatura ideales para salir a
caminar durante un par de horas. Comenzaba a clarear. Esperé durante unos
minutos: todas las mañanas, a la misma hora, me cruzaba con una señora que iba
hablando sola. Al principio me asustó, luego me dio un poco de miedo, y
últimamente procuraba evitarla.
-Siempre tenemos miedo de lo imprevisto. Y una persona
loca, o con las facultades mentales perturbadas, puede hacer cualquier cosa. En
principio, romper nuestra tranquilidad.
-No creo que esta señora sea una persona violenta; pero
aun así tiene la virtud de asustarme; no sé, de hacerme ver lo poca cosa que
somos, y en lo que nos podemos convertir.
-Le da miedo la locura. No es para menos. Debe de ser
terrible no ser dueño uno de sus propios movimientos o de sus propios
pensamientos. Y, sin embargo, la locura, como usted sabe, está muy próxima a la
inspiración, a la poesía, a la fantasía y al mundo interior.
-Sí, no lo digo que no. Pero hay una diferencia
sustancial. En tanto que el poeta o el pintor, o el músico, canaliza su rapto
hacia un objetivo determinado, una composición o un poema, un loco vulgar puede
hacer cualquier cosa.
-Sí. Es cierto: un loco de esa calaña no se sienta a
escribir. Y, tal vez, tuviera tantas cosas que contar, o más, que un poeta o un
músico.
-Seguramente. Pero indaguemos un poco más. ¿Qué le parece
que tienen en común las dos locuras, la del poeta y la del loco normal, por
llamarlo de alguna forma?
-Quizás ambos se hayan visto desbordados por los
recuerdos, por la vida o por sus más propios e íntimos pensamientos. Todo el
mundo siente. Solo a algunos seres les es dado guardar, como un tesoro, la
memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que estos son los poetas. Es más:
creo que únicamente por esto lo son.[1] Tal
vez la locura sea una imposición de los recuerdos sobre la realidad.
-O de las lecturas, como en el caso de nuestro querido
don Quijote.
-También pudiera ser. Aunque poca diferencia tiene que
haber entre que se impongan los recuerdos, una creación del espíritu, o lo que
recordamos de las lecturas, recuerdo que es, igualmente, otra creación del
espíritu.
-Con eso me viene usted a resolver el problema que me
surge cuando me pongo a escribir, y que tanto me preocupa, y tan gran placer me
proporciona.
-No me lo diga: es la capacidad de asombrase a sí mismo.
El preguntarse, una y otra vez, de dónde sale ese mundo que está construyendo
usted frente al papel.
-Sí, así es. Hay días que uno se sienta a escribir, una
carta, una nota, o cualquier cosa, y todo cuanto va surgiendo ante el papel era
lo esperado, lo pensado; no hay sorpresas... Otras, por el contrario, comienzan
a surgir cosas y más cosas. Atónito, se pregunta uno de dónde ha salido todo
aquello, que parece una locura.
-De infinidad de lecturas, querido amigo, de momentos de
soledad, de paseos como el que estamos dando ahora, de la sonrisa de una mujer,
del silencio de una noche, de la fragancia de una rosa. De la vida, en fin. Ese
asombro del que habla usted ya se tiene que dar mucho antes de ponerse a
escribir.
-Sí, desde luego. También hace falta inspiración para
vivir. O, al menos, para vivir bien. De lo contrario, nos dejaremos llevar por
las apariencias.
-Pero no olvide que hasta estas se pueden convertir en un
motivo poético. Recuerde el episodio del moro Ricote en el Quijote: Ricote se
cruza toda España, en el siglo XVII, tras la expulsión de los moriscos, sin que
nadie le diga nada sencillamente porque lleva colgando de la cintura un hueso
de jamón. ¿No le parece genial?
-Y tanto que me lo parece. Ahora bien, conforme me hago
mayor lo que más aprecio de don Miguel de Cervantes, sin desdeñar nada, es su
enorme humanismo, su gran capacidad para criticar una situación dada sin herir
a nadie. El caso que acaba de citar usted lo ilustra muy bien: nos dejamos
llevar por las apariencias.
-Cervantes debió de ser una muy buena persona. Y un excelente
crítico, amén de un gran novelista.
-¿Sabe? Tanto usted, como Azorín y él, aunque él no lo
diga, insisten en lo mismo: en hacer crítica, en decirlo todo, sin herir a
nadie, ni hacer sangre. Respetamos mucho el sufrimiento de las santas horas
de trabajo y vigilia del escritor, respetamos mucho la ansiedad, la esperanza y
la buena fe con que el artista vierte su inspiración ante el severo tribunal
del público y aguarda su fallo; el disculpable cariño con que, siquiera estos
sean defectuosos, mira y halaga los hijos de su mente, para arrojarle por toda
lección un sarcasmo, por todo consuelo una carcajada.[2]
-Y suerte
tendrá usted si la cosa queda en un sarcasmo o en una carcajada. Me sorprende,
leyendo la prensa de hoy en día, en Internet, el que los lectores puedan entrar
en el periódico y comentar las noticias. La verdad es que la novedad me agradó,
y mucho; pero, en serio, los comentarios de la inmensa mayoría de los lectores
o son insultos, o descalificaciones, o dar a entender que han hecho, de la lectura
de la noticia, una lectura tan parcial que llega uno a preguntarse, con
asombro, si han leído algo, o no están aprovechando esa lectura tan parcial,
tan mala, para sacar a pasear sus propios fantasmas.
-Sí, a mí también me sorprendió la virulencia de algunos
comentarios. Y le digo que me sorprendió porque ya no los leo. Me dio mucha
rabia el hecho de que, por culpa de ellos, me declara partidario de la censura.
Es duro soportar tanta falta de educación y tan zafias y groseras
manifestaciones.
-¿Y no lo parece que es mejor, pese a todo, que no haya
censura? Así, por lo menos, nos enteramos de cómo piensan todos. O casi todos.
Porque también puede suceder que no sean muy representativas las personas que
comentan esas noticias.
-No lo sé. Me imagino que esto es como todo: no quien
llega a lo más alto es el mejor. O, como dice usted, no siempre la verdad es
lo más sublime[3]. Quiero
decir que no todas las personas sensatas comentan noticias o se meten en un
partido político. En el país hay gente más inteligente que las personas que nos
gobiernan. Pero aquellas lo son, precisamente, por no estar en ningún partido
obedeciendo las consignas de no se sabe muy bien quién, y que se deben, a su
vez, a muchos de los que cuando hablan o comentan noticias ni piensan en lo que
dicen.
-No le quepa la más mínima duda. Es la tiranía de la
democracia. El gobierno de la mayoría, que es eso, mayoría. Y por ser mayoría
ya no necesita nada más... Es penoso ver cómo escriben esas personas, y el poco
respeto que tienen por el idioma y por sus semejantes. Eso los delata: creen
que todo tiene que estar a su servicio, y que ellos no deben molestarse por
nada ni por nadie. Es la postura cómoda de quien nada se cuestiona, ni siquiera
su propia cortedad.
-Estamos en los antípodas del poeta y de la poesía. Este,
a veces, me recuerda a ciertas posturas místicas, la de conocer la Naturaleza
para mejor dominarla. Eso es lo que hace el poeta con la lengua, ¿no le parece?
-La vida del hombre es una constante lucha entre el
sueño, la realización, el fracaso, la esperanza del “otra vez será”, y vuelta a
comenzar. Y al final me temo que lo único que nos queda es el polvillo dorado
de las alas de la mariposa[4].
Un cierto y nostálgico sentimiento de fracaso. Y sí, tal vez, entre tanto se
han escrito bellos o sentidos poemas, pero nunca eso nos parece suficiente. La
poesía, a veces, es como esas catedrales góticas que aspirar a subir al cielo y
suben y suben, pero nunca llegan. Otras, por el contrario, es el templo
bizantino, románico dicen ustedes, que se recoge en su interior y alaba su
propia sencillez, que nunca es tal.
-Y, sin embargo, es hermosa una catedral gótica.
-Y una iglesia bizantina. Tal vez sean dos bellezas
complementarias, dos formas de explicar y entender la misma cosa.
-Como los dos tipos de poesía de los que habla usted.[5]
-Sí, más o menos. Aunque todo esto se podría matizar.
-No. Creo que es mejor no tocarlo. Meter toda la poesía
en dos palabras es tan imposible como el mismo ejemplo que pone usted: si
quieres comprobar las dificultades del lenguaje, la servidumbre que impone,
trata de contar tus sueños.[6]
El idioma se convierte entonces en un círculo de hierro.
-Verdaderamente los medios que tenemos para expresarnos
son tan incompletos e imperfectos como el mismo hombre. A veces se necesitarían
de todas las artes al mismo tiempo... No recuerdo qué poeta dijo que le
gustaría poder hacer en sus novelas, ¿fue Víctor Hugo quien lo planteó?, lo que
hace la ópera: que los personajes hablaran todos al mismo tiempo, y al mismo
tiempo sonara la música, y el decorado potenciara todo cuanto está sonando, sin
olvidar la consonancia con los trajes, la iluminación... Hay artes que se
aproximan, cada vez más, a la totalidad, a la divinidad.
-Lo malo es que no todos tenemos dotes musicales o
dramáticas.
-Por supuesto. ¿Y no le parece que hay una grandeza
sublime en una cuarteta, por ejemplo, que nos puede hacer sentir tan hondamente
como la más compleja de las óperas?
-Sí que la hay. Por cierto, y al respecto: no hace mucho
me pasó una cosa curiosa, muy curiosa: leyendo un poema de su amigo Augusto
Ferrán, me acordé, instintivamente, del Miserere de El trovador, la
ópera de Verdi.
-¿Y que poema era?
-Pertenece a La soledad. Y lo leí tantas
veces que me lo aprendí de memoria:
Todo hombre que viene al mundo
trae un letrero en la frente,
con letras de fuego escrito,
que dice: “Reo de muerte”.
En realidad el poema me hizo acordarme de muchas más
cosas que del Miserere. El poema fue el tonto de Epimeteo destapando el
ánfora de Pandora: allí salió de todo menos la esperanza.
-Eso es la poesía, querido amigo. Puro sentimiento.
-Y eso es lo que trato de recuperar leyendo poemas una y
otra vez.
-¿Qué quiere decir? Me ha parecido entender que sentía lo
que leía.
-Quiero decir que me gustaría mucho recuperar mi inocencia
de los catorce o dieciséis años. Entonces leía mucha poesía, vibraba con ella,
y no me planteaba nada... Luego vinieron las clases de literatura, la
descodificación, los comentarios de texto, los análisis, la semiótica... y fue
entonces cuando perdí mi virginidad de lector, y cuando comencé a no entender
nada de cuanto leía. Y, lo que es peor, a resultarme indiferente.
-Tal vez se lo tomó usted demasiado en serio: esas cosas
suelen ser literatura sobre literatura. Y están escritas más en función de
demostrar cuánto sabe el crítico, o el estudioso, que para intentar comprender
algo que sólo vagamente se puede intuir. Por eso resulta siempre frustrante
leer prólogos, estudios y comentarios.
-Sí, pues en el fondo se trata de racionalizar una
apreciación. Cosa, por otra parte, que muy pocas personas saben hacer. Al
respecto siempre me ha parecido modélico su prólogo a La soledad, el
libro de su amigo Augusto Ferrán. Y creo que lo es porque,
sencillamente, cuenta usted sus impresiones ante el libro. Son sinceras. Y no
trata de convertirlas en axiomas.
-Si, pero recuerde usted que la crítica tiene que ser
algo más.
-Dudo que sea algo más, pese al rocambolesco lenguaje con
el que se envuelve. Su propio prólogo, y perdóneme, es una pura contradicción:
nada más iniciar la segunda parte dice usted: Aquel libro lo tenía allí para
juzgarlo. Como cuestión de sentimiento para mí ya lo estaba. Sin embargo, el
criterio de la sensación está sujeto a influencias puramente individuales, de
las que se debe despojar el crítico, si ha de llenar su misión dignamente.[7]
-El crítico tiene que ser objetivo, no sólo se tiene que
dejar llevar por sus impresiones, limitadas, sino que tiene que poner en juego
muchas más cosas...
-No se puede imaginar cuántas veces he leído esas líneas
suyas. No las entiendo. Y como cada uno echa mano de sus experiencias más
próximas, pensé que, tal vez, le pasaba a usted lo que le sucede a algunos
colegas míos, e incluso a mí me ha pasado: tener un alumno que es una
calamidad, una mala persona, y tener que aprobarlo porque sí, porque es
inteligente, y ha hecho unos exámenes impecables...
-Estamos otra vez metidos en el círculo de hierro,
querido amigo. No le resultará nuevo que le diga que la religión y la poesía
tienen muchos puntos en común.[8]
Los místicos son quienes se han percatado de la imposibilidad, a través del
lenguaje, de expresar su amor, sus sentimientos hacia Dios. Y tratan de llegar
a Él olvidando las palabras, saltando por encima de ellas. Es como el budismo
cuando alcanza el nirvana. Tal vez esa inocencia de la que usted me habla, y
que trata de recuperar, sea la misma de la que también hablan los budistas:
usted ha estudiado la montaña, lo sabe todo sobre ella pero tiene que volver a
contemplar con los ojos de un asombrado niño. Y quien no se haga niño no
entrará en el Reino de los Cielos.
-Sí, eso es.
-Eso es, ni más ni menos, lo que nos gustaría a todos.
Pero tenga en cuenta que, tal vez, el estudio amplíe la zona de los
sentimientos. No desdeñe nada. Recójalo todo. No olvide que las rosas necesitan
del limo para crecer. Y que un niño puede hacer un juguete con cualquier cosa.
Sólo se requiere imaginación.
-No se puede decir mejor. Da gusto hablar con usted.
-Es que no hay nada como los paseos matinales, querido
amigo.
[1] Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas
literarias a una mujer. Carta II
[2] Gustavo Adolfo Bécquer,
Artículos de crítica literaria. Crítica literaria.
[3] Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas
literarias a una mujer, Carta II
[4] Gustavo Adolfo Bécquer, Crítica
literaria
[5] Gustavo Adolfo Bécquer, Prólogo
a La soledad.
[6] Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas
literarias a una mujer. Carta II
[7] Gustavo Adolfo Bécquer, Prólogo
a La soledad.
[8] Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas
literarias a una mujer. Carta II
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